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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

La muerte visita al dentista (14 page)

BOOK: La muerte visita al dentista
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Los labios de mistress Olivera se unieron hasta formar una delgada línea.

—La pobre Helen se ha cansado demasiado en el jardín. Le he dicho que sería mejor que no se vistiera para la cena y se acostara. En seguida me obedeció.

—¡Ah, ya! —Blunt pareció extrañado—. Creí que los fines de semana serían una distracción para ella.

—¡Helen es tan sencilla! Le gusta acostarse temprano —dijo mistress Olivera.

Cuando Poirot se reunió con las señoras en la sala, Blunt se había retirado a conversar con su secretario y Jane Olivera decía:

—A tío Alistair no le gusta que te portes tan fríamente con Helen Montresor, mamá.

—¡Qué tontería! —dijo mistress Olivera con energía—. Alistair es demasiado bueno con los parientes pobres... Es muy amable al dejarla disfrutar de balde de la casita, pero de eso a pensar que ha de participar en todas las reuniones... ¡Es absurdo! Solo es prima segunda. ¡No creo que Alistair tenga obligaciones con ella!

—Es orgullosa a su manera —dijo Jane—, y trabaja mucho en el jardín.

—Eso demuestra todo un carácter —dijo mistress Olivera—. Los escoceses son muy inde-pendientes y se los respeta por ello.

Se arrellanó cómodamente en el sofá, y sin advertir la presencia de Poirot añadió:

—Tráeme la revista
Lov Dawn
. Trae un artículo de Lois van Schuyler.

Alistair Blunt apareció bajo el dintel de la puerta.

—Mister Poirot, tenga la bondad de venir a mi habitación.

El santuario de Alistair Blunt era un cuarto rectangular situado en la parte posterior de la casa, cuyas ventanas daban al jardín; muy cómodo, con amplios butacones y canapés, y con cierto desorden que lo hacía muy acogedor.

No es necesario decir que Hércules Poirot hubiera preferido más simetría y orden.

Después de ofrecer un cigarro a su huésped y prender fuego a su pipa, Alistair Blunt pasó directamente a hablar de lo que le interesaba.

—Hay muchas cosas que no me satisfacen. Me estoy refiriendo a esa mujer, Sainsbury Seale. Por razones de su incumbencia, sin duda perfectamente justificadas, las autoridades han dejado de investigar. Yo no sé con exactitud quién es Albert Chapman ni lo que hace...; pero sea lo que sea es algo de vital importancia y es de esa clase de negocios que pueden conducirle a una situación embarazosa. No conozco los pros y los contras, pero el primer ministro dijo que no podía consentirse más publicidad y que cuanto antes lo olvidase el público, mejor. Eso está bien. Es la opinión oficial y saben lo que es necesario. Así es que la Policía tiene las manos atadas —se inclinó hacia adelante—.
Pero yo quiero saber la verdad, mister Poirot
, y usted es el hombre que puede ayudarme. A
usted
no se lo impide el Gobierno.

—¿Qué quiere que yo haga, mister Blunt?

—Quiero que encuentre a esa mujer.

—¿Viva o muerta?

—¿Cree usted posible que haya muerto? —Alistair Blunt enarcó las cejas.

Hércules Poirot permaneció en silencio unos instantes, y luego dijo, despacio y con energía:

—Si desea saber mi opinión..., solo es una simple opinión..., creo que sí, que está muerta.

—¿Por qué lo cree?

Hércules Poirot sonrió.

—Si no le pareciese una falta de sentido común, le diría que a causa de un par de medias que encontré en un cajón.

Blunt le miró con curiosidad.

—Es usted un hombre extraño, mister Poirot.

—Sí, lo soy. Es decir, soy metódico, ordenado y lógico..., aunque no descarto los factores desconcertantes para formar mis teorías..., eso, por lo visto, es excepcional.

—He estado dándole vueltas al asunto en mi cabeza..., me cuesta bastante comprender las cosas... ¡Y todo es tan extraño! Me refiero al suicidio del dentista y luego a esa mistress Chapman enterrada en su propio arcón con la cara destrozada. ¡Qué horror! No puedo dejar de pensar que
algo se esconde tras todo esto
.

Poirot asintió. El millonario seguía diciendo:

—¿Y sabe usted?... Cuanto más lo pienso..., estoy seguro de que esa mujer no conoció nunca a mi esposa. Que fue solo un pretexto para hablar
conmigo
; pero ¿por qué? ¿Qué bien podía hacerle? Una limosna que ni siquiera era para ella, sino para una sociedad. Y, sin embargo, sigo pensando que fue un ardid para detenerme en la escalera de mi casa. ¡Fue tan oportuno! ¡Tan bien calculado! Pero ¿por qué? Eso es lo que no dejo de preguntarme. ¿Por qué?

—¿Por qué? También yo quisiera saberlo... y no puedo dar con ello.

—¿No tiene ninguna idea?

—Mis ideas son extremadamente infantiles. Quizá fue un ardid para que alguien pudiera verle con tranquilidad. Pero eso también es absurdo. Usted es un hombre conocido y es mucho más fácil decir: «Mira, es aquel que sale ahora de su casa.»

—De todas formas, ¿para qué querían fijarse en mí?

—Mister Blunt, trate de recordar la mañana en que fue al dentista. ¿Notó algo raro en mister Morley? ¿No recuerda nada que pudiera darnos una pista?

Alistair Blunt hizo un esfuerzo por recordar. Al cabo movió la cabeza.

—Lo siento. No recuerdo.

—¿Está usted seguro de que no mencionó a esa mujer..., miss Sainsbury Seale?

—Seguro.

—¿Ni a la otra..., esa mistress Chapman?

—Tampoco, no me habló de nadie. Charlamos de flores, jardines, vacaciones..., nada más.

—¿No entró nadie en la habitación mientras estuvo usted allí?

—A ver..., no. Creo que no. En otras ocasiones recuerdo haber visto a una joven rubia. Pero aquel día no estaba. ¡Ah, sí! Entró otro dentista, ahora me acuerdo... un joven con acento irlandés.

—¿Y qué es lo que dijo o hizo?

—Solo le hizo un par de preguntas y salió. Morley fue muy conciso, porque solo le entretuvo un par de minutos.

—¿Y no recuerda más? ¿Nada en absoluto?

—No. Lo encontré muy natural.

—Yo también le encontré completamente normal.

Se hizo un silencio, y al fin Poirot habló:

—¿Y no recuerda a un joven que estaba en la sala de espera?

—Deje que piense —Alistair Blunt frunció el entrecejo—. Sí. Había un joven... bastante nervioso. Pero no le vi nada de particular. ¿Por qué?

—¿Le conocería si volviera a verle?

—Apenas me fijé en él.

—¿No intentó entablar conversación?

—No, no.

Blunt le miró con franca curiosidad.

—¿Quién es ese hombre?

—Su nombre es Howard Raikes.

Poirot esperó su reacción, pero no la hubo.

—¿Tengo que conocerle? ¿Le he visto en alguna parte?

—No. No lo creo. Es amigó de su sobrina, miss Olivera.

—¡Ah, uno de los amigos de Jane!

—Me parece que su madre no aprueba esa amistad.

—No creo que eso haga mella en ella —dijo Alistair Blunt con indiferencia.

—Su madre reprueba esa amistad hasta el punto de que ha traído a su hija de los Estados Unidos con intención de apartarla de ese hombre.

—¡Ah! —el rostro de Blunt expresó inteligencia—. ¿Es ese muchacho?

—¡Ajá! Ahora parece más interesado.

—Creo que es un indeseable en todos aspectos, y está mezclado en muchas actividades subversivas.

—He sabido por su sobrina que fue a la calle Reina Carlota solo para verle.

—¿Para tratar de convencerme?

—Pues... no. Más bien creo que fue a ver si usted le agradaba.

—¡Qué cinismo!—dijo indignado el banquero.

Poirot se dignó sonreír.

—Parece ser que usted representa todo lo que él desaprueba.

—Él sí que pertenece a la clase de hombres que aborrezco. Se pasa el tiempo predicando en vez de dedicarse a un trabajo honrado.

Poirot guardó silencio durante unos instantes. Luego, añadió:

—¿Me perdona si le hago una pregunta muy personal e impertinente?

—Pregunte.

—En el caso de fallecer usted, ¿cuáles son las condiciones testamentarias?

—¿Para qué quiere saberlo?

—Porque es posible que tenga mucha importancia en este caso.

—¡Qué tontería!

—Puede ser que sí y puede ser que no.

—Creo que se está poniendo trágico, Poirot. No están tratando de asesinarme... ni nada parecido.

—Una bomba a la hora del desayuno..., un disparo en medio de la calle...

—¡Oh! Cualquier hombre que se desenvuelve en el mundo de los negocios está expuesto a estos atentados de algunos locos fanáticos.

—Pudiera ser alguien que no fuese ni loco ni fanático.

—¿Adonde quiere ir a parar?

—Sin más rodeos, quiero saber quién se beneficiaría de su muerte.

—Principalmente el hospital de San Eduardo. El de cancerosos y el Instituto Real de Ciegos.

—¡Ah!

—Además dejo una cantidad a mi sobrina Julia Olivera, otra equivalente, aunque en custodia, a su hija Jane, y otra similar a mi prima segunda, única parienta, Helen Montresor, que ha venido a menos y ocupa una casita de mi propiedad en esta localidad.

Hizo una pausa antes de añadir:

—Esto, mister Poirot, es estrictamente confidencial.

—Desde luego,
monsieur
, desde luego.

Alistair Blunt prosiguió con sarcasmo:

—Supongo que no sugerirá que Julia o Jane Olivera o mi prima Helen Montresor están planeando mi muerte por cobrar mi dinero.

—No sugiero nada..., nada en absoluto.

—¿Y tomará el encargo que le he hecho?

—¿La búsqueda de miss Sainsbury Seale? Sí, lo haré.

Alistair Blunt dijo de corazón:

—Buen muchacho.

7

Al abandonar la estancia, Poirot casi tropieza con una persona que estaba detrás de la puerta.

—Le ruego me perdone,
mademoiselle
.

Jane Olivera se hizo a un lado.

—¿Sabe lo que pienso de usted?


Eh bien, mademoiselle?

No le dio tiempo a concluir. La pregunta fue hecha con intención de contestarla acto se-guido.

—...Que es usted un espía. ¡Eso es lo que es! Un espía miserable y rastrero, que va metiendo cizaña.

—Le aseguro,
mademoiselle
...

—¡Sé lo que anda buscando! ¡Y las mentiras que cuenta! ¿Por qué no lo reconoce? Bien, voy a decirle una cosa: no descubrirá
nada, absolutamente nada
. ¡No hay nada que descubrir! Nadie va a tocar un pelo de la preciosa cabeza de mi tío Alistair. Está a salvo..., como siempre...; ¡presumido, próspero y lleno de vulgaridades! Es un inglés glotón sin pizca de imaginación.

Se detuvo y con su voz agradable y pastosa dijo con odio:

—¡Aborrezco su presencia..., detective
bourgeois
y sanguinario!

Y se alejó entre el revuelo de su vestido, un modelo de mucho precio.

Hércules Poirot quedó atusándose el bigote, con los ojos muy abiertos y las cejas arqueadas.

El epíteto
bourgeois
le cuadraba muy bien. Su visión de la vida era esencialmente burguesa; pero empleado como epíteto por la exquisita Jane Olivera, le daba mucho que pensar.

Y pensativo dirigióse al salón.

Mistress Olivera, que estaba resolviendo problemas de ajedrez, dedicóle la más glacial de sus miradas y murmuró, distraída:

—Alfil blanco come a la reina negra.

Dolido, el detective se retiró.

«Cielos, parece que nadie me quiere», se dijo.

Y salió al jardín. Hacía una noche apacible y el perfume de madreselvas embalsamaba el ambiente. Poirot aspiró con fruición y echó a andar por un sendero bordeado de arbustos.

Al volver un recodo vio dos figuras que se separaban.

Le pareció haber interrumpido una escena amorosa, y se dispuso a volver sobre sus pasos. Incluso en aquel lugar estorbaba. Pasó ante la ventana de Alistair Blunt y le vio dictando a su secretario.

En definitiva, no :había lugar para él, y subió a su cuarto.

Durante un rato fue considerando varios aspectos de la situación.

Debió de equivocarse al creer que la voz de la llamada telefónica fuese la de mistress Olivera. ¡Parecía una idea absurda!

Recordó las revelaciones de mister Barnes sobre las misteriosas andanzas de Q.X. 912,
alias
Albert Chapman, y la mirada ansiosa y preocupada de Agnes, la doncella...

Siempre lo mismo..., la gente se reserva muchas cosas. Por lo general, sin importancia, pero a menos que salgan a relucir es imposible seguir una pista segura.

Y el peor obstáculo para ordenar y aclarar las cosas era el misterio insoluble y contradictorio de miss Sainsbury, Seale. Porque si los factores que había observado eran ciertos..., entonces nada tenía sentido.

—¿Es posible que me esté haciendo viejo?

Capítulo VI
-
Eleven, twelve must delve
[6]
1

Después de pasar la noche inquieto, Hércules Poirot se levantó temprano al día siguiente. El día era apacible y quiso repetir el paseo de la noche anterior.

Las lindes de los senderos estaban en plena floración, y aunque él prefería otra disposición más simétrica de las flores, por ejemplo, el estilo de los arriates de los geranios rojos que se ven en Ostende, no pudo dejar de reconocer que aquel encerraba el espíritu y la perfección de un jardín inglés.

Prosiguió su paseo por la rosaleda, qué le entusiasmó, y por los vericuetos de un rincón estilo alpino y rocoso, hasta llegar a la valla que le separaba del huerto.

Allí pudo observar a una mujer robusta, vestida con falda y chaqueta, de cejas negras y cabellos cortos, que charlaba: con voz de marcado acento escocés con el primer jardinero. Por lo que se veía, la conversación no era del agrado de este último.

La voz de miss Helen Montresor tenía un tono sarcástico, y Poirot escabullóse por un sendero lateral. Otro jardinero, que, según viera Poirot, estaba descansando sobre la azada, empezó a cavar con mucho afán. Poirot se aproximó. El muchacho trabajaba de espaldas al detective, que se detuvo para observarle.

—Buenos días—le dijo amistosamente.

El otro respondió:

—Buenos días, señor.

Pero no se detuvo.

Poirot sorprendióse un tanto. Sabía por experiencia que un jardinero, aunque parezca enfrascado en su trabajo, gusta de hacer un alto y dejar correr el tiempo si uno le aborda directamente.

Por eso le extrañó. Estuvo unos minutos observándole. ¿Por qué sus hombros le parecían familiares? Hércules Poirot pensó que iba tomando la costumbre de encontrar familiares las voces y las personas, aunque no se lo fuesen en absoluto. ¿Es que, como temiera la noche pasada, se iba haciendo viejo?

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