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Authors: Audrey Niffenegger

La mujer del viajero en el tiempo (53 page)

BOOK: La mujer del viajero en el tiempo
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Perfecto. Perfecto.

—Me temo, sin embargo, que mis genes han podido con ella... De todos modos, tenía tu personalidad. Un saber estar sorprendente... La vi con un grupo de alumnos en el Instituto de Arte mientras hablaba de las pajareras de Joseph Cornell, y dijo algo tan estremecedor sobre él... que, de algún modo, supe quién era; y ella me reconoció.

—Bueno, eso era de esperar. —Sé que tengo que preguntárselo—. ¿Acaso ella...? ¿Ella es...?

Henry titubea.

—Sí —me dice al final—. Lo es.

Nos quedamos los dos en silencio.

—Ya lo sé. —Henry me acaricia el rostro.

Tengo ganas de llorar.

—Clare, parecía muy feliz. Se lo pregunté... y me dijo que le gustaba —confiesa Henry sonriendo—. Me dijo que era interesantísimo.

Los dos nos reímos, un poco forzados al principio, pero luego, para mi sorpresa, reímos a carcajadas, hasta que nos duele la cara, hasta que las lágrimas nos surcan las mejillas. Porque, sin duda alguna, es interesante, muy pero que muy interesante.

Cumpleaños

Miércoles 5 de septiembre y jueves 6 de septiembre de 2001

Henry tiene 38 años, y Clare 30

H
ENRY
: Clare ha estado yendo arriba y abajo de la casa todo el día como un tigre enjaulado. Las contracciones son cada veinte minutos más o menos.

—Intenta dormir un poco —le digo, y ella se echa en la cama unos minutos y luego vuelve a levantarse.

A las dos de la mañana se duerme finalmente. Me acuesto junto a ella, despierto; observo cómo respira, escucho los ruiditos quejosos que emite, jugueteo con su pelo. Estoy preocupado, a pesar de lo que sé, aunque he visto con mis propios ojos que todo irá bien, y Alba nacerá sin problemas. Clare se despierta a las tres y media de la madrugada.

—Quiero ir al hospital —me dice.

—Quizá deberíamos llamar a un taxi —le propongo—. Es una hora intempestiva.

—Gómez dijo que le llamáramos sin importarnos la hora que fuera.

—De acuerdo.

Marco el número de Gómez y Charisse. El teléfono suena dieciséis veces, y entonces Gómez descuelga y se pone al aparato; es como si una voz proviniera del fondo del mar.

—¿Meh?

—Eh, camarada. Ya ha llegado el momento. Farfulla algo que suena como «huevos con mostaza» y Charisse se pone al teléfono para decirme que ya salen. Cuelgo, llamo a la doctora Montague y le dejo un mensaje en el contestador. Clare está arrodillada a cuatro patas, y se balancea adelante y atrás. Me tumbo en el suelo junto a ella.

—Clare, oye.

Levanta los ojos, sin dejar de balancearse.

—Henry... ¿por qué decidimos volver a intentarlo?

—Se supone que cuando todo ha terminado, te dan un bebé y dejan que te lo quedes.

—Ah, claro.

Quince minutos después subimos al Volvo de Gómez, quien bosteza mientras me ayuda a maniobrar para introducir a Clare en el asiento trasero.

—Ni se te ocurra empaparme el coche de líquido amniótico —le dice en un tono amigable a Clare.

Charisse se apresura y entra en casa para recoger unas bolsas de basura con las que cubrir los asientos. Saltamos dentro y nos ponemos en marcha. Clare se recuesta contra mí y me obliga a aferrar sus manos.

—No me dejes.

—Claro que no. —Capto la mirada de Gómez por el retrovisor.

—Duele. ¡Oh, Dios!, ¡cómo duele!

—Piensa en otra cosa, en algo agradable.

Vamos zumbando por la avenida del Oeste en dirección sur. Apenas hay tráfico.

—Dime en qué...

Intento encontrar algún recuerdo, y me viene a la memoria mi reciente visita a la infancia de Clare.

—¿Recuerdas el día que fuimos al lago, cuando tenías doce años? Fuimos a nadar, y me contaste que te había venido la regla.

Clare está asiendo mis manos con una fuerza capaz de destrozarme los huesos.

—¿Ah, sí?

—Sí, te sentías algo violenta, pero absolutamente orgullosa de ti misma... Llevabas un biquini rosa y verde, y unas gafas de sol amarillas con la montura de corazones.

—Ya me acuerdo... ¡Ayyy! Oh, Henry, duele, duele muchísimo...

Charisse se vuelve e interviene en la conversación.

—Vamos, Clare, solo es el bebé que se apoya en tu columna vertebral; tienes que volverte, ¿de acuerdo?

Clare intenta cambiar de posición.

—Ya hemos llegado —anuncia Gómez, girando hacia la zona de carga y descarga de las urgencias del Hospital de la Caridad.

—Tengo pérdidas —nos informa Clare.

Gómez detiene el coche, salta y me ayuda a sacar a Clare del automóvil con suavidad. Ella da dos pasos y rompe aguas.

—Justo a tiempo, gatita —exclama Gómez.

Charisse se adelanta y corre hacia el hospital con nuestros papeles, Gómez y yo la seguimos despacio, ayudando a Clare a entrar por urgencias y caminar por largos pasillos hasta llegar al ala de obstetricia. Clare se queda de pie, apoyada contra el mostrador de las enfermeras, mientras ellas le preparan la habitación con toda tranquilidad.

—No me dejes —me susurra Clare.

—No te preocupes —le repito.

Ojalá pudiera estar seguro de mis palabras. Tengo frío y algo de náuseas. Clare se vuelve y se apoya en mí. La rodeo con mis brazos. El bebé es una redondez dura colocada entre los dos. «Sal, sal de donde estés.» Clare jadea. Una enfermera gorda y rubia viene y nos dice que la habitación ya está lista. Nos dirigimos al cuarto en tropel. Clare se agacha enseguida en el suelo y se pone a gatas. Charisse empieza a colocar las cosas: la ropa en el armario, los artículos de aseo en el baño. Gómez y yo seguimos de pie, observando a Clare con impotencia. Esta se queja. Gómez y yo nos miramos, y él se encoge de hombros.

—Oye, Clare, ¿no te apetecería un baño? Te encontrarás mejor sumergida en agua caliente.

Clare asiente. Charisse le dedica unos aspavientos a Gómez, echándolo de la habitación.

—Creo que iré a fumarme un cigarrillo —aventura este último, y se marcha.

—¿Quieres que me quede? —le pregunto a Clare.

—¡Sí! No te vayas... Quédate donde pueda verte.

—De acuerdo.

Entro en el baño para dejar correr el agua de la bañera. Los baños de los hospitales me ponen los pelos de punta. Siempre huelen a jabón barato y carne enferma. Abro el grifo y espero que el agua se caliente.

—¡Henry! ¿Estás ahí? —grita Clare.

Asomo la cabeza hacia el dormitorio.

—Estoy aquí.

—Entra —ordena Clare, y Charisse ocupa mi lugar en el baño.

Clare profiere un sonido que jamás le había oído a ningún ser humano, un gruñido profundo y desesperado de agonía. ¿Qué le he hecho? Pienso en esa Clare de doce años que ríe, rebozada de arena mojada sobre una toalla, con su primer biquini, en la playa. Oh, Clare, lo siento, lo siento mucho. Una enfermera mayor, de raza negra, entra y le comprueba el cuello del útero.

—Buena chica —le dice a Clare, mimándola—. Seis centímetros.

Clare asiente, sonríe y luego hace una mueca. Se agarra el vientre y se dobla en dos, quejándose con mayor intensidad. La enfermera y yo la sujetamos. Clare boquea para coger aire, y luego empieza a gritar. Amit Montague entra y corre hacia ella.

—Niña, niña, niña, tranquila...

La enfermera empieza a dar a la doctora Montague una gran cantidad de información que carece de significado para mí. Clare solloza. Me aclaro la garganta y me sale como un graznido:

—¿Y si le ponemos la epidural?

—¿Qué opinas, Clare?

Clare asiente. Varias personas se amontonan en la habitación con tubos, agujas y máquinas. Sigo cogiéndole la mano a Clare, y le observo el rostro. Está echada de costado, gimoteando, con la cara mojada por el sudor y las lágrimas, mientras el anestesista cuelga un suero e inserta una aguja en su espina dorsal. La doctora Montague la examina, y frunce el ceño ante el monitor fetal.

—¿Qué pasa? —le pregunta Clare—. Algo va mal.

—Los latidos del corazón son muy rápidos. Tu hijita está asustada. Tienes que calmarte, Clare, y así el bebé se calmará, ¿de acuerdo?

—Es que duele tanto...

—Eso es porque la niña es grande.

La voz de Amit Montague es queda, balsámica. El musculoso anestesista de bigote de morsa me mira, aburrido, desde el otro lado del cuerpo de Clare.

—Bueno, ahora vamos a administrarte un pequeño cóctel, ¿eh? —informa la médica—. Un poco de narcótico, algo de analgésico, y no tardarás en relajarte, y la niña también se tranquilizará, ¿de acuerdo?

Clare asiente; y la doctora Montague sonríe.

—Y tú, Henry, ¿cómo estás?

—No demasiado relajado —apunto, intentando sonreír. Me vendría muy bien algo de lo que le están poniendo a Clare. Empiezo a acusar una ligera doble visión; respiro hondo y el efecto desaparece.

—Bueno, esto va mejorando, ¿lo notas? —dice la doctora Montague—. Es como un nubarrón que pasa, el dolor desaparece, nos lo llevamos y lo dejamos a un lado de la cuneta, entero, y tú y la pequeñita os quedáis aquí, ¿vale? Va a ser muy bonito, lo haremos paso a paso, no hay ninguna prisa...

La tensión abandona el rostro de Clare, que tiene los ojos fijos en la doctora. Las máquinas pitan. El cuarto está en penumbra. Fuera el sol se levanta. La doctora Montague está observando el monitor fetal.

—Dile que te encuentras bien, y ella se encontrará bien. Cántale una canción, ¿quieres?

—Alba, no pasa nada —dice Clare en voz baja. Entonces me mira—. Recita el poema de los amantes sobre la alfombra.

Me quedo en blanco, y luego recuerdo. Me siento algo cohibido por tener que recitar a Rilke delante de toda esa gente, pero empiezo:

—«Engel!: Es wáre ein Platz, den wir nicht wissen...»

—Dilo en nuestra lengua —me interrumpe Clare.

—Lo siento.

Cambio de postura, me siento junto al vientre de Clare, dando la espalda a Charisse, la enfermera y la médica, y deslizo la mano bajo su camisa abotonada y tirante. Puedo notar el perfil de Alba a través de la piel caliente de su madre.

—¡Ángel! —le digo a Clare, como si estuviéramos en nuestro lecho, como si hubiéramos estado levantados toda la noche por culpa de alguna misión menos trascendental,

»Ángel: si hubiese una plaza que no conocemos, y allí, sobre una alfombra inefable mostraran los amantes lo que aquí nunca llegaron a poder: sus audaces y altas figuras de corazón impetuoso, sus atalayas de placer, sus escalas que hace ya mucho tan solo se apoyaban entre sí, temblando, donde nunca hubo suelo y pudiesen hacerlo, ante un corro de espectadores, de innumerables muertos sin sonido: ¿Arrojarían estos sus últimas monedas, las siempre ahorradas y ocultas, que no conocemos, las eternamente válidas de la felicidad, ante aquella pareja que por fin sonríe de verdad sobre la apaciguada alfombra?

—Ya está —dice la doctora Montague, apagando el monitor—. Ya nos hemos serenado.

Nos sonríe a todos, y cruza la puerta con sigilo, seguida de la enfermera. Sin querer, capto la mirada del anestesista, cuya expresión dice sin ambages: «¿Qué clase de conejito eres tú, a ver?».

C
LARE
: Está saliendo el sol y sigo echada y atontada sobre esta cama ajena, en este dormitorio rosa, y en algún lugar de ese país extranjero que es mi útero, Alba gatea hacia casa, o bien escapa de ella. El dolor ha menguado, pero sé que no se ha ido muy lejos, que acecha en algún lugar, en alguna esquina o bajo la cama, y que saltará encima de mí cuando menos lo espere. Las contracciones van y vienen, remotas, ahogadas como el tañer de las campanas entre la niebla. Henry está echado junto a mí. La gente entra y sale. Tengo ganas de vomitar, pero no lo hago. Charisse me ofrece un sorbete en un vaso de papel; me sabe a rancio. Observo los tubos y las luces rojas y parpadeantes y pienso en mi madre. Respiro. Henry me contempla. Parece muy tenso y desgraciado. Empiezo a preocuparme de nuevo por si se desvanece.

—No pasa nada —le digo.

Henry asiente y me acaricia el vientre. Estoy sudando. ¡Hace tanto calor aquí dentro! La enfermera entra y comprueba mi estado. Amit viene a examinarme. Sin embargo, en cierto modo estoy sola con Alba entre toda esa gente. «No pasa nada —le digo—. Lo estás haciendo muy bien, no me haces daño.» Henry se levanta y empieza a caminar arriba y abajo hasta que le digo que se detenga. Siento como si todos mis órganos cobraran vida, y cada cual tuviera sus propios objetivos, y un tren que tomar. Alba va excavando un túnel en mi interior, de cabeza; una excavadora de carne y hueso que hiende mi carne y mi hueso, socavándome las entrañas. La imagino nadando en mi interior, la imagino cayendo en la quietud de un estanque matutino, y el agua abriéndose bajo el efecto de la velocidad. Imagino su rostro. Quiero verle la cara. Le digo al anestesista que quiero sentir algo. Progresivamente la somnolencia cede y el dolor regresa, pero ahora se trata de un dolor distinto. Es un dolor soportable. El tiempo transcurre.

El tiempo transcurre y el dolor empieza a desplegarse, como una mujer de pie, frente a una tabla de planchar, que pasara la plancha de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, sobre un mantel blanco. Amit entra en la habitación y dice que ya ha llegado el momento, la hora de ir a la sala de partos. Me han rasurado y lavado, me trasladan a una camilla y me llevan por los pasadizos. Observo cómo se deslizan los techos, y Alba y yo también avanzamos a nuestro mutuo encuentro acompañadas de Henry. En la sala de partos todo es verde y blanco. Huelo a detergente, y me acuerdo de Etta, y quiero que esté conmigo, pero ella se encuentra en Casa Alondra del Prado. Levanto los ojos hacia Henry, que lleva botines quirúrgicos, y me sorprendo de que estemos aquí en lugar de estar en casa, y entonces noto como si Alba surgiera de mí, precipitándose hacia el exterior, y empujo sin pensar, una y otra vez, como en un juego, como en una canción.

—¡Eh! ¿Adonde ha ido el padre?

Miro alrededor pero Henry ha desaparecido. No está en la sala de partos y pienso: «¡Maldita sea su estampa!», aunque no, no lo digo en serio. Alba ya viene, y en el momento que llega veo a Henry, que tropieza en mi campo visual, desorientado y desnudo, pero presente. ¡Ha venido!


Sacre Dieu!
—exclama Amit—. Ah, ya asoma la cabecita.

Empujo, y la cabeza de Alba sobresale. Bajo la mano para tocarla, esa cabecita delicada y resbaladiza, de un terciopelo húmedo. Empujo sin parar, y Alba sale despedida hacia las manos de Henry, que la aguardan.

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