—¿Ha encontrado algo entre los papeles de mistress Chapman?
—Nada en absoluto, señor. No tiene muchos. Algunas cuentas y recibos..., todo local. Pro-gramas de teatro, un par de recetas culinarias recortadas de una revista y un impreso de las misiones de la India.
—Y podemos adivinar quién lo trajo aquí. No tiene aspecto de asesina, y, sin embargo, parece que lo es, y si no, por lo menos cómplice. ¿No vieron a algún extraño aquella noche?
—El portero no recuerda...», pero no creo que se acordase tampoco habiendo tantos pisos... y en una casa que entra y sale tanta gente. No ha olvidado a miss Sainsbury Seale porque al día siguiente le llevaron al hospital y aquella tarde se encontraba bastante mal.
—¿Oyeron algo los ocupantes de los otros pisos?
El sargento movió la cabeza.
—He preguntado en el de arriba y en el de abajo. Nadie recuerda haber oído nada anormal. Los dos tenían la radio conectada.
El forense venía de lavarse las manos.
—¡Qué cadáver tan hediondo! —dijo alegremente—. Avísenme cuando estén ustedes listos, y le clavaremos una tapa de latón.
—Doctor, ¿tiene alguna idea sobre la causa de su fallecimiento?
—Imposible decirlo hasta que haya hecho la autopsia. En la mayoría de los casos les desfiguran el rostro después de muertos, pero se lo diré con seguridad en el depósito de cadáveres. Era una mujer de mediana edad, sana, de cabellos grises en la raíz, aunque teñida de rubio. Puede que tuviera algunas señales en su cuerpo; si no, va a costar identificarla. ¡Oh, ya saben quién era! ¡Espléndido! ¿Qué? ¿Que es la «dama desaparecida» de quien tanto se ha hablado? Ah, yo nunca leo los periódicos; solo hago los crucigramas.
—Ya ve de lo que sirve la publicidad —dijo Japp con amargura al salir el doctor.
Poirot revolvía en el escritorio y cogió un librito de direcciones.
El infatigable Beddoes le dijo:
—Ahí no hay nada de interés... Sombrereras, modistas..., etc. He anotado todas las direcciones particulares.
Poirot abrió el librito por la letra D y leyó: «Doctor Davís, calle Príncipe Alberto 17 Drake & Pompinelli, pescadería.» Y debajo: «
Dentista, mister Morley, calle Reina Carlota
, 58.»
Una lucecita brilló en los ojos del detective a! decir:
—Me parece que no habrá dificultad para identificar el cadáver.
—Pues claro..., no supondrá...—Japp le miro extrañado.
—Quiero estar
seguro
—repuso Poirot con vehemencia.
Miss Morley se había trasladado al campo. Habitaba un hotelito cerca de Hertford, donde recibió a Poirot cordialmente. Desde la muerte de su hermano su rostro habíase vuelto más sombrío, su aire más altivo y su modo de ver la vida en general más exigente. Estaba resentida por los cargos que se hicieron durante el proceso contra el buen nombre profesional de su hermano.
Según ella, Poirot compartía la opinión de que el veredicto del forense fue falso.
Respondió a todas sus preguntas con bastante prontitud y competencia. Todos los papeles profesionales habían sido cuidadosamente archivados por miss Nevill y entregados al odontólogo que había de encargarse de sus pacientes. Algunos de estos se pasaron a mister Reilly, otros aceptaron a su nuevo socio y el resto buscaron otros dentistas.
Miss Morley decía, después de darle todos los informes que pudo:
—Así, que han encontrado a esa mujer, miss Sainsbury Seale, que era paciente de mi her-mano... y
también ha sido asesinada
.
El «también» era desafiador. Recalcó la palabra.
—¿Su hermano no le habló nunca en particular de esa señorita? —le preguntó el detective.
—No. No recuerdo. Me hablaba de sus casos difíciles, de las cosas graciosas que le decían; pero en general no hablábamos mucho de su trabajo. Le gustaba olvidarlo al terminar su tarea. A veces estaba muy fatigado.
—¿Recuerda haber oído hablar de miss Chapman como cliente de su hermano?
—¿Chapman? Creo que no. Miss Nevill es la indicada para informarle sobre este particular.
—Estoy deseando ponerme en contacto con ella. ¿Dónde está ahora?
—Está empleada en casa de un dentista de Ramsgate, según tengo entendido.
—¿Todavía no se ha casado con aquel joven, Frank Carter?
—No. Ni creo que lleguen a casarse. No me gusta ese muchacho, mister Poirot. De Verdad. Es algo raro. No creo que tenga el menor sentido de la moral.
—¿Le cree usted capaz de haber matado a su hermano?
Miss Morley repuso despacio:
—Quizá sí. Tiene un carácter indomable; pero no creo que tuviera motivos ni oportunidad. Ya sabe, ni siquiera porque mi hermano tratara de convencer a Gladys para que le dejase, pues lo hizo siempre con nobleza.
—¿No cree que pudieron sobornarle?
—¿Sobornarle? ¿Para que matase a mi hermano? ¡Qué idea tan extraordinaria!
En aquel momento una doncella morenita entraba con el té. Al cerrarse la puerta tras ella, Poirot preguntó:
—Esa chica estaba en Londres con usted, ¿verdad?
—¿Agnes? Sí, es la doncella. La cocinera se fue..., no quiso venir al campo..., y Agnes lo hace todo. Se está volviendo una buena cocinera.
Poirot conocía el sistema doméstico del número 58 de la calle Reina Carlota. Recorrieron sus dependencias cuando ocurrió la tragedia. Mister Morley y su hermana habitaban los dos últimos pisos de la casa. El de arriba solo tenía una entrada, del patio interior, donde un pequeño montacargas, instalado al lado de un teléfono interior, trasladaba los encargos de las tiendas y los comestibles.
Así, que la única entrada de la casa era la principal, atendida por Alfred. Esto permitió a los policías asegurarse de que nadie pudo entrar aquella mañana.
La cocinera y la doncella habían estado varios años al servicio de los Morley y ambas tenían buen carácter. Así que aunque en teoría era posible que una de ellas bajase a asesinar a su amo, esa posibilidad no fue tenida seriamente en cuenta. Ninguna de las dos se azaró al ser interrogada y no parece haber razón para relacionarlas con su fallecimiento.
Sin embargo, cuando Agnes tendía a Poirot su sombrero y su bastón, le preguntó con desusado nerviosismo:
—¿Se ha sabido algo más de la muerte de mi señor?
Poirot volvióse para mirarla.
—No hemos sacado nada en claro.
—¿Aún siguen pensando que se suicidó por equivocarse al administrar aquella droga?
—Sí. ¿Por qué lo pregunta?
Agnes retorcía la punta de su delantal. Su rostro se alteró y dijo con dificultad:
—La señorita... no lo cree.
—¿Y usted tampoco, quizá?
—¿Yo? ¡Oh, yo no sé nada, señor! Yo solo... quisiera estar segura.
Hércules Poirot le dijo con su voz más amable:
—¿Sería un alivio para usted saber sin lugar a dudas que se suicidó?
—¡Oh, sí, señor —dijo Agnes con prontitud—; ya lo creo!
—¿Por alguna razón especial?
Sus asombrados ojos se encontraron con los del detective. Retrocedió.
—Yo..., yo no sé nada, señor. Solo preguntaba.
«Pero ¿por qué?», se preguntó Poirot al salir de la casa.
De verdad que existía una respuesta para aquella pregunta, más aún no podía adivinar cuál era. De todas formas, sintió que había avanzado un paso más.
Cuando Poirot regresó a su piso le sorprendió la presencia de un visitante inesperado.
Tras el respaldo de un sillón sobresalía una cabeza calva y la figura atildada y menuda de mister Barnes se puso en pie.
Sus ojos brillaban como de costumbre al disculparse.
Había venido, explicó, a devolver la visita a mister Poirot.
Este declaróse encantado de volver a verle.
Ordenó a George que trajera café, a menos que su visitante prefiriera
whisky
con agua de Seltz.
—El café me gusta mucho—dijo mister Barnes—. Me figuro que su criado lo preparará, bien. Muchos sirvientes ingleses no saben.
Después de intercambiar unas cuantas frases corteses, mister Barnes carraspeó y dijo:
—Voy a ser franco con usted, mister Poirot. Es mera curiosidad lo que me trae aquí. Imagino que usted estará al corriente de todos los detalles de este caso bastante curioso. He leído en la Prensa que miss Sainsbury Seale ha sido hallada y que hubo un proceso a causa de Morley, que fue suspendido por falta de pruebas. La causa de la muerte fue atribuida a una fuerte dosis de anestésico.
—Es cierto —dijo Poirot—. ¿Ha oído hablar de Albert Chapman, mister Barnes?
—¡Ah! ¿El esposo de la señora en cuyo piso encontró la muerte miss Sainsbury Seale? Parece ser una persona muy escurridiza.
—¿Casi inexistente?
—¡Oh, no! —dijo mister Barnes—. Existe. ¡Claro que existe!... o
existía
. Oí decir que murió. Pero no hay que hacer caso de rumores.
—¿Quién era?
—No creo que lo digan en el proceso si pueden evitarlo. Sacarían, a relucir la historia del viajante de una fábrica de armamentos.
—¿Que estaba en el Servicio Secreto?
—¡Claro que sí! Pero no debió decírselo a su mujer; es decir, no debía haber continuado perteneciendo al Servicio Secreto después de casado. No es costumbre... cuando se es un verdadero espía.
—¿Y Albert Chapman lo era?
—Sí. Le conocíamos por Q.X. 912. ¡Oh, no digo que tuviese una importancia especial!... Nada de eso. Pero era útil por ser insignificante..., de esas caras que no son fáciles de recordar. Le utilizaban como mensajero por toda Europa. Ya sabe de qué se trata. Se le envía una carta oficial a nuestro embajador en Ruritania... y otra extraoficial que contiene el informe por Q.X. 912..., es decir: mister Albert Chapman.
—Entonces conocerá informaciones valiosísimas.
—Probablemente no —dijo mister Barnes alegremente—. Su trabajo consiste en coger trenes, aviones y barcos, y en explicar
por qué
viaja y
adonde
va.
—¿Y le dijeron que murió?
—Eso es lo que oí; pero no hay que hacer caso de todo lo que se oye. Yo no lo creo.
Poirot le preguntó, mirándole fijamente:
—¿Qué cree usted que le ha sucedido a su esposa?
—No sé —dijo mister Barnes—. ¿Y usted?
—Tengo una idea... Pero es muy confusa.
—¿Le preocupa alguna cosa en particular? —murmuró mister Barnes con simpatía.
Hércules Poirot repuso despacio:
—Sí. La evidencia de mis propios ojos.
Japp entró en la sala en casa de Poirot y dejó caer su bombín sobre la mesa, con tal fuerza, que esta crujió.
—¿Qué demonios piensa usted de todo esto?
—Mi buen Japp, no sé de qué me está hablando.
—¿Qué fue lo que le hizo pensar que el cadáver no era el de miss Sainsbury Seale?
Poirot pareció angustiado al decir:
—Fue su rostro lo que me extrañó. ¿Por qué golpear la cara de una muerta?
—¡Ojalá Morley se halle en el lugar donde se sabe todo! —dijo Japp—. Es posible que le quitaran de en medio para que no pudiera identificarla.
—Hubiese sido mejor que él hubiera podido hacerlo.
—Leatheran, su sucesor, lo hará también. Es un hombre muy capaz y amable y su testimonio es infalible.
Los periódicos de la noche publicaron una noticia sensacional. El cadáver hallado en el piso de Battersea, que se creía era el de miss Sainsbury Seale, fue identificado como el de la esposa de Albert Chapman.
El nuevo dentista del número 58 de la calle Reina Carlota, mister Leatheran, la identificó por su mandíbula y su dentadura, con todas las particularidades detalladas en las fichas profesionales de mister Morley.
Las ropas y el bolso de miss Sainsbury Seale fueron encontradas con el cuerpo; pero ¿dónde estaba miss Sainsbury Seale?
Al salir de la vista del proceso, Japp dijo en tono jovial a Poirot:
—¡Buen trabajo!..., pero ya sabe que yo tampoco estaba satisfecho con el cadáver. No se golpea el rostro de una muerta por placer. Es algo desagradable, y estaba bien claro que fue hecho por algún motivo. Y solo existe uno: para encubrir su identidad —y añadió con generosidad—: pero yo no hubiese caído tan pronto.
—Y eso que las características eran las mismas —dijo Poirot con una sonrisa—. Mistress Chapman era elegante, atractiva y vestía a la última moda. Miss Sainsbury Seale era descuidada y no usaba colorete ni
rouge
. Pero las dos eran cuarentonas, recias y de la misma estatura y constitución, y ambas se teñían el pelo de rubio.
—Sí, claro, visto
así
; pero tiene que admitir una cosa..., la rubia Mabel no fue sincera con nosotros. Hubiese jurado que era una buena persona.
—Pero ¡si lo era, amigo mío! Conocemos toda su vida pasada.
—Ignorábamos que fuese capaz de cometer un asesinato. Y ahora resulta que Sylvia no mató a Mabel, sino que fue Mabel quien asesinó a Sylvia.
Hércules Poirot movió la cabeza preocupado. Le costaba reconocer a Mabelle Sainsbury Seale como asesina. En sus oídos aún resonaba la vocecilla irónica de mister Barnes: «Busque entre la gente respetable.» Mabelle Sainsbury Seale evidentemente lo fue.
—Voy a terminar este caso, Poirot —dijo Japp, con énfasis—. Esta mujer no volverá a engañarme.
Al día siguiente Japp le llamó por teléfono. Su voz tenía un tono curioso.
—Poirot, ¿quiere saber unas cuantas novedades? Se acabó, muchacho, se acabó.
—
Pardon
. La línea no está quizá bien conectada. No entiendo bien.
—Se acabó, muchacho, ¡se acabó! ¡Vaya un día! ¡Ya podemos cruzarnos de brazos!
Poirot, sorprendido, captó la amargura de su voz.
—¿Qué se acabó?
—Las pesquisas. La alarma. La publicidad. Todos esos ardides.
—Todavía no lo entiendo.
—Bien; escuche, escuche con atención, porque no puedo mencionar nombres. ¿Sabe lo que andamos buscando? ¿Sabe que estábamos barriendo el país en busca de un bicho comediante?
—Sí, sí. Ahora comprendo.
—Pues bien. Se da por terminado. Tenemos orden de que no se hable más de ello, que se olvide. ¿Me entiende ahora?
—Sí, sí; pero ¿por qué?
—Orden del maldito Ministerio de Negocios Exteriores.
—¡Es extraordinario!
—Sí, sucede pocas veces.
—¿Por qué harán eso con la señorita..., con ese bicho comediante?