La muerte visita al dentista (9 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

BOOK: La muerte visita al dentista
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Y entonces dijo:

—Me gustaría hablar con su novio.

—Y a mí también, mister Poirot. Pero ahora su único día libre es el domingo. Toda la semana la pasa en el campo.

—¡Ah!, en su nuevo empleo. A propósito, ¿en qué consiste?

—Pues no lo sé con exactitud. Me figuro que alguna secretaría o departamento del Gobierno. Solo sé que tengo que escribirle a Londres y de allí le remiten las cartas.

—Es un poco extraño. ¿No le parece?

—Sí, pero Francis dice que hoy en día es muy corriente.

Poirot la miró unos instantes sin hablar. Al cabo dijo deliberadamente:

—Mañana es domingo. ¿Me harían el honor de comer conmigo en el Logan's Corner House? Me gustaría que discutiéramos este desgradable asunto.

—Gracias, mister Poirot. Yo... Sí, estoy segura de que nos encantará comer en su compañía.

8

Frank Carter era un muchacho joven, de mediana estatura y aspecto elegante. Hablaba deprisa y con facilidad. Sus ojos, demasiado juntos, movíanse inquietos de un lado a otro.

Mostróse receloso y hostil.

—No tenía idea de que íbamos a comer con usted, mister Poirot. Gladys no me dijo nada.

Al hablar dirigía una mirada contrariada a su novia.

—Lo decidimos ayer—sonrió Poirot—. Miss Nevill está muy trastornada por las circunstancias del fallecimiento de mister Morley y quizá si nos uniéramos...

—¿La muerte de Morley? —le interrumpió Francis Carter—. ¡Estoy harto de este asunto! ¿Por qué no puedes olvidarle, Gladys? No ha sido nada extraordinario, que yo sepa.

—¡Oh, Francis!, no creo que debas hablar así. Me ha dejado cien libras. Ayer me dieron la carta en que lo dice.

—Esto está bien. Pero, después de todo, ¿por qué no había de hacerlo? Te hacía trabajar como una negra..., ¿y quién cobraba las facturas importantes? Él, desde luego.

—Bien; es cierto, pero me pagaba un buen sueldo.

—No, según
mis ideas
. Eres demasiado modesta, Gladys querida. Conocía a Morley. Sabes tan bien como yo que hizo lo que pudo para que me dieses calabazas.

—¡Él no comprendía!

—Comprendía perfectamente. Ahora está muerto; de otro modo puedo decirte que hubiese sabido lo que pienso.

—Y fue a decírselo en la mañana de su defunción, ¿verdad? —preguntó el detective con amabilidad.

Francis Carter dijo de malos modos:

—¿Quién le ha dicho eso?

—Fue usted a eso, ¿verdad?

—¿Y qué? Deseaba ver a miss Nevill.

—Pero le dijeron que no estaba.

—Sí, y eso me hizo sospechar bastante. Le dije a ese tonto pelirrojo que esperaría para ver a Morley. Ya duraba demasiado su interés en ponerla contra mí. Quería decirle que ya no era un pobre desgraciado sin trabajo, que tenía un buen empleo y que ya era hora de que Gladys lo supiera y fuera pensando en su
trousseau
.

—Pero no se lo dijo.

—No. Me cansé de esperar en aquel mausoleo oscuro y me fui.

—¿A qué hora salió?

—No me acuerdo.

—Entonces, ¿a qué hora llegó?

—No lo sé. Me figuro que poco después de las doce.

—Y estuvo allí una media hora... ¿Más? ¿Menos?

—Le digo que no lo sé. No soy de esos que siempre están mirando el reloj.

—¿Había alguien más en la sala de espera?

—Había un gordiflón cuando entré, pero no estuvo mucho tiempo. Luego, me quedé solo.

—Así, pues, debió de salir antes de las doce y media, porque a esa hora llegó una dama.

—Puede ser. Aquel lugar me crispaba los nervios.

Poirot contemplábale pensativo. El fanfarrón estaba inquieto. No parecía muy sincero, aunque bien podría ser solo los nervios.

Con tono cordial le dijo el detective:

—Miss Nevill me ha dicho que ha tenido la suerte de encontrar un buen empleo.

—El sueldo es bueno.

—Me dijo que diez libras semanales.

—Sí. No es despreciable, ¿verdad? Demuestra que puedo ganarlo cuando me empeño.

Fanfarroneaba un poco.

—Sí. ¿Es un trabajo pesado?

—No demasiado—contestó Francis, cauteloso.

—¿E interesante?

—¡Oh!, sí, mucho. Hablando de trabajos, siempre me ha interesado saber cómo averiguan las cosas ustedes, los detectives. Supongo que eso de las corazonadas de Sherlock Holmes habrá pasado a la historia. ¿Muchos divorcios?

—Yo no me dedico a eso.

—¿De veras? Entonces no sé cómo vive.

—Me las arreglo, amigo mío, me las arreglo.

—Pero usted siempre está en lo alto, ¿verdad, mister Poirot? —intervino Gladys Nevill—. Así lo decía mister Morley. Quiero decir que a usted lo llama la nobleza, el Ministerio de Gobernación..., duquesas...

Poirot se sonrió para decir:

—Me confunde usted,
mademoiselle
.

9

Poirot, de vuelta a su casa por las calles solitarias, iba pensativo.

Al llegar telefoneó a Japp.

—Perdone que le moleste, inspector; quisiera saber si hizo alguna averiguación con respecto al telegrama que enviaron a Gladys Nevill.

—¿Todavía indagando? Sí, se hizo. El telegrama fue enviado con bastante perspicacia, pues la tía vive en Richbourne, en Somerset, y fue redactado en Richbarn..., ya sabe, el suburbio londinense.

Hércules dijo:

—Sí. Fue una medida inteligente. Si el destinatario miraba desde donde fue remitido, Rich-barn es tan parecido a Richbourne, que convencería.

Hizo una pausa.

—¿Sabe lo que opino?

—¿Qué?

—Que hay un cerebro que dirige este asunto.

—Hércules Poirot quiere que sea asesinato, y tiene que serlo.

—¿Cómo se explica el telegrama?

—Coincidencia. Alguien quiso gastar una broma a la muchacha.

—¿Y por qué?

—¡Oh, por Dios, Poirot! ¿Por qué se hacen estas cosas? Bromas. Inocentadas. Un equivocado sentido del humor, ¡qué sé yo! ¿Por qué es usted tan horriblemente suspicaz?

—Y alguien tuvo la ocurrencia de sentirse con ganas de broma precisamente el día que Morley iba a equivocarse al poner una inyección.

—Pudo haber ciertas causas y efectos. Al hallarse ausente miss Nevill, Morley estuvo más ocupado que de costumbre y, en consecuencia, más predispuesto a cometer un error.

—No me satisface del todo.

—Yo diría... ¿No ve adonde le conduce su punto de vista? Si alguien quiso librarse de miss Nevill, sería probablemente el propio Morley, que hubiese premeditado matar a Amberiotis.

Poirot no contestó. Japp siguió diciendo:

—¿Lo ve?

Poirot repuso:

—A Amberiotis pudieron matarle de otra manera.

—Pero no él. Nadie fue a verle al Savoy. Comió en su habitación. Los médicos dicen que la droga le fue inyectada, no ingerida por vía bucal..., no tenía nada en el estómago. Ahí tiene. Es un caso claro.

—Eso es lo que se pretende que creamos.

—Scotland Yard está conforme.

—¿Y también lo está con lo de la dama desaparecida?

—¿El caso de la Dama Evaporada? No. No puedo decir eso; aún están trabajando en ello. Esa mujer tiene que estar en alguna parte. Uno no puede salir a la calle y desaparecer.

—Pues ella parece que lo hizo.

—De momento. Pero tiene que estar en algún sitio, viva o muerta, y yo no creo que esté muerta.

—¿Por qué no?

—Porque habríamos encontrado su cadáver.

—¡Oh, Japp! ¿Es que los cadáveres aparecen tan pronto?

—Supongo que insinúa que ha sido asesinada y que la encontraremos en una cantera cortada a pedacitos, como mistress Ruxton.

—Al fin y al cabo, usted sabe,
mon ami
, que algunas personas desaparecen y no vuelve a saberse de ellas.

—Muy rara vez, amigo mío. Desaparecen montones de mujeres, pero solemos encontrarlas perfectamente. Nueve de cada diez se hallan en compañía de algún hombre. Pero no creo que este sea el caso de nuestra Mabel, ¿verdad?

—Eso no se sabe nunca —dijo Poirot—. Pero no lo creo. ¿Así que está seguro de poder en-contrarla?

—La encontraremos. Hemos publicado su fotografía en la Prensa y dado su descripción por la B.B.C.

—¡Ah!—dijo Poirot—. Imagino que eso traerá consecuencias.

—No se preocupe. Encontraremos a su bella desaparecida con su ropa interior de lana y todo.

Y colgó.

George entró en la estancia con su habitual parsimonia para depositar sobre la mesita una taza humeante de chocolate con sus correspondientes bizcochos.

—¿Desea algo más el señor?

—Estoy perplejo, George.

—¿De veras, señor? Lo siento.

El detective, muy pensativo, tomó un sorbo de chocolate.

George, que conocía esos síntomas, aguardó en pie. En algunas ocasiones, Hércules Poirot discutía sus casos con su criado. Siempre dijo que encontraba sus comentarios muy acertados.

—Sin duda estarás enterado de la muerte de mi dentista, ¿no es así, George?

—¿Mister Morley? Sí, señor. Muy lamentable. Según tengo entendido, se suicidó.

—Esa es la opinión general. No se suicidó; fue asesinado.

—Sí, señor.

—El problema está, si ha sido asesinado, en ¿quién le mató?

—Cierto, señor.

—Hay solo un número limitado de personas que
pudieron
asesinarle. Es decir, que estaban en la casa... o que
podrían
haber estado cuando sucedió.

—Cierto, señor.

—Esas personas son: la cocinera y la doncella, ambas simples domésticas incapaces de nada semejante. Una hermana que le adora, pero que hereda sus bienes..., no hay que descuidar el aspecto económico. Un socio hábil y eficiente..., sin motivo conocido. Un botones atolondrado, con afición a las novelas de crímenes y, por último, un caballero griego con antecedentes algo dudosos.

George carraspeó:

—Esos extranjeros, señor...

—Exacto. Estoy de acuerdo contigo. El caballero griego es muy sospechoso. Pero ya sabes que ese hombre también murió, y en apariencia fue mister Morley quien le mató, sea intenciona-damente o a causa de una lamentable equivocación. No podemos asegurarlo.

—Puede ser que se matasen mutuamente. Quiero decir que cada uno de ellos tuviese la idea de asesinar al otro, aunque, claro, ignorasen sus respectivas intenciones.

Hércules Poirot le miró aprobadoramente.

—Muy ingenioso, George. El dentista asesina al infortunado caballero sentado ante él, sin saber que la supuesta víctima está aguardando la oportunidad de sacar su revólver. Pudiera ser así, pero a mí me parece muy inverosímil, George. Aún no hemos terminado la lista. Nos quedan otras dos personas que acaso estuvieran en la casa en el momento preciso. Todos los pacientes anteriores a mister Amberiotis fueron vistos al salir, a excepción de uno..., un joven americano. Abandonó la sala de espera a las doce menos veinte y nadie le vio salir de la casa. Debemos contarle como sospechoso. El otro es un tal mister Francis Carter (no era paciente), que llegó a la casa un poco después de las doce con intención de ver a mister Morley. Tampoco le vieron salir. Estos, mi buen George, son los personajes. ¿Qué opinas de ellos?

—¿A qué hora fue cometido el crimen, señor?

—Si Amberiotis fue el asesino, debió de ser entre doce y cinco y doce y veinte. Si le mató otra persona, sería después de las doce y veinticinco; de otro modo, Amberiotis hubiera hallado el cadáver. Ahora, mi buen George, ¿qué tienes que decir sobre este asunto?

El criado meditó antes de decir:

—Me sorprende, señor.

—¿Sí, George?

—Tendrá usted que buscar otro dentista que cuide de su dentadura en el futuro.

Hércules Poirot exclamó:

—Te superas, George. ¡No se me había ocurrido este aspecto del asunto!

Satisfecho, George salió de la habitación.

El detective siguió saboreando su taza de chocolate y considerando los factores expuestos. Sintióse satisfecho. En aquel círculo de personas hallábase la mano que cometiera el crimen no importa por qué motivo.

Sus cejas se unieron al darse cuenta de que la lista estaba incompleta. Había olvidado un nombre, y no debía dejarse ninguno..., ni siquiera el menos sospechoso.

Hubo otra persona en la casa cuando se cometió el crimen.

Y escribió:

«mister Barnes.»

10

George anunció:

—Una señora desea hablar con usted. Está al teléfono, señor.

Una semana antes, Poirot no supo adivinar a su visitante. Esta vez sí acertó.

Reconoció la voz al instante.

—¿Mister Hércules Poirot?

—Al habla.

—Soy Jane Olivera. La sobrina de Alistair Blunt.

—Sí, miss Olivera.

—¿Podría venir a la Casa Gótica, por favor? Hay algo que creo debe saber.

—De acuerdo. ¿A qué hora le parece?

—A las seis y media.

—Allí estaré.

—Espero no haber interrumpido su trabajo.

—En absoluto. Aguardaba su llamada.

Rápidamente colgó el receptor, y sonriente preguntóse qué excusa habría encontrado Jane Olivera para citarle.

Al llegar a la mansión gótica fue conducido directamente a la amplia biblioteca, cuyas ventanas miraban al río. Alistair Blunt, sentado ante el escritorio, jugueteaba distraído con un cortapapeles.

Jane Olivera hallábase en pie ante la chimenea. Una mujer de mediana edad decía, malhu-morada, al entrar Poirot:

—...y creo que mis sentimientos debieran tenerse en cuenta en este asunto.

—Sí, claro, Julia, claro —dijo Alistair Blunt apaciguadoramente al levantarse para saludar a Poirot.

—Y si van ustedes a hablar de horrores, me iré —añadió la buena señora.

—Yo sí, madre —dijo Jane Olivera.

Mistress Olivera salió de la estancia ignorando la presencia del detective.

Alistair Blunt comenzó la conversación.

—Ha sido muy amable al venir, mister Poirot. Creo que ya conoce a miss Olivera. Fue ella quien le llamó.

Jane dijo precipitadamente:

—Es para algo referente a esa mujer desaparecida de que hablan los periódicos. Miss Nósequé Seale. ¿No es algo parecido?

—¿Sainsbury Seale? ¿Sí?

—Es un nombre tan raro; por eso no lo recuerdo. ¿Se lo cuento, o lo haces tú, tío Alistair?

—Es cosa tuya, querida.

Jane volvióse hacia Poirot.

—Puede ser que no tenga importancia, pero creí que debía saberlo.

—¿Sí?

—Sucedió la última vez que tío Alistair fue al dentista. No me refiero al otro día, sino hace tres meses. Le acompañé a la calle Reina Carlota en el Rolls, que luego debía llevarme a Regent Park para reunirme con unos amigos y volver a recogerle. Nos detuvimos ante el número cincuenta y ocho y mi tío se apeó. En aquel momento salía una mujer de la casa..., de mediana edad, cabellos alborotados y vestida con bastante mal gusto. Se hizo a un lado para dejar paso a mi tío, diciendo —la voz de Jane Olivera simulaba un afectado falsete—: «¡Oh mister Blunt! No me recuerda.
Estoy segura
.» Pude ver en el rostro de mi tío que no la recordaba en absoluto.

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