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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

La muerte visita al dentista (13 page)

BOOK: La muerte visita al dentista
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—No les importa un comino. Es por la publicidad... Si se llega a un proceso podría salir a relucir A. C: el cadáver. ¡Ahí está el misterio! No conviene que su esposo..., mister A. C... ¿Me comprende?

—Sí, sí.

—Estará en algún lugar estratégico por el extranjero y no querrán que se sospeche de él. ¡Vaya usted a saber qué hay tras todo esto!

—¡Pchs!

—¿Qué ha dicho?

—Nada,
mon ami
, ha sido una exclamación.

—¡Ah! Creí que estaba acatarrado. Dejando escapar a esta dama lo veo todo negro.

—No se escapará—dijo Poirot sin alzar la voz.

—¡Le digo que tenemos las manos atadas!

—Las suyas, quizá; las
mías
, no.

—¡Mi buen Poirot! Luego, ¿piensa continuar?


Mais, oui,
hasta la muerte.

—Bueno, pero no deje que sea su muerte. Si este asunto continúa como empezó, es probable que le manden por correo una tarántula envenenada.

Al colgar el receptor se dijo: «¿Por qué habré empleado esa frase melodramática «Hasta la muerte»?
Vraiment
, eso es absurdo.»

3

La carta llegó en el correo de la tarde, escrita a máquina a excepción de la firma.

«Mister Poirot:

Le estaré muy agradecido si viene a verme mañana. Tengo que hacerle un encargo. ¿Qué le parece a las doce y media en mi casa de Chelsea? Si no le va bien, telefonee a mi secretario y quede de acuerdo con él para otro día. Le ruego disculpe esta carta tan corta.

Suyo afectísimo,

Alistair Blunt.»

Poirot se disponía a leer la misiva por segunda vez cuando sonó el teléfono.

Hércules se preciaba de adivinar por el sonido del timbre la condición de la llamada.

En esta ocasión estaba seguro de que era muy significativa. No sería un número equivoca-do..., ni ninguno de sus amigos.

Se levantó para descolgar el auricular. Dijo con su voz amable de acento extranjero:

—¿Diga?

Una voz anónima preguntó:

—¿Qué número tiene usted, por favor?

—El siete mil doscientos setenta y dos, de Whitehall.

Se hizo un silencio y luego habló otra voz de mujer.

—¿Mister Poirot?

—Sí.

—¿Mister Hércules Poirot?

—Sí, yo soy.

—Mister Poirot, usted ha recibido, o está a punto de recibir una carta.

—¿Con quién hablo?

—No es necesario que lo sepa.

—Muy bien. Esta tarde he recibido ocho cartas y tres recibos,
madame
.

—Luego ya sabe a qué carta me refiero. Será mejor que renuncie al encargo que se le ha anunciado, mister Poirot.


Madame
, eso debo decirlo yo.

—Le estoy advirtiendo, mister Poirot —dijo la voz con frialdad—, que no toleraremos su intervención.
No se mezcle en este asunto
.

—¿Y si no hago caso?

—Entonces daremos los pasos necesarios para que no haya que temer su intervención en lo sucesivo...

—Eso es una amenaza,
madame
.

—Solo le pedimos que sea razonable... por su propio bien.

—¡Es usted muy magnánima!

—Usted no puede alterar el curso de los acontecimientos.
¡No se meta en lo que no es de su incumbencia!
¿Comprende?

—¡Oh, sí, comprendo! Pero considere que la muerte de mister Morley

es de mi incumbencia.

—La muerte de Morley fue solo un accidente —dijo la voz—. Se interpuso en nuestros pla-nes.

—Era un ser humano,
madame
, y murió antes que sonara su hora.

—No tiene importancia.

Poirot habló despacio, pero amenazador:

—Se equivoca.

—Fue culpa suya. No quiso ser razonable.

—Yo también renuncio a serlo.

—Entonces es usted tonto.

Y se oyó cómo colgaban el receptor.

Poirot preguntó: «¿Diga?», y al no obtener respuesta colgó a su vez. No se tomó la molestia de preguntar a la central desde dónde fue hecha la llamada. Con seguridad, desde un teléfono público.

Lo que le desconcertaba era el hecho de que había oído aquella voz en alguna parte. Trató de recordar inútilmente. ¿Sería la voz de miss Sainsbury Seale?

Según recordaba, la de Mabelle era aguda, algo afectada y de dicción bastante exagerada. Esta otra era distinta..., aunque podía ser que miss Sainsbury Seale la hubiese desfigurado. Después de todo, en sus buenos tiempos fue actriz y podía cambiar la voz con bastante facilidad. Su timbre era tan distinto, según su memoria.

Mas esta explicación no le satisfizo. No. Le recordaba la voz de otra persona. No muy conocida, pero que estaba seguro había oído una o dos veces.

«¿Por qué —se preguntaba— se ha molestado en llamar para amenazarme? ¿Es que creyeron que me detendrían sus amenazas? Por lo visto, sí. ¡Qué malos psicólogos!»

4

Los periódicos de la mañana trajeron noticias sensacionales. Habían disparado contra el primer ministro cuando salía con un amigo del número 10 de la calle Downing la tarde anterior. Afortunadamente, la bala pasó rozándole. El autor del hecho, un indio, había sido detenido.

Después de leerlos, Poirot tomó un taxi hasta Scotland Yard, siendo introducido en el despacho de Japp, que le recibió con los brazos abiertos.

—¡Vaya, las noticias le han traído aquí! ¿Ha mencionado algún periódico quién es «el amigo» que estaba con el primer ministro?

—No. ¿Quién es?

—Alistair Blunt.

—¿De veras?

—Y —prosiguió Japp— tenemos razones para creer que la bala iba dirigida a él y no al pri-mer ministro. Es decir, a no ser que el indio fuese peor tirador de lo que es.

—¿Quién es?

—Un loco estudiante hindú. Medio desnudo, como van ellos. No fue cosa suya. Le indujeron a hacerlo. Su captura dio algo de trabajo. Ya sabe que siempre hay un grupo de gente frente al número diez de esa calle. Cuando sonó el disparo, un joven americano agarró a un hombrecillo barbudo diciendo a la Policía que había sido él. Mientras tanto el indio los contemplaba tranquilamente..., pero uno de los nuestros le había visto y le capturó.

—¿Quien es ese americano?—preguntó Poirot con interés.

—Un joven llamado Raikes. ¿Por qué? ¿Qué pasa?

Poirot respondió:

—Howard Raikes se hospeda en el hotel Holborn Palace.

—Sí, es verdad. ¿Quién?... ¡Ah, claro! Por eso me sonaba el nombre. Es el paciente que salió corriendo de casa de Morley cuando este se suicidó.

Hizo una pausa.

—¡Este asunto va tomando incremento! ¿Aún sigue teniendo ideas sobre esto, Poirot?

—Sí, aún las tengo—repuso el detective gravemente.

5

En la Casa Gótica, Poirot fue recibido por el secretario del banquero, un joven alto y muy educado.

—Lo siento mucho, mister Poirot, y también mister Blunt. Pero ha tenido que ir a la calle Downing a causa del lamentable incidente de anoche. He llamado a su piso, pero usted ya había salido.

El joven continuó con rapidez:

—Mister Blunt le ruega acepte pasar el fin de semana en su finca de Kent. Ya sabe: en Exsham. De ir, pasaría a buscarle en su coche mañana por la tarde.

Poirot vacilaba y el joven le convenció.

—Mister Blunt está deseando verle.

—Gracias. Dígale que acepto—dijo Poirot con una inclinación de cabeza.

—¡Magnífico! Mister Blunt estará encantado. ¿Le parece bien que le pase a recoger a eso de las seis menos cuarto? ¡Oh, buenos días, mistress Olivera!

La madre de Jane Olivera acababa de entrar. Iba vestida con elegancia, y un sombrero colocado en la frente ocultaba parte de su peinado muy
soignée
.

—¡Oh, mister Selby! ¿Le ha dicho algo mister Blunt sobre las sillas del jardín? Quería hablar con él anoche, porque nos vamos este fin de semana y...

Mistress Olivera reparó en el detective y se detuvo.

—¿Conoce a mistress Olivera, mister Poirot?

—Ya he tenido el placer de conocerla —y se inclinó.

—¡Oh! ¿Cómo está usted? —repuso mistress Olivera—. Mister Selby, ya sé que Alistair Blunt es un hombre demasiado ocupado y que no da importancia a éstos detalles domésticos.

—No se preocupe —le dijo el eficiente mister Selby—. Me habló de ello y telefoneé a mister Deevers.

—Bien, eso me quita un peso de encima. Ahora, mister Selby, si usted quisiera decirme...

Mistress Olivera siguió charlando. Según Poirot, se parecía bastante a una gallina. ¡Una gallina grande y gorda! Parloteando se acercaba a la puerta.

—... ¿y está usted seguro de que estaremos solos este fin de semana?

—¡Hum!—mister Selby carraspeó—. mister Poirot viene también.

Mistress Olivera se detuvo y miró a Poirot con manifiesto desagrado.

—¿Es verdad eso?

—Mister Blunt ha tenido la amabilidad de invitarme—dijo Poirot.

—¡Qué extraño! Usted me perdonará, mister Poirot; pero mister Blunt me dijo que deseaba pasar este fin de semana tranquilo y
en familia
.

—Mister Blunt tiene grandes deseos de que venga mister Poirot—dijo Selby con firmeza.

—¡Oh! ¿De veras? No me dijo nada.

Se abrió la puerta y Jane preguntó, impaciente:

—¿Vienes, mamá? ¡Nuestra cita es a la una y cuarto!

—Ya voy, Jane. No seas impaciente.

—Bueno, apresúrate, por lo que más quieras... ¡Hola, mister Poirot!

De pronto se puso seria y angustiada.

—Mister Poirot viene a Exsham con nosotros a pasar el fin de semana —dijo la madre con frialdad.

—¡Ah, ya!

Jane Olivera dejó paso a su madre, pero antes de seguirla se volvió.

—¡Mister Poirot!

Era un mandato. Poirot se aproximó a ella, que le habló en voz baja.

—¿Viene usted a Exsham? ¿Por qué?

El detective encogióse de hombros.

—Ha sido idea de su tío.

Jane dijo:

—Pero él no puede... No puede... ¿Cuándo le invitó? ¡Oh, no hay necesidad de...!

—¡Jane!

Su madre la llamaba desde el vestíbulo, y Jane se apresuró a susurrar:

—¡Quédese! No vaya, por favor.

Y se fue. Poirot las oyó discutir.

«No voy a tolerar esos modales, Jane. Tomaré mis medidas para que no te mezcles en es-to...»

—Entonces, un poco antes de las seis —le decía el secretario—, mister Poirot.

Poirot hizo un gesto mecánico de asentimiento. Estaba inmóvil como quien acaba de ver un fantasma. Pero fue su oído y no su vista lo que le impresionó. Las dos frases que llegaron hasta él eran bastante parecidas a las que oyera por teléfono, y ahora ya sabía por qué la voz le era familiar.

Al salir a la luz del sol se preguntó: «¿Mistress Olivera?» Pero eso era imposible. No pudo ser ella quien le hablara por teléfono.

«Una mujer insustancial, egoísta, avara. ¿Cómo acababa de calificarla interiormente? ¿Gallina gorda?
C'est ridicule!
—dijose el detective—. Mis oídos debieron de engañarme, y, sin embargo...»

6

El Rolls llegó puntualmente, poco antes de las seis, para recoger a Poirot. Los únicos ocupantes eran Alistair Blunt y su secretario. Por lo visto, mistress Olivera y Jane se fueron más temprano en otro coche.

El viaje transcurrió sin incidentes, Blunt habló casi exclusivamente de su jardín y de la próxima exposición de horticultura.

Poirot le dijo que celebraba hubiese escapado de la muerte, a lo que Blunt repuso:

—¡Oh, eso...! No creo que el muchacho disparase contra mí. De todas formas, no tiene la más remota idea de cómo se hace. Es uno de esos estudiantes medio locos. No tienen picardía. Creen que un disparo contra el primer ministro puede cambiar el curso de la Historia. Es una verdadera lástima.

—Debe de haber sufrido otros atentados, ¿verdad?

—Parece melodrama —repuso Blunt con un ligero respingo—. No hace mucho me enviaron una bomba por correo. No estalló. Si esos jóvenes no son capaces de inventar un explosivo más eficaz, ¿qué clase de negocios esperan realizar? Siempre son los mismos tipos..., cabellos largos, idealistas de mentalidad corta sin un ápice de cultura. Yo no soy inteligente..., ni nunca lo fui..., pero sé leer y escribir y conozco la aritmética. ¿Comprende lo que quiero significar?

—Creo que sí, pero expliqúese mejor.

—Pues bien: si leo algo escrito,
entiendo lo que dice...
, no le hablo de cosas complicadas, fórmulas o filosofía..., sino del inglés comercial..., que muchos desconocen. Si quiero escribir,
escribo lo que deseo
(he descubierto que no todas las personas pueden). Y, como ya le he dicho, sé aritmética. Si Juan tiene ocho plátanos y Pedro le quita diez, ¿cuántos plátanos le quedan a Juan? Esta es la clase de resta que la gente cree de solución sencilla. No admiten, primero, que Pedro no puede quitarle diez plátanos, y segundo, que no puede sobrar ninguno.

—Y convierten la solución en un juego de ilusión.

—Exacto. Los políticos son así. Pero yo siempre he procurado conservar el sentido común. Bueno, no debo hablar de mi profesión. Es una mala costumbre. Además, me gusta no pensar en los negocios cuando salgo de Londres. Me gustaría conocer alguna de sus
aventuras
. Leo muchas historias emocionantes detectivescas, ¿cree usted que ocurren en la vida real?

La conversación versó durante el resto del viaje sobre los casos más espectaculares de Hércules Poirot. Alistair Blunt le escuchó como un colegial ávido de detalles.

Este ambiente de cordialidad se heló al llegara Exsham, donde mistress Olivera les dispensó un frío recibimiento. Hizo caso omiso de Poirot, dirigiéndose exclusivamente a su anfitrión y a mister Selby.

Este último acompañó al detective a su habitación.

La casa era muy bonita, no demasiado grande, pero amueblada según el estilo que Poirot observó en Londres. Todo era bueno, aunque sencillo. El servicio, admirable. La cocina, inglesa, no europea..., los manjares y los vinos encantaron al detective. Un consomé perfecto, lenguado a la parrilla, costillas de cordero con guisantes y fresas con nata.

Poirot estaba tan a gusto entre tantas atenciones, que apenas reparó en la frialdad de mistress Olivera ni en los bruscos modales de su hija, Jane. Por lo visto, le demostraba su hostilidad. Al final de la comida Poirot preguntóse el porqué.

—¿Helen no cena con nosotros esta noche? —preguntó Blunt, tras observar a los comensales con curiosidad.

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