La muerte visita al dentista (3 page)

Read La muerte visita al dentista Online

Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

BOOK: La muerte visita al dentista
10.2Mb size Format: txt, pdf, ePub

¡Cielos! La mujer que le dio las gracias estaba más cerca de los cincuenta que de los cuarenta años. Anteojos sujetos sobre la nariz. Cabellos descoloridos, pero cuidados. Ropas holgadas. Al darle las gracias se le cayeron sus lentes y luego su bolso.

Poirot, por amabilidad, ya que no por galantería, se los recogió.

Ella subió los escalones del número 58 de la calle de la Reina Carlota, y Poirot interrumpió al taxista en la contemplación de la exigua propina recibida.

—Está libre,
hein
?

El conductor repuso de mala gana:

—¡Oh, sí; estoy libre!

—Yo también—dijo Hércules Poirot—. ¡Libre de cuidados!

Observó el aspecto asombrado del taxista.

—No, amigo; no estoy borracho. Es que acabo de ver al dentista y no necesito volver en seis meses. Es una sensación muy agradable.

Capítulo II
-
Three, four, shut the door
[2]
1

A las tres menos cuarto sonó el teléfono.

Hércules Poirot, sentado en un butacón, se hallaba digiriendo tranquilamente el espléndido
lunch
, y, sin moverse, aguardó a que el fiel George atendiera a la llamada.


Eh bien!
—dijo cuando George, con un «Espere un momento, señor», dejaba el auricular.

—Es el inspector Japp, señor.

—¡Ajá!

Poirot acercó el receptor a su oído.


Eh bien, mon vieux 
—dijo—, ¿cómo le va?

—Eso a usted, Poirot.

—Perfectamente.

—Me han dicho que esta mañana fue al dentista. ¿Es cierto?

Poirot murmuró:

—¡Scotland Yard lo sabe todo!

—¿A... a uno llamado Morley, de la calle Reina Carlota, número cincuenta y ocho?

—Sí —la voz de Poirot había cambiado—. ¿Por qué?

—¿Fue una visita intrascendente? Quiero decir... que no fue usted allí con el propósito de irritarle.

—Naturalmente que no. Tuvo que arreglarme tres muelas, si es eso lo que le interesa saber.

—¿Le pareció que estaba... del mismo humor de siempre?

—Yo diría que sí. ¿Por qué?

La voz de Japp no se alteró al decir:

—Porque poco rato después se disparó un tiro.

—¿Qué?

Japp dijo, irónico:

—¿Le sorprende?

—Sí, francamente.

Japp siguió hablando...

—No estoy muy satisfecho. Me gustaría charlar con usted. Supongo que no le importará venir por aquí.

—¿Dónde está usted?

—En la calle Reina Carlota.

—Me reuniré con usted inmediatamente —prometió Poirot.

2

Un agente le abrió la puerta del número 58 preguntando respetuoso:

—¿Mister Poirot?

—El mismo.

—El inspector está arriba en el segundo piso. ¿Sabe dónde es?

—Estuve aquí esta mañana —repuso Hércules Poirot.

Tres hombres hallábanse en la habitación. Japp levantó la cabeza al entrar el detective.

—Celebro verle, Poirot. Ahora íbamos a levantar el cadáver. ¿Quiere verle primero?

Un hombre con un aparato fotográfico, que se hallaba arrodillado al lado del muerto, se le-vantó.

Poirot aproximóse. El cuerpo yacía junto a la chimenea.

El cadáver de mister Morley estaba exactamente igual que en vida, a excepción de una agujerito ennegrecido en su sien derecha. Cerca de su mano extendida veíase un revólver de reducido tamaño.

Poirot movió la cabeza con pesar.

Japp dijo:

—Está bien; podéis sacarlo ya.

Japp y Poirot quedaron solos.

El primero dijo:

—Hemos terminado con los formulismos. Huellas dactilares, etcétera.

Poirot sentóse, diciendo:

—Cuénteme.

Japp humedecióse los labios para decir:


Puede
haberse disparado él mismo. Probablemente se
suicidó
. Solo hemos encontrado sus huellas dactilares en el revólver..., pero no me doy por satisfecho.

—¿Qué tiene que objetar?

—Bueno; para empezar parece que no existe razón alguna para que se suicidara... Gozaba de buena salud, ganaba mucho dinero, no tenía preocupaciones que se sepan, ni estaba ligado a ninguna mujer..., al menos... —Japp corrigiese con precaución—, no tanto que resultase comprometido. No estaba triste ni desanimado. A este respecto deseaba conocer su opinión. Usted le vio esta mañana. ¿Notó algo de particular?

Poirot negó con la cabeza.

—Absolutamente nada. Estaba... ¿Cómo le diré yo?... Muy normal.

—Luego es muy extraño, ¿no le parece? De todas formas, ¿cree usted que un hombre se suicidaría en sus horas de trabajo? ¿Por qué no esperar hasta la noche? Eso es lo más lógico.

Poirot asentía.

—¿Cuándo ocurrió?

—No puede precisarse. Parece ser que nadie oyó el disparo, y lo creo. Hay dos puertas entre esta habitación y el pasillo, y las dos están forradas de bayeta, supongo que para ahogar los gritos de los pacientes.

—Es muy probable. A veces meten mucho ruido.

—Cierto. Y además hay mucho tráfico en la calle y no debería gustarle que se oyera desde aquí.

—¿Cuándo le descubrieron?

—Cerca de la una y media. Lo encontró Alfred Bigg, el botones. Aunque no es un dato muy seguro. Según él, la paciente de las doce y media protestó de que la hicieran aguardar tanto. Sobre la una y diez el botones llamó a la puerta del consultorio. No obtuvo respuesta y no quiso entrar. mister Morley le había reñido varias veces y temía no obrar correctamente. Volvió a bajar y la paciente marchóse furiosa a la una y cuarto... No se lo reprocho. Estar esperando cuarenta y cinco minutos a la hora de la comida...

—¿Quién era?

Japp hizo una mueca.

—Según el botones, miss Shirty; pero en la agenda consta como Kirby.

—¿ Qué sistema seguía para introducir a los clientes?

—Cuando Morley se disponía a recibir al siguiente tocaba ese timbre que ve usted allí y el botones le acompañaba hasta esta habitación.

—¿Y cuándo llamó Morley por última vez?

—A las doce y cinco, y el botones subió con mister Amberiotis, del hotel Savoy, según consta en la mencionada agenda.

Una ligera sonrisa bailó en los labios de Poirot al comentar:

—¡Dios sabe lo que diría el muchacho en vez de un nombre tan difícil!

—¡Figúrese! Se lo preguntaremos si quiere reírse un poco.

Poirot preguntó:

—¿Y a qué hora salió mister Amberiotis?

—El botones no le acompañó a la puerta, así que no lo sabe. Por lo visto muchos pacientes no bajan en el ascensor, y salen solos.

Poirot asintió.

Japp prosiguió:

—Telefoneé al hotel Savoy. Mister Amberiotis ha sido muy exacto. Dijo que había mirado su reloj al salir de la casa y que eran las doce y veinticinco exactamente.

—¿No le ha dicho nada de importancia?

—No, solo que el dentista estuvo muy natural, en sus ademanes y en su aspecto.


Eh bien!
—dijo Poirot—. Entonces está claro. Entre las doce y veinticinco y la una y media tuvo que suceder algo, seguramente más cerca de las doce y media.

—Cierto, porque en otro caso...

—En otro caso hubiera tocado el timbre para que subiera otro cliente.

—Exacto. El informe del forense concuerda: el doctor examinó el cuerpo a las dos y veinte y dice que no pudo morir más tarde de la una, probablemente mucho antes, aunque no quiere asegurar nada.

El detective dijo, pensativo:

—Luego a las doce y veinticinco nuestro hombre es un dentista normal, alegre y educado, competente. Y después, ¿qué? Desesperación, ruina...; lo que sea, y se dispara un tiro.

—Es curioso—dijo Japp—. Tiene que admitir que es curioso.

—Curioso no es la palabra.

—Es verdad, pero es lo que se acostumbra decir. Diré: es extraño, si es que le parece mejor así.

—¿Era suyo el revólver?

—No. No tenía pistola. Nunca la tuvo. Si hemos de creer a su hermana, en su casa no había cosa semejante. Como no la hay en la mayoría. Claro que pudo comprarla si había decidido quitarse la vida. De ser así, pronto lo sabremos.

Poirot preguntó:

—¿Le preocupa algo más?

Japp rascóse la nariz.

—Pues sí. La posición en que le encontramos. Yo no digo que no pudiera caer así, pero no es demasiado real. En la alfombra hay un rastro..., como si hubiesen arrastrado algo.

—Eso es muy sugestivo.

—Sí, a menos que no lo hiciera ese muchacho atolondrado. Tengo el presentimiento de que intentaría mover a Morley cuando le encontró. Claro que lo niega porque está asustado. Es un estúpido. De esos que siempre están metiendo la pata y recibiendo reprimendas, y por eso se acostumbran a mentir casi automáticamente.

Poirot fue observando la estancia pensativo.

El lavabo adosado a la pared detrás de la puerta, la salita que se veía por ella, el sillón y los aparatos quirúrgicos cerca de la ventana; luego, la chimenea, el lugar donde yaciera el cuerpo y la puerta.

Japp siguió su mirada.

—Solo hay una salita pequeña—y abrió la puerta de par en par.

Era, como dijo, una habitación reducida, con un escritorio, una mesa con un quinqué, un servicio de té y algunas sillas. No tenía más puertas.

—Aquí es donde trabaja su secretaria, miss Nevill —explicó Japp—. Parece ser que hoy está ausente.

Sus ojos encontraron los de Poirot, que dijo:

—Eso me contó, ahora que recuerdo. Eso... puede ser un punto contra la idea de suicidio.

—¿Quiere decir que la quitaron de en medio?

Japp hizo una pausa.

—Si no es suicidio, fue asesinato. Pero ¿por qué? Esta idea parece tan descabellada como la otra. Era un sujeto tranquilo e inofensivo. ¿Quién querría asesinarle?

Poirot rectificó:

—¿Quién pudo haberle asesinado?

Japp repuso:

—¡Casi nadie! Su hermana pudo bajar del piso de arriba y matarle, o uno de sus criados lo mismo. Su socio, Reilly, también. El botones. O alguno de sus pacientes, y entre ellos Amberiotis con más facilidad que los demás.

Poirot asintió.

—Pero, en ese caso..., tenemos que hallar la causa.

—Exacto. Hemos llegado al problema básico. El porqué. Amberiotis se hospeda en el Savoy. ¿Piara qué iba a venir un griego acaudalado a matar a un dentista inofensivo?

—Este va a ser el hueso. ¡El
móvil
!

Poirot encogióse de hombros al decir:

—Parece como si la muerte se hubiese equivocado de hombre. El griego enigmático, el rico banquero, el detective famoso, es natural que cualquiera de los tres hubiese sido asesinado, porque los extranjeros misteriosos pueden estar mezclados en espionaje; los ricos banqueros, tener parientes a quienes beneficiar con su muerte, y los detectives famosos, ser un peligro para los criminales.

—Mientras que el pobre Morley no era un peligro para nadie —observó Japp lú-gubremente.

—Eso creo.

Japp dio una vuelta en torno al detective.

—¿Qué está usted pensando?

—Nada. Cierta observación.

Y le refirió el comentario de mister Morley sobre su facilidad para recordar las caras y el paciente que puso por ejemplo.

Japp pareció meditar.

—Es posible; era algo aventurado. Pudo ser alguien que no quiso ser reconocido. ¿No notó nada de particular en otros pacientes esta mañana?

—Observé a uno de ellos en la sala de espera, un joven, que tenía todo el aspecto de un asesino —repuso Poirot.

—¿Como?—dijo Japp, sorprendido.

Poirot sonrió.


Mon cher
, era cuando llegué. Estaba nervioso, fantaseaba; en fin, aprensiones. Todo me parecía siniestro: la sala de espera, los pacientes, hasta la alfombra de la escalera. Ahora creo que al joven debían de dolerle mucho las muelas. Eso es todo.

—Sí, puede ser—aceptó Japp—; sin embargo, investigaremos acerca de ese nombre y de todo el mundo, sea o no suicidio. Creo que lo primero que hay que hacer es volver a interrogar a miss Morley. Solo hemos cruzado unas palabras. Ha sido un gran golpe para ella; pero no es persona que se deje abatir. Vayamos ahora a verla.

3

Arrogante y afligida, Georgina Morley escuchaba a los dos hombres respondiendo a sus preguntas con énfasis:

—¡Me parece increíble que mi hermano se haya suicidado!

Poirot intervino:

—¿Cree posible otra alternativa, señorita?

—¿Quiere decir... asesinato?

Hizo una pausa antes de continuar:

—Es verdad. Esta idea parece casi tan descabellada como la otra.

—Pero no
tanto
, ¿verdad?

—No, porque, ¡oh!, en el primero de los casos yo les hablo de algo que conozco, esto es, el estado de ánimo de mi hermano. Sé que no
tenía
esa idea en el cerebro, y que no había ninguna razón para que se quitara la vida.

—¿Le vio usted esta mañana, antes que empezara su trabajo?

—Sí, a la hora del desayuno.

—¿Y estaba como de costumbre? ¿No le encontró alterado?

—Lo estaba un tanto, pero no en el sentido que usted alude. Simplemente estaba contrariado.

—¿Y por qué causa?

—Le esperaba una mañana de mucho trabajo, y su secretaria y ayudante había tenido que marcharse.

—¿Se trata de miss Nevill?

—¿Cuál es su trabajo?

—Lleva toda su correspondencia y, claro está, anota en la agenda la hora que corresponde a cada cliente, y sus fichas. También se ocupa de esterilizar el instrumental, preparar los empastes y ayudarle en su trabajo.

—¿Hacía tiempo que trabajaba con él?

—Tres años. Es una chica de toda confianza, y nosotros... la apreciamos mucho.

—Me dijo su hermano que tuvo que marcharse por tener una parienta enferma —comentó Poirot.

—Sí. Recibió un telegrama diciendo que su tía había sufrido un ataque. Se fue a Somerset en el primer tren.

—¿Y eso es lo que contrariaba tanto a su hermano?

—Sí...—hubo cierta vacilación en la respuesta de miss Morley, que se apresuró a proseguir—: No deben creer que mi hermano fuese insensible. Es solo que por un momento pensó...

—¿Qué, miss Morley?

—Pues que pudieran haberlo planeado premeditadamente. ¡Oh, comprendan! Yo estoy se-gura de que Gladys no haría nunca una cosa así, y se lo dije a Henry. Pero el caso es que está prometida a un joven bastante indeseable, cosa que contrariaba a mi hermano, y se le ocurrió que ese joven pudiera haberla convencido para que se tomara un día de fiesta.

Other books

5 Frozen in Crime by Cecilia Peartree
Simple Faith by Anna Schmidt
From the Chrysalis by Karen E. Black
Little Men by Louisa May Alcott
Sacrifice by David Pilling
The Surrendered by Chang-Rae Lee
Tomorrow's Paradise World: Colonize by Armstrong, Charles W.