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Authors: Anne Rice

La Momia (3 page)

BOOK: La Momia
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—Oh, cariño, no puedo más. Basta.

Ahora la música la hacía sentirse apática y casi triste. Y Alex seguía hablándole, diciéndole de una u otra forma que la amaba. Y ella sentía aquel pánico en su interior, aquel terror a decir palabras frías o duras.

—Y si quieres vivir en Egipto —decía Alex arrebatadamente— y buscar momias con tu padre, muy bien: iremos a Egipto en cuanto acabe la boda. Y si quieres salir a la calle pidiendo el voto, muy bien: yo saldré a tu lado.

—Oh, sí —respondió Julie—, eso me dices ahora, y sé que lo sientes con todo tu corazón, Alex, pero todavía no puedo. Simplemente no puedo.

Julie no podía soportar verlo tan serio. No soportaba hacerle daño. Si al menos hubiera habido algo de malicia en Alex... Sólo un poco de maldad, como tenía todo el mundo. Su atractivo habría aumentado con un poco de maldad. Era alto y apuesto, y tenía el pelo castaño, pero era demasiado angelical. Sus vivos ojos oscuros mostraban lo que había tras ellos con demasiada facilidad. A los veinticinco años seguía siendo un muchacho inocente y ansioso por agradar.

—¿Qué harías con una esposa sufragista? —preguntó ella—. ¿Con una exploradora?

Sabes muy bien que podría dedicarme a la exploración, o a la arqueología. Ahora mismo desearía estar en Egipto con mi padre.

—Iremos allí, cariño. Pero cásate conmigo primero.

Alex se aproximó más a ella, como si fuera a besarla, y ella dio un paso atrás mientras el vals los transportaba a una velocidad casi vertiginosa. Por un momento Julie se sintió mareada, casi como si estuviera enamorada.

—¿Qué puedo hacer para conseguirte, Julie? —le susurró él al oído—. Te traeré las pirámides a Londres.

—Alex, ya hace tiempo que me conseguiste —repuso ella sonriendo. Pero no era verdad.

¿O sí? Había algo terrible en la situación, en la música y su maravilloso y acariciante ritmo, en la mirada desesperada de Alex.

—La verdad es que... no quiero casarme, Alex. Todavía no.

«¿Y quizá nunca?»

El no respondió, y Julie comprendió que otra vez había sido demasiado brusca. Ya conocía aquella imperceptible contracción. Lo había herido, y cuando Alex volvió a sonreír había una dulzura y un coraje en su mirada que se sintió conmovida y aún más triste que antes.

—Mi padre volverá en unos meses, Alex. Entonces hablaremos. Del matrimonio, del futuro, de los derechos de la mujer, casada o soltera, y de la posibilidad de que merezcas algo mucho mejor que una mujer moderna como yo, que te haría encanecer en el primer año de casado y te lanzaría a los brazos de una amante de las de toda la vida.

—¡Cómo te gusta escandalizar...! —dijo él—. Y a mí me encanta que me escandalicen.

—¿Estás seguro de que te gusta? —preguntó ella.

De repente él la besó. Se habían detenido en el centro cíe la pista, y las demás parejas giraban a su alrededor siguiendo la música. Él la besó y ella se lo permitió, abandonándose a él completamente, como si tuviera que amarlo, como si tuviera que encontrarse con él en la mitad del camino.

No importaba que todos estuvieran mirando, ni que las manos de Alex temblasen mientras la abrazaban.

Lo importante era que, aunque lo amaba mucho, no era suficiente.

Había refrescado, y hasta ellos llegaban los ruidos del exterior: los coches que llegaban, el rebuzno de un asno, la risa estridente de una mujer, una norteamericana que había venido de El Cairo en cuanto se había sabido la noticia.

Lawrence y Samir estaban sentados en sus sillas de tijera frente al antiguo escritorio y habían extendido los papiros.

Con cuidado de no apoyar todo su peso sobre el frágil mueble, Lawrence anotaba con rapidez la traducción en su cuaderno de tapas de cuero.

De vez en cuando miraba por encima del hombro hacia la momia, el gran rey, que parecía simplemente dormido. ¡Ramsés el Inmortal! La mera idea lo emocionaba. Sabía que permanecería en aquella extraña cámara hasta la mañana siguiente.

—Pero tiene que ser una broma —dijo Samir—. ¿Ramsés el Grande, guardián de las familias reales de Egipto durante mil años? ¿Amante de Cleopatra?

—¡Ah, pero sería sublime! —respondió Lawrence. Dejó la pluma un momento y contempló los papiros. Le dolían los ojos—. Si una mujer pudo impulsar a un hombre inmortal a encerrarse en una tumba, ésa debió ser Cleopatra.

Dirigió la mirada al busto de mármol y acarició con reverencia la suave mejilla blanca de la efigie. Sí, Lawrence podía creerlo. Cleopatra, amada por Julio César y por Marco Antonio; Cleopatra, que había resistido la conquista romana mucho más tiempo del que nadie hubiera creído posible; Cleopatra, la última reina del Egipto antiguo. Pero aquella historia... Tenía que seguir traduciendo.

Samir se levantó y se desperezó. Lawrence lo vio acercarse a la momia. ¿Qué estaba haciendo? ¿Examinaba el brillante anillo con el escarabajo sagrado, claramente visible en la mano derecha de la momia? Lawrence pensó que, sin la menor duda, aquella tumba pertenecía a la dinastía XIX.

Cerró los ojos y se masajeó los párpados con suavidad. Volvió a abrirlos y se concentró una vez más en el papiro que tenía delante.

—Samir, te aseguro que este tipo está convenciéndome. Su dominio de las lenguas es asombroso. Y su perspectiva filosófica es tan moderna como la mía. —Buscó el documento más antiguo, que ya había examinado antes—. Y esto, Samir, quiero que lo veas. Es una carta de Cleopatra a Ramsés.

—Una broma, Lawrence. Una broma pesada de algún romano.

—No, amigo mío, no es nada de eso. ¡Ella escribió esta carta desde Roma cuando César fue asesinado! Dice a Ramsés que vuelve a casa, a Egipto, con él.

Lawrence dejó la carta a un lado. Cuando Samir tuviera tiempo, vería con sus propios ojos el contenido de aquel os documentos. Todo el mundo los vería. Volvió a concentrarse en el papiro original.

—Pero escucha esto, Samir. Los últimos pensamientos de Ramsés: «No se puede condenar a los romanos por la conquista de Egipto; al final fuimos conquistados por el tiempo.

Todas las maravillas de este nuevo y valiente siglo deberían hacerme olvidar mis penas, y sin embargo no puedo hacer sanar a mi corazón; mi mente sufre y se cierra como una flor a la que falta el sol».

Samir seguía mirando a la momia y a su anillo.

—Otra referencia al sol. Siempre el sol. —Se volvió hacia Lawrence—. ¡Pero no es posible que lo creas!

—Samir, si tú puedes creer en maldiciones, ¿por qué no voy a creer yo en la inmortalidad de un hombre?

—Lawrence, estás jugando conmigo. He visto con mis propios ojos los efectos de más de una maldición, amigo mío. ¿Pero un hombre inmortal que vivió en Atenas en tiempos de Pericles, y en Roma bajo la República, y en Cartago con Aníbal? ¿Un hombre que enseñó a Cleopatra la historia de Egipto? Jamás había oído nada parecido.

—Escucha, Samir: «Su belleza siempre me cautivará; y también su coraje y su frivolidad; su pasión por la vida, que parecía sobrehumana en su intensidad, cuando después de todo no era más que un ser humano».

Samir no contestó. De nuevo tenía los ojos fijos en la momia, como si no pudiera apartarlos de ella. Lawrence lo comprendía perfectamente, y por ello le dio la espalda y volvió a sumergirse en la lectura del papiro.

—Lawrence, esta momia está tan muerta como cualquiera de las que he visto en el museo de El Cairo. Este hombre era un escritor, un narrador de historias. Y sin embargo, ese anillo...

—Sí, amigo mío, ya lo he examinado antes con detenimiento; es el sello de Ramsés el Grande, de forma que ya no tenemos sólo un escritor, sino un coleccionista de antigüedades.

¿Es eso lo que quieres que crea?

¿Pero qué quería creer él mismo? Se arrellanó en su silla de campaña y dejó vagar la mirada por la extraña sala. Al cabo de un momento siguió con la traducción.

—«Por ello me retiro a esta cámara aislada; y ahora mi biblioteca se convertirá en mi tumba.

Mis criados uncirán mi cuerpo con aceites y lo envolverán en el mejor lino funerario, como era costumbre en mi tiempo, ya olvidado. Pero no me tocará el cuchillo del embalsamador. Nadie extraerá el corazón y el cerebro de mi cuerpo inmortal.»

Lawrence sintió que la euforia lo invadía. ¿O estaba soñando despierto? Aquella voz...

parecía totalmente real; comprendía su personalidad a través de sus escritos como no le había ocurrido nunca. Pero claro, se trataba de un hombre inmortal...

Elliott estaba emborrachándose, pero nadie se daba cuenta excepto él mismo, que había vuelto a instalarse cómodamente en la barandilla dorada de la galería con un aire despreocupado poco habitual en él. Tenía distinción incluso en sus menores gestos, pero de repente estaba violando sus normas, consciente de que nadie lo notaría, de que nadie se ofendería.

¡Qué mundo tan lleno de sutilezas! ¡Qué horror! Y tenía que pensar en aquel matrimonio; tenía que hablar del matrimonio; tenía que hacer algo con el triste espectáculo de su hijo, obviamente vencido, que, después de contemplar a Julie bailar con otro, subía la escalera de mármol.

—Sólo te pido que confíes en mí —estaba diciendo Randolph—. Te garantizo que el matrimonio se celebrará. Sólo hace falta un poco de tiempo.

—No quiero que pienses que te presiono —respondió Elliott arrastrando las palabras.

Estaba bastante borracho—. Vivo mucho más a gusto en el mundo de mis sueños, Randolph, donde el dinero simplemente no existe. Pero el hecho es que ninguno de los dos puede permitirse esas fantasías. Ese matrimonio es esencial para ambos.

—Entonces iré yo mismo a ver a Lawrence. Elliott se volvió y vio a su hijo a unos pocos pasos, esperando como un colegial el reconocimiento de los adultos.

—Padre, creo que necesito tu consuelo —dijo Alex.

—Lo que necesitas es coraje, jovencito —replicó Randolph secamente—. No me digas que has vuelto a aceptar un no por respuesta.

Alex tomó una copa de champán de la bandeja de un camarero que pasaba junto a ellos.

—Me quiere. No me quiere —dijo Alex suavemente—. La realidad es que no puedo vivir sin ella. Me está volviendo loco.

—Claro que no puedes —respondió Elliott con una risa amable—. Mira, ese patoso de ahí abajo le está destrozando los pies. Estoy seguro de que te estaría muy agradecida si fueras a rescatarla ahora mismo.

Alex asintió, sin apenas notar que su padre le quitaba la copa medio vacía de la mano y la vaciaba de un trago. Enderezó los hombros y volvió a la pista. Tenía una figura perfecta.

—Lo más asombroso —murmuró Randolph para sí— es que lo quiere. Siempre lo ha querido.

—Sí, pero es como su padre: ama su libertad. Y, francamente, no la culpo. A su manera, es demasiado para Alex. Pero él podría hacerla feliz, sé que lo haría.

—Por supuesto.

—Y ella lo haría a él mucho más feliz, y quizá sea la única persona que puede hacerlo.

—Tonterías —lo contradijo Randolph—. Cualquier jovencita de Londres daría un ojo de la cara por tener la oportunidad de hacer feliz a Alex. ¡El decimoctavo duque de Rutherford!

—¿Te parece eso tan importante? ¿Nuestros títulos, nuestro dinero, el mantenimiento de nuestro pequeño mundo decorativo y aburrido? —Elliott miró a su alrededor. Estaba entrando en ese peligroso estado de lucidez en que todo comienza a brillar, en que hasta los granos del mármol tienen sentido, en que uno puede lanzar los discursos más ofensivos—. A veces me pregunto si yo mismo no debería estar en Egipto con Lawrence,
y si
Alex no debería ceder su amado título a alguien.

Pudo ver el pánico en los ojos de Randolph. Dios santo, ¿por qué significaban tanto los títulos para aquellos príncipes del comercio, para aquellos hombres de negocios que lo tenían todo? No se trataba sólo de que Alex pudiera conseguir finalmente a Julie y la fortuna de los Stratford, y que el mismo Alex fuera más fácil de controlar que Julie. Era la perspectiva de pertenecer a la verdadera nobleza, de hijos y nietos corriendo por las praderas de la propiedad de los Rutherford en Yorkshire, de ese miserable Henry Stratford, que intentaría sacar beneficios de la alianza a cualquier precio.

—Todavía no estamos vencidos, Elliott —afirmó Randolph—. Y a mí me gusta tu pequeño mundo decorativo y aburrido. ¿A qué otra cosa vale la pena aspirar?

Elliott sonrió. Si tomaba un sorbo más de champán le diría a Randolph a cuántas cosas más se podía aspirar. Quizá...

—Te amo, inglés —le susurró Malenka. Lo besó y lo ayudó a quitarse la corbata, y la suave caricia de sus dedos en la garganta hizo que se le erizara el vello de la nuca.

Las mujeres eran unas estúpidas maravillosas, pensó Henry Stratford. Pero con aquella egipcia había disfrutado más que con la mayoría. Era una mujer de piel oscura, bailarina de profesión, silenciosa y de una gran belleza, con la que podía hacer exactamente lo que le viniera en gana. Con las putas inglesas uno nunca podía comportarse con tanta libertad.

Pensó que algún día se retiraría a un país oriental con una mujer como aquélla, libre de toda la respetabilidad británica. Es decir, cuando hubiera hecho fortuna en las mesas de juego, cuando hubiera conseguido la gran victoria que necesitaba para ponerse por encima del resto del mundo.

Pero por el momento tenía cosas que hacer. La multitud que se agolpaba delante de la tumba se había duplicado desde media tarde. Y la cuestión era hablar con su tío Lawrence antes de que la gente del museo y las autoridades se apoderasen de él. Si lo abordaba en aquel momento, posiblemente accediera a todo lo que iba a pedirle sólo para que lo dejara en paz.

—Apresúrate, cariño. —Besó a Malenka otra vez y la miró mientras se envolvía en su capa y corría hacia el coche que aguardaba. ¡Qué agradecida se mostraba por los pequeños lujos occidentales que él le ofrecía! Sí, era toda una mujer, y muy diferente de Daisy, su amante londinense; una criatura malcriada y exigente que sin embargo lo excitaba tremendamente, quizá por lo difícil que era complacerla.

Dio un último sorbo a su whisky, cogió el maletín de cuero y salió de la tienda.

Las multitudes le repugnaban. Los motores de los coches y los gritos no habían dejado de molestarlo en toda la noche. Ahora estaba empezando a subir la temperatura y los zapatos ya se le habían llenado de arena.

¡Cómo odiaba Egipto! ¡Cómo odiaba aquellos campamentos en el desierto, y a aquellos asquerosos árabes montados en sus camellos, y a los criados vagos y mugrientos! ¡Cómo odiaba el mundo de su tío!

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