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Authors: Audrey Niffenegger

La mujer del viajero en el tiempo (55 page)

BOOK: La mujer del viajero en el tiempo
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Tengo junto a mí a Alba, cogida de la mano. Estamos de pie, en la pared del fondo, alejados de la multitud. Alba no ve nada, porque todos son mucho más altos que ella; por eso la subo a mis hombros. La niña da un saltito.

La familia de Clare se ha dispersado y ahora Leah Jacobs, su marchante, le está presentando a una pareja mayor, muy bien vestida.

—Quiero ir con mamá —dice Alba.

—Mamá está ocupada ahora, Alba. —Siento náuseas. Me agacho y dejo a Alba en el suelo.

—¡No! ¡Quiero ir con mamá! —grita, levantando los bracitos.

Me siento en el suelo y apoyo la cabeza entre las rodillas. Necesito encontrar un lugar donde nadie pueda verme. Alba me tira de la oreja.

—No hagas eso, Alba. —Levanto los ojos. Mi padre se dirige hacia nosotros, abriéndose paso entre el gentío—. Ve —le digo a Alba, dándole un empujoncito—. Ve a ver al abuelo.

—No veo al abuelo —replica Alba gimoteando—. Quiero ir con mamá.

Gateo hacia mi padre, pero tropiezo contra las piernas de alguien. Oigo que Alba grita:

—¡Mamá!

Y desaparezco.

C
LARE
: Hay un montón de gente, y todos se apretujan para llegar hasta mí, sonrientes. Yo les devuelvo la sonrisa. La exposición es magnífica, y está terminada, ¡ya ha acabado todo! Estoy tan contenta, y tan cansada también... Me duele la cara de tanto sonreír. Todos mis conocidos han acudido a la cita. Estoy hablando con Celia cuando oigo un alboroto al fondo de la galería y la voz de Alba que grita mi nombre. ¿Dónde está Henry? Intento atravesar la multitud para llegar hasta donde se encuentra Alba; y entonces la veo: Richard la ha levantado en brazos. La gente se aparta para dejarme pasar. Richard me entrega a Alba, quien cruza las piernas en torno de mi cintura, entierra el rostro en mi hombro y me pasa las manos por el cuello.

—¿Dónde está papá? —le pregunto con dulzura.

—Se ha ido —contesta Alba.

Naturaleza muerta

Domingo 11 de julio de 2004

Clare tiene 33 años, y Henry 41

C
LARE
: Henry duerme, amoratado y recubierto de sangre seca, sobre el suelo de la cocina. No quiero moverlo ni despertarlo. Me siento junto a él sobre el frío linóleo durante un rato. Al final, me levanto y preparo café. Mientras el líquido empieza a fluir de la cafetera y el poso va burbujeando hasta explosionar, Henry gime y se cubre los ojos con las manos. Es evidente que le han dado una paliza. Tiene un ojo cerrado por la hinchazón. La sangre parece provenir de la nariz. No le veo heridas, tan solo unos brillantes morados púrpura del tamaño de un puño por todo el cuerpo. Está muy delgado; puedo verle todas las vértebras y las costillas. Le sobresale la pelvis, y tiene las mejillas hundidas. El pelo le ha crecido casi hasta los hombros, y le ha salido alguna cana. Tiene cortes en las manos y los pies, y picaduras de insectos por todo el cuerpo. Está muy broncedado, y sucio, tiene roña bajo las uñas, y la suciedad mezclada con el sudor se le ha pegado entre las arrugas de la piel. Huele a hierba, sangre y sal. Tras observarlo sentada junto a él durante unos minutos, decido despertarlo.

—Henry —le digo muy bajito—. Despierta, ahora, ya estás en casa...

Le acaricio la cara, con cuidado, y abre un solo ojo. Juraría que no está del todo despierto.

—Clare —farfulla—, Clare.

Las lágrimas empiezan a manar de su ojo sano, y tiembla por los sollozos. Tiro de él hasta colocarlo sobre mi regazo. Estoy llorando. Henry se acurruca en mí y, tumbados en el suelo, temblamos abrazados, balanceándonos sin cesar, llorando de alivio y angustia.

Jueves 23 de diciembre de 2004

Clare tiene 33 años, y Henry 41

CLARE: Falta un día para Nochebuena y Henry se ha llevado a Alba a Water Tower Place para ver a Papá Noel, que está en Marshall Field's, mientras yo termino de hacer las compras. Ahora estoy sentada en la cafetería de la librería Border's, bebiendo un capuchino en una mesa que hay frente al escaparate, descansando los pies y con un montón de bolsas de compra rebosantes que he apoyado contra la silla. Al otro lado del ventanal el día se apaga y unas lucecillas blancas describen el perfil de los árboles. Los compradores se apresuran por la avenida Michigan, y me resulta audible el tañido silencioso de la campana de Papá Noel del Ejército de Salvación, unos metros más abajo. Regreso a la tienda, escrutando el interior por si veo a Henry y Alba, cuando oigo que alguien me llama. Es Kendrick, que se aproxima con su esposa, Nancy, seguidos de Colín y Nadia.

De un vistazo advierto que acaban de salir de FAO Schwarz; poseen la mirada de neurosis de guerra de los padres recién escapados del infierno de las tiendas de juguetes. Nadia viene corriendo hacia mí, gritando:

—¡Tía Clare! ¡Tía Clare! ¿Dónde está Alba?

Colin sonríe con timidez y me tiende la mano para mostrarme que tiene una pequeña grúa amarilla. Lo felicito y le digo a Nadia que Alba ha ido a ver a Papá Noel. La niña me responde que ella ya fue la semana pasada.

—¿Qué le has pedido?

—Un novio.

Nadia tiene tres años. No consigo reprimir una sonrisa. Kendrick le dice algo
sotto voce
a Nancy, y ella se dirige entonces a los niños:

—Venga, tropa, tenemos que encontrar un libro para la tía Silvie.

Los tres salen disparados hacia las mesas de ofertas. Kendrick me indica con un gesto de la mano la silla que tengo delante.

—¿Puedo?

—Por supuesto.

Se sienta y suspira profundamente.

—Odio las Navidades.

—Tú y Henry, ambos.

—¿Ah, sí? No lo sabía. —Kendrick se apoya contra la ventana y cierra los ojos. Cuando empiezo a creer que se ha dormido, los abre y me dice—: ¿Henry sigue la pauta de medicamentos?

—Hummm, supongo que sí. Quiero decir, en la medida de lo posible, si tenemos en cuenta que últimamente ha estado viajando a menudo a través del tiempo.

Kendrick tamborilea con los dedos sobre la mesa.

—¿Cuánto es a menudo?

—Día sí, día no.

—¿Por qué diablos no me cuenta esas cosas? —exclama Kendrick furioso.

—Creo que tiene miedo de que te enfades con él y abandones.

—Él es el único sujeto experimental con el que cuento que sabe hablar, ¡y jamás me explica nada!

—Bienvenido al club —le suelto con una carcajada.

—Intento hacer ciencia —replica Kendrick—. Por eso necesito que me diga cuándo algo no funciona. De otro modo, lo único que conseguimos es dar palos de ciego.

Asiento. Fuera ha empezado a nevar.

—Clare.

—¿Eh?

—¿Por qué no me dejas estudiar el ADN de Alba?

He mantenido esta conversación un millón de veces con Henry.

—Porque primero querrías localizar todos los marcadores en sus genes, lo cual me parece perfecto; pero entonces tú y Henry empezaríais a darme la lata para que os permitiera probar ciertos medicamentos con ella, y por ahí no paso. Esa es la razón.

—Pero todavía es muy joven; tiene muchísimas más probabilidades de responder positivamente a la medicación.

—He dicho que no, y es no. Cuando Alba cumpla dieciocho años, podrá decidirlo por sí misma. Hasta el momento todo lo que le has recetado a Henry ha resultado ser una auténtica pesadilla. —No me atrevo a sostenerle la mirada, y le hablo contemplándome las manos, que mantengo cruzadas con firmeza sobre la mesa.

—Pero podríamos desarrollar una terapia genética para ella...

—Hay gente que ha muerto debido a la terapia genética.

Kendrick se queda en silencio. El ruido de la tienda alcanza unos niveles sobrecogedores. En ese momento, entre el bullicio, oigo que Alba me llama. Levanto la mirada y la veo subida a los hombros de Henry, agarrando la cabeza de su padre con ambas manos. Los dos llevan puestos un gorro de piel de mapache. Henry ve a Kendrick y durante unos breves instantes lo mira con aprensión. Me pregunto qué secretos ocultos se traerán entre manos estos dos hombres. Henry sonríe y avanza hacia nosotros a grandes zancadas, con Alba balanceándose feliz sobre el gentío. Cuando Kendrick se levanta para saludarlo, aparto ese pensamiento de mi mente.

Cumpleaños

Miércoles 24 de mayo de 1989

Henry tiene 41 años, y Clare 18

H
ENRY
: Llego con un estampido y patinando, de costado, sobre el doloroso césped que apunta en el claro, para aterrizar sucio y sangrando a los pies de Clare. Ella está sentada en la roca, fresca e inmaculada con un vestido de seda blanco, medias y zapatos también blancos, y unos guantes cortos del mismo color.

—Hola, Henry —me saluda ella, como si yo acabara de llegar para tomar el té.

—¿Qué pasa? Pareces lista para ir a tomar la primera comunión.

Clare se sienta muy recta y me anuncia:

—Hoy es 24 de mayo de 1989.

Pienso a toda velocidad.

—Feliz cumpleaños. ¿Por casualidad no tendrás guardado a buen recaudo un traje de Bee Gees para mí?

Sin dignarse a contestar a mi pregunta, Clare se levanta con suavidad de la roca y saca de detrás una bolsa con mi indumentaria. Abre la cremallera con un gesto florido y me muestra una chaqueta de esmoquin, unos pantalones y una de esas horribles camisas formales que precisan de gemelos. Luego saca una maleta con ropa interior, la faja del esmoquin, la pajarita, los gemelos y una gardenia. Empiezo a alarmarme de verdad, puesto que me ha cogido desprevenido. Analizo los datos de que dispongo.

—Clare. Supongo que hoy no vamos a casarnos o a hacer alguna locura del estilo, ¿no? Te lo digo porque sé a ciencia cierta que nuestro aniversario es en otoño. A finales de octubre.

Clare se vuelve mientras me visto.

—¿Me estás diciendo que no puedes recordar el día de nuestro aniversario? Muy propio de los hombres.

—Cariño —le digo con un suspiro—, ya sabes que no es eso. Es que ahora mismo no consigo recordarlo. De todos modos, feliz cumpleaños.

—Cumplo dieciocho.

—¡Caray! ¡Quién lo diría!... Parece que fue ayer cuando tenías seis.

Clare se siente intrigada, como es habitual en ella, ante la idea de que haya visitado recientemente a alguna otra Clare, mayor o más joven que ella.

—¿Me has visto a los seis años últimamente?

—Bueno, ahora mismo estaba en la cama contigo, leyendo
Emma.
Tú tenías treinta y tres años. Yo tengo cuarenta y uno en la actualidad, y soy consciente de ello a cada minuto. —Me peino con los dedos y me acaricio la barba incipiente—. Lo siento, Clare. Me temo que mi imagen deja mucho que desear el día de tu cumpleaños. —Fijo la gardenia en el ojal del esmoquin y empiezo a abrocharme los gemelos—. Te vi a los seis años hace dos semanas. Me hiciste un dibujo de un pato.

Clare se sonroja, y el rubor se extiende como unas gotas de sangre en un cuenco de leche.

—¿Tienes hambre? ¡He preparado un festín para los dos!

—Claro que tengo hambre. Estoy hambriento, famélico, y planteándome el canibalismo.

—Eso no será necesario todavía.

Un cierto matiz en el tono de su voz me retrae. Aquí pasa algo que desconozco, y Clare espera que lo adivine. Casi podría decirse que tararea de nervios. Contemplo las ventajas relativas que me aportaría una simple confesión de ignorancia ante la alternativa de seguir fingiendo. Decido, al fin, seguirle la corriente durante un rato. Clare extiende una manta que en el futuro terminará sobre nuestro lecho. Me siento encima con cuidado, y su familiaridad verde pálido me consuela. Clare desenvuelve bocadillos, saca vasitos de papel, la cubertería, unas galletas crujientes, un tarrito negro de caviar de supermercado, galletitas de menta y chocolate Girl Scout, fresas, una botella de cabernet con una curiosa etiqueta, una porción de queso brie que parece un tanto derretida y platos de papel.

—Clare... ¿Vino, caviar? —Estoy impresionado, pero por alguna razón eso no me divierte en absoluto. Ella me ofrece el cabernet y el sacacorchos—. Vaya, no creo que te lo haya mencionado nunca pero se supone que no debo beber. Ordenes del médico.

Clare parece alicaída.

—Ahora bien, con la comida no hay problema... También puedo fingir que bebo. En fin, si eso sirve de algo. —No puedo sacarme de encima la sensación de que estamos jugando a las casitas—. No sabía que bebías. Alcohol. Quiero decir que nunca te he visto tomarlo.

—Bueno, la verdad es que no me gusta, pero como esta ocasión es muy especial, he pensado que sería bonito tomar vino. El champán seguramente habría sido más adecuado, pero he encontrado esta botella en la despensa, así que la he traído conmigo.

Abro el vino y sirvo una copita a ambos. Brindamos en silencio. Finjo dar un sorbo a la mía. Clare da un sorbo mayor, se lo traga con aire formal y dice:

—Bueno, no está tan mal.

—Hombre... Es una botella de unos veintipico dólares.

—Ah, bueno, entonces es formidable.

Clare desenvuelve unos bocadillos oscuros de centeno que parecen rebosar de pepinillo.

—Clare, odio ser tan obtuso... En fin, es evidente que hoy es tu cumpleaños...

—Mi decimoctavo cumpleaños —puntaliza.

—Ya... bueno... Para empezar, me siento fatal por no tener un regalo para ti.

Clare levanta los ojos, sorprendida, y me doy cuenta de que empiezo a acertar, de que me acerco a la cuestión.

—Ya sabes que nunca sé cuándo vendré, y que no puedo traer nada conmigo...

—Todo eso ya lo sé; pero ¿acaso no te acuerdas? Lo planeamos la última vez que viniste, porque en la lista el día de hoy consta como el último que nos queda, al margen de que sea mi cumpleaños. ¿No lo recuerdas? —Clare me mira insistentemente, como si a fuerza de concentrarse fuera capaz de trasladar sus recuerdos a los míos.

—Ah, es que eso todavía no ha ocurrido. Me refiero a que esa conversación se encuentra en mi futuro. No sé por qué no te lo diría entonces. A mí todavía me quedan muchas fechas en la lista que cumplir. ¿De verdad que hoy es el último día? Bueno, como resulta que nos conoceremos dentro de un par de años, ya nos veremos entonces.

—Pero falta mucho... al menos, para mí.

Se produce una pausa incómoda. Es extraño pensar que ahora mismo estoy en Chicago, tengo veinticinco años y voy a la mía, completamente ajeno a la existencia de Clare, y por la misma razón, ajeno a mi propia presencia aquí, en este precioso prado de Michigan, un maravilloso día de primavera, que es el decimoctavo cumpleaños de su nacimiento. Untamos de caviar las galletitas Ritz con unos cuchillos de plástico. Durante un rato solo se oye el ansioso crujir del pan y el furioso consumo de bocadillos. Parece que la conversación se ha diluido. En ese momento me pregunto, por primera vez, si Clare no habrá sido del todo sincera conmigo, sabiendo como sabe que en lo que se refiere a afirmaciones del tipo «yo nunca», piso terreno resbaladizo, dado que no poseo un inventario completo de mi pasado, listo para consultarlo en cualquier momento, en tanto mi pasado se imbrica de un modo muy inconveniente con mi futuro. Llega, sin embargo, el momento de las fresas.

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