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Authors: Audrey Niffenegger

La mujer del viajero en el tiempo (52 page)

BOOK: La mujer del viajero en el tiempo
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—Bueno... La verdad es que yo... Es una visita de la clase y el grupo... No puedo permitirle que separe a la niña del grupo, y la verdad es que no sé a ciencia cierta si usted es el señor DeTamble.

—Llamemos a mamá —propone Alba, quien corre hacia su mochila y saca de su interior un teléfono móvil. Presiona una tecla y oigo que el teléfono está marcando. Advierto rápidamente que este artilugio me ofrece un montón de posibilidades.

Alguien coge el teléfono al otro extremo y Alba pregunta:

—¿Mamá? Estoy en el Instituto de Arte de Chicago... No, estoy bien. Oye, mamá, ¡papá está aquí! Dile a la señora Cooper que se trata de él, ¿quieres? Sí, vale, adiós.

Alba me tiende el teléfono. Titubeo, pero recobro la compostura.

—¿Clare? —Oigo que se ha quedado sin aliento— ¿Me oyes, Clare?

—¡Henry! ¡Dios mío, no puedo creerlo! ¡Ven a casa!

—Lo intentaré...

—¿De qué época vienes?

—Del año 2001. Justo antes de que naciera Alba —le explico, sonriendo a mi hija, quien se recuesta contra mí, cogiéndome la mano.

—Quizá sea mejor que me acerque yo.

—Ganaríamos tiempo. Escucha, ¿puedes decirle a su maestra que soy quien digo ser?

—Claro... ¿dónde estarás?

—En los leones. Ven lo más rápido que puedas, Clare. Esto no durará mucho.

—Te quiero.

—Te quiero, Clare. —Dudo, y entonces tiendo el teléfono a la señora Cooper, quien mantiene una breve conversación con Clare, hasta que esta última de algún modo la convence para que me permita llevarme a Alba hasta la entrada del museo, donde nos encontraremos con ella.

Le doy las gracias a la señora Cooper, que ha resultado ser alguien que sabe solventar con tacto situaciones francamente delicadas, y Alba y yo nos vamos de la mano, pasamos por el ala Morton, bajamos la escalera de caracol y entramos en las cerámicas chinas. Mi mente funciona veloz. ¿Qué pregunto primero?

—Gracias por los vídeos —me dice Alba—. Mamá me los regaló por mi cumpleaños.

¿Qué vídeos?

—Sé hacer el Yale y el Master, y ahora estoy trabajando el Walters.

Cerraduras. Está aprendiendo a abrir cerraduras.

—Fantástico. Sigue así. Escucha, Alba.

—Dime, papá.

—¿Qué es una PCD?

—Una persona cronodesplazada.

Nos sentamos en un banco que hay delante del dragón de porcelana de la dinastía Tang. Alba se sienta frente a mi, con las manos en el regazo. Tiene el mismo aspecto que tenía yo a los diez años. Me cuesta mucho creer lo que estoy viendo. Alba todavía no ha nacido y la tengo frente a mí, Atenea surgida en toda la extensión de la palabra. Me sitúo a su altura.

—¿Sabes? Es la primera vez que te veo.

Alba sonríe.

—Encantada.

Es la niña más dueña de sí misma que haya conocido jamás. La examino con atención: ¿dónde está Clare en esta muchachita?

—¿Nos vemos a menudo?

—No mucho —responde tras valorarlo durante unos segundos—. Hace un año, más o menos. Te vi varias veces cuando tenía ocho años.

—¿Qué edad tenías cuando fallecí? —le pregunto sin aliento.

—Cinco años.

Santo Dios. No podré superarlo.

—¡Lo siento! Oh, no tendría que haberlo dicho, ¿verdad? —Alba está acongojada y yo la abrazo, la atraigo hacia mí.

—No pasa nada. He sido yo quien te lo ha preguntado, ¿no? —Suspiro hondo—. ¿Cómo está Clare?

—De acuerdo. Triste.

Sus comentarios me hieren, y me doy cuenta de que no quiero saber nada más.

—¿Qué me cuentas de ti? ¿Qué tal te va en la escuela? ¿Qué estás aprendiendo?

Alba sonríe.

—En la escuela no aprendo lo que se dice gran cosa, pero estoy leyendo muchos libros sobre instrumentos antiguos, y sobre Egipto; y mamá y yo estamos leyendo
El señor de los anillos
, y también estoy aprendiendo un tango de Astor Piazzolla.

¿A los diez años? Caray.

—¿Con el violín? ¿Quién es tu profesor?

—El abuelo.

Durante unos instantes pienso que se refiere a mi abuelo, y entonces me doy cuenta de que habla de mi padre. Esto es fantástico. Si mi padre dedica su tiempo a Alba, debe de ser muy buena.

—¿Eres buena? —Vaya pregunta más grosera.

—Sí, soy buenísima.

Gracias a Dios.

—Yo nunca fui bueno en música.

—Eso es lo que dice el abuelo —dice Alba riendo—. Pero a ti te gusta la música.

—Me encanta la música. Solo que no puedo tocarla.

—¡Oí cantar a la abuela Annette! ¡Fue algo precioso!

—¿En qué disco?

—La vi de verdad. En la Ópera Lírica. Estaba cantando
Aida.

¡Es una PCD, igual que yo! Oh, mierda.

—Así que viajas a través del tiempo.

—Claro. —Alba sonríe feliz—. Mamá siempre dice que tú y yo somos exactamente iguales. El doctor Kendrick dice que soy un prodigio.

—Y eso, ¿por qué?

—Porque a veces puedo ir a donde quiero. —Alba parece satisfecha de sí misma; la envidio tanto.

—Y si lo deseas, ¿puedes quedarte el tiempo que quieras?

—Bueno, eso no —confiesa con aire atribulado—, pero me gusta. Quiero decir que a veces no es de lo más conveniente, diría yo, pero... es interesante, ¿sabes?

Sí, sí lo sé.

—Ven a verme, si puedes elegir la época que quieras.

—Lo he intentado. Una vez te vi en la calle; ibas con una mujer rubia; pero me pareció que quizá estarías muy ocupado.

Alba se ruboriza y, de repente, es Clare quien me atisba desde sus ojos durante una fracción infinitesimal de segundo.

—Era Ingrid. Salí con ella antes de conocer a tu madre. —Me pregunto qué debíamos de estar haciendo, Ing y yo, por aquel entonces, para que Alba se haya quedado tan desconcertada; siento una punzada de remordimiento por el hecho de haberle causado tan mala impresión a esta sobria y encantadora niña—. Hablando de tu mamá, deberíamos ir a la puerta principal a esperarla.

El zumbido agudo se ha instalado en mis oídos, y solo espero que Clare llegue antes de que me haya ido. Alba y yo nos levantamos y nos apresuramos hacia la escalinata delantera. Estamos a finales de otoño, y Alba no lleva abrigo, así que nos envolvemos con el mío. Me apoyo en el saliente de granito que sostiene a uno de los leones, de cara al sur, y Alba se recuesta contra mí, embutida dentro de mi abrigo, presionada contra mi torso desnudo, con solo su carita saliendo a la altura de mi pecho. Es un día de lluvia. El tráfico fluye por la avenida Michigan. Estoy ebrio del amor sobrecogedor que siento por esta niña sorprendente, que se incrusta contra mí como si me perteneciera, como si jamás fueran a separarnos, como si dispusiéramos de todo el tiempo del mundo. Me aferró a este momento, luchando contra la fatiga y el tirón de mi propia época. «Deja que me quede», imploro a mi cuerpo, a Dios, al Padre Tiempo, a Papá Noel, a cualquiera que pueda estar escuchando. Deja que vea a Clare, y regresaré en paz.

—Ahí viene mamá —dice Alba.

Un coche blanco, desconocido para mí, se dirige veloz hacia nosotros. Se detiene en el cruce y Clare salta fuera del automóvil, dejándolo donde está, interrumpiendo el tráfico.

—¡Henry!

Intento emularla y correr a su encuentro, pero me desplomo en la escalinata y levanto los brazos hacia ella. Alba me coge y grita algo, Clare está solo a unos metros de mí, y empleo mi última reserva de voluntad para mirarla. Me parece verla tan lejos que le digo lo más claramente posible: «Te quiero», y desaparezco. Maldita sea. ¡Maldita sea!

19.20 horas, viernes 24 de agosto de 2001

Clare tiene 30 años, y Henry 38

C
LARE
: Estoy echada en la tumbona del patio rodeada de libros y revistas y con un vaso a medio beber de limonada, colocado a la altura de mi codo, en el que ya se han diluido los cubitos. Empieza a refrescar un poco. Antes estábamos a veintinueve grados, pero ahora sopla la brisa y las cigarras cantan su canción de finales de verano. Quince aviones han sobrevolado el jardincillo con destino a O'Hare, desde orígenes desconocidos. Mi vientre se yergue frente a mí, andándome a este lugar. Henry se marchó ayer a las ocho de la mañana y empiezo a sentir miedo. ¿Qué sucederá si me pongo de parto y él no está aquí? ¿Qué pasará si tengo el bebé y todavía no ha vuelto? ¿Y si está herido? ¿Y si está muerto? ¿Qué ocurrirá si muero yo? Los pensamientos se suceden mordiéndose la cola, como esas pieles rarísimas que las señoras viejas solían llevar alrededor del cuello, con el rabo metido entre los dientes del animal, y dan vueltas y más vueltas hasta que ya no soporto ese pensamiento ni un solo minuto más. Por lo general, me gusta zambullirme en un torbellino de actividad; me preocupo por Henry mientras restriego el estudio, hago nueve coladas, o bien estiro tres gruesas de papel. Sin embargo, ahora estoy echada aquí, varada por mi vientre bajo el sol de la tarde de nuestro patio trasero, mientras Henry anda por ahí... dedicado vaya usted a saber a qué. Oh, Dios mío. Haz que regrese. Ahora.

Sin embargo nada sucede. El señor Panetta aparece por el callejón con el coche, y la puerta de su garaje se abre con un chirrido para cerrarse a continuación. Una camioneta de Good Humor pasa por delante. Las luciérnagas dan comienzo a sus festividades nocturnas, pero no hay ni rastro de Henry.

Me está entrando hambre. Voy a morir de inanición en el jardincillo porque Henry no está en casa para preparar la cena. Alba se retuerce en mi vientre y me propongo levantarme e ir a la cocina para prepararme algo de comer. Sin embargo, decido hacer lo que siempre hago cuando Henry no está en casa para alimentarme. Me levanto, despacio, por etapas, y entro en la casa con paso reposado. Cojo el bolso, enciendo alguna luz, salgo por la puerta delantera y la cierro con llave. Me sienta bien moverme. De nuevo me quedo sorprendida, es algo que me deja bastante atónita, de la enormidad que tan solo acusa una parte de mi cuerpo, como alguien a quien le ha dado mal resultado la cirugía plástica, como una de esas mujeres de una tribu africana cuya idea de la belleza exige lucir un cuello, unos labios o unos lóbulos de las orejas extremadamente alargados. Equilibro mi peso con el de Alba, y ejecutando esta danza siamesa nos dirigimos al restaurante tailandés Opart.

El restaurante está fresquito y lleno de gente. Me acompañan hasta una mesa que hay frente a la luna central. Encargo unos rollitos de primavera y fideos Pad Thai con tofu, una dieta simple y fácil de digerir. Bebo un vaso entero de agua. Alba presiona mi vejiga y tengo que ir al lavabo. Cuando regreso, la comida ya está en la mesa. Mientras como, imagino la conversación que mantendría con Henry si él estuviera aquí. Me pregunto por dónde andará. Repaso mentalmente mis recuerdos; intentando asociar al Henry que se esfumó ayer, mientras se ponía los pantalones, con cualquier otro Henry que he visto durante mi infancia. En fin, esto es una pérdida de tiempo; tendré que esperar a que sea él mismo quien me cuente la historia. A lo mejor ya ha vuelto. Tengo que controlarme para no salir disparada del restaurante e ir a casa a comprobarlo. Llega el entrante. Exprimo lima sobre los fideos y me los llevo a la boca. Visualizo a Alba, diminuta y sonrosadita, acurrucada dentro de mí, comiendo Pad Thai con unos pequeños y finísimos palillos. La imagino con el pelo negro y largo, y los ojos verdes. Me sonríe y dice: «Gracias, mamá». Yo también le sonrío, y le contesto: «De nada, es un verdadero placer». Lleva un animalito de peluche que se llama Alfonso, al cual obsequia con tofu. Termino de comer y me quedo unos minutos sentada para descansar. Alguien de la mesa de al lado enciende un cigarrillo. Pago y me marcho.

Avanzo tambaleante por la avenida del Oeste. Un coche de adolescentes puertorriqueños me grita algo que no entiendo. Ya de vuelta a casa, y mientras rebusco en mi bolso para encontrar las llaves, Henry abre la puerta de par en par y, echándome los brazos al cuello, exclama:

—Gracias a Dios.

Nos besamos. Estoy tan aliviada de verlo que tardo unos minutos en darme cuenta de que él también está tremendamente contento de verme.

—¿Dónde estabas? —inquiere Henry.

—En Opart. ¿Y tú?

—No me dejaste ninguna nota, llegué a casa y no estabas, y pensé que habrías ido al hospital. Los llamé, pero me dijeron que no...

Me echo a reír, no puedo parar. Henry parece perplejo. Cuando logro articular unas palabras es para decirle:

—Ahora ya sabes lo que se siente.

—Lo siento —repone Henry sonriendo—, pero es que... No sabía dónde estabas, y sentí pánico. Pensé que me perdería lo de Alba.

—No me has contado dónde estabas tú.

Henry sonríe.

—No vas a creerte lo que voy a contarte. Concédeme un minuto. Sentémonos.

—Echémonos mejor. Estoy molida.

—¿Qué has hecho durante el día?

—Tumbarme por ahí.

—Pobre Clare, no me extraña que estés cansada.

Entro en el dormitorio, enciendo el aire acondicionado y bajo las persianas. Henry se desvía hacia la cocina y reaparece al cabo de unos minutos con refrescos. Me acomodo sobre la cama y acepto mi ginger ale; Henry se quita los zapatos de un puntapié y se instala a mi lado con una cerveza en la mano.

—Cuéntamelo todo.

—Muy bien. —Levanta una ceja y abre la boca, pero la cierra sin pronunciar palabra—. No sé cómo empezar.

—Vomítalo todo.

—Tengo que empezar diciendo que puedo asegurarte que esto es lo más extraño que me ha sucedido jamás.

—¿Más extraño que nuestra historia?

—Sí. Quiero decir que eso al menos parecía natural: chico conoce a chica...

—¿Más extraño que ver morir a tu madre una y otra vez?

—Bueno, a estas alturas eso ya forma parte de una rutina terrible. Es una pesadilla que tengo de vez en cuando. No, esto era surrealista —comenta Henry, pasándome la mano por el vientre—. Fui hacia el futuro, y la verdad es que estuve ahí, ¿sabes?, entré con buen pie, y me encontré con nuestra hijita, la que ahora vive dentro de ti.

—Oh, Dios mío... ¡Qué celos que me das! Es... Uauuu.

—Sí. Tenía unos diez años. Clare, es tan increíble... Es lista, tiene dotes musicales y... muchísima confianza en sí misma, no se inmuta por nada...

—¿Qué aspecto tiene?

—Es como yo. Es una versión de mí mismo en chica. Es decir, es bonita y tiene tus ojos, pero en general se parece muchísimo a mí: pelo negro, pálida, con ricitos... aunque su boca es más pequeña que la mía, y no tiene las orejas salidas. Llevaba el pelo largo y rizado, y tenía mis manos, los dedos largos, es alta... Era como una gatita.

BOOK: La mujer del viajero en el tiempo
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