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Authors: Audrey Niffenegger

La mujer del viajero en el tiempo (60 page)

BOOK: La mujer del viajero en el tiempo
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Vaughn me tiende un LP con una cubierta en blanco y negro. Saco el disco y leo la etiqueta: «Annette Lyn Robinson, Ópera de París, 13 de mayo de 1968,
Lulú».
Miro a Vaughn con expresión interrogativa.

—Sí, ya. No es precisamente a lo que nos tiene acostumbrados, ¿verdad? Es una copia pirata de un concierto; oficialmente, no existe. Me pidió hace tiempo ya que estuviera al tanto por si aparecía algo de la cantante, pero como tampoco es exactamente a lo que me dedico, lo encontré y luego olvidé decírselo. Lo he escuchado; es muy bonito. Tiene un buen sonido.

—Gracias —susurro.

—De nada. Oye, ¿de qué va todo esto?

—Es la madre de Henry.

Vaughn arquea las cejas y arruga la frente en un gesto cómico.

—¡No fastidies! Sí... Es verdad que se parece a ella. Vaya, qué interesante. Pues podría haberlo mencionado.

—No habla mucho de ella, la verdad. Murió cuando él era pequeño, en un accidente de coche.

—Ah, sí, es cierto. Recuerdo haber oído algo. Bueno, ¿quieres algo más para ti?

—No, eso es todo.

Pago a Vaughn y me marcho, abrazando la voz de la madre de Henry contra mi pecho, mientras camino por la calle Davis disfrutándola de antemano.

Viernes 16 de junio de 2006

Henry tiene 43 años, y Clare 35

H
ENRY
: Hoy cumplo cuarenta y tres años. Abro de golpe los ojos a las 6.46, a pesar de que tengo el día libre y no debo ir a trabajar, pero no consigo volver a dormirme. Miro a Clare y la veo profundamente abandonada al sopor, con los brazos separados y el pelo dispuesto en abanico sobre su almohada, de cualquier manera. Está preciosa, a pesar de las marcas que le cruzan las mejillas producidas por la funda de la almohada. Me levanto con cuidado, voy a la cocina y preparo el café. Ya en el baño dejo correr el agua durante un rato para que se caliente. Tendríamos que llamar al fontanero, pero nunca lo hacemos. Vuelvo a la cocina y me sirvo una taza de café, que me llevo al baño y dejo en precario equilibrio sobre el lavabo. Me enjabono la cara y me dispongo a afeitarme. Por lo general, soy un experto afeitándome sin tener que mirarme al espejo, pero hoy, en honor a mi cumpleaños, realizo un inventario.

El pelo se me ha vuelto casi blanco; me quedan unos mechones oscuros en las sienes y mis cejas son completamente negras. Me lo he dejado crecer un poco, no tanto como antes de conocer a Clare, pero no lo llevo demasiado corto. Mi piel está curtida, se me marcan arrugas de expresión en los ojos y en la frente, y tengo unas líneas muy marcadas que van desde los orificios de la nariz a las comisuras de los labios. Mi rostro es demasiado delgado. No presenta una delgadez tipo Auschwitz, pero tampoco es una delgadez demasiado normal. Quizá la que suele presentarse en los primeros estadios del cáncer, o bien la propia de los adictos a la heroína. No quiero pensar demasiado en ello, así que sigo afeitándome. Me aclaro, me aplico loción para después del afeitado y valoro los resultados.

Ayer, en la biblioteca, alguien recordó que hoy era mi cumpleaños, y Roberto, Isabelle, Matt, Catherine y Amelia vinieron a buscarme y me llevaron al Beau Thai para almorzar. Sé que circulan rumores en el trabajo sobre mi salud, y sobre la razón de que haya perdido tanto peso en tan poco tiempo, por no hablar del hecho de mi prematuro envejecimiento. Todos se mostraron de lo más agradable, de un modo parecido a como se trata a las víctimas de sida y a los pacientes sometidos a quimioterapia. Casi deseaba que alguien me lo preguntara, para así poder mentirles y terminar de una vez. Sin embargo, en lugar de eso bromeamos y comimos fideos Pad Thai y cerdo al curry Prik King, pollo con anacardos y fideos Pad Seeuw. Amelia me regaló una libra de granos de café de Colombia. Catherine, Matt, Roberto e Isabelle, en un alarde de extrema generosidad, me obsequiaron con el facsímil Getty de la
Mira Calligraphiae Monumenta
, que venden en la tienda de la Newberry y llevo años codiciando. No pude evitar mirarlos fijamente, con el corazón en un puño, y fue entonces cuando me di cuenta de que mis colegas de trabajo creen que me estoy muriendo.

—Pero chicos... —dije, y no se me ocurrió cómo seguir la frase, así que guardé silencio. No suele ocurrir que me quede sin palabras.

Clare se levanta, y Alba también. Nos vestimos y subimos nuestras cosas al coche. Vamos al zoo de Brookfield con Gómez, Charisse y los niños. Pasamos el día deambulando por el recinto, mirando los monos y los flamencos, los osos polares y las nutrias. A Alba le encantan los grandes felinos. Rosa lleva a Alba cogida de la mano y le cuenta historias de dinosaurios. Gómez hace una imitación perfecta de un chimpancé, y Max y Joe van dando brincos por ahí, fingiendo que son elefantes y dándole a sus videojuegos portátiles. Charisse, Clare y yo paseamos sin rumbo fijo, charlando de nimiedades, empapándonos de sol. A las cuatro en punto los niños están cansados y enloquecidos, los metemos en los coches, prometemos no tardar en repetir la salida y nos marchamos a casa.

La canguro llega puntualmente a las siete. Clare soborna y amenaza a Alba para que se porte bien, y nos escapamos. Nos hemos vestido de veintiún botones, ante la insistencia de Clare, y mientras vamos rumbo al sur por el paseo de la Ribera del Lago, me doy cuenta de que no sé adonde nos dirigimos.

—Ya lo verás —me dice Clare.

—Supongo que no será una fiesta sorpresa, ¿verdad? —le pregunto con aprensión.

—No —me asegura ella.

Clare sale del paseo por Roosevelt y se mete por Pilsen, un vecindario hispano ubicado al sur del centro. Nos encontramos con diversos grupos de muchachos que juegan en las calles, y vamos esquivándolos hasta que al final aparcamos cerca de la Veinte con Racine. Clare me lleva a un edificio de dos pisos muy estropeado y toca el timbre que hay en la verja. Un zumbido desbloquea la cerradura y entramos, enfilamos el patio cubierto de basura y subimos unas escaleras precarias. Clare llama con los nudillos a una puerta y nos abre Lourdes, una amiga de Clare de la facultad de Bellas Artes. Lourdes nos sonríe y nos invita a pasar con un gesto de la mano. Al entrar, veo que el apartamento se ha transfigurado en un restaurante en el que hay una única mesa. Unos aromas maravillosos pueblan la estancia, y han vestido la mesa de damasco blanco, con porcelana y velas. Un tocadiscos reposa sobre un aparador profusamente labrado. En la sala de estar hay jaulas llenas de pájaros: loros, canarios y diminutos periquitos. Lourdes me besa en la mejilla.

—¡Feliz cumpleaños, Henry!

Una voz familiar exclama entonces:

—¡Sí, feliz cumpleaños!

Asomo la cabeza en la cocina, y frente a mí veo a Nell, que remueve algo en una sartén y, sin dejar de remover, se deja abrazar y levantar ligeramente del suelo.

—¡Uyuyuyuy! ¡Veo que has tomado cereales para desayunar!

Clare abraza a Nell y las dos mujeres se sonríen con ternura.

—Parece muy sorprendido tu Henry —dice Nell, y a Clare se le ilumina el rostro—. Venga, id a sentaros —nos ordena—. La cena ya está lista.

Nos acomodamos en la mesa, el uno frente al otro. Lourdes trae unos platitos de antipasti dispuestos con exquisitez: jamón transparente con un melón amarillo pálido, mejillones tiernos y ahumados, unas tiritas de zanahoria y remolacha azucarera que saben a hinojo y aceite de oliva. La luz de las velas otorga un halo cálido a la piel de Clare, a la par que sume sus ojos en la sombra. Las perlas que lleva delinean sus clavículas y la pálida y suave zona del escote, que se eleva y desciende al compás de su respiración. Clare me pilla observándola, sonríe y desvía la mirada. Me concentro entonces en mi plato y advierto que he terminado de comer los mejillones y permanezco sentado, asiendo el tenedor de entrantes como si fuera un idiota. Lo dejo encima de la mesa y Lourdes se lleva el servicio para traer el siguiente plato.

Tomamos el fantástico y excepcional atún de Nell, rehogado con una salsa de tomate, manzana y albahaca. Comemos una pequeña ensalada de achicoria y pimiento naranja, y unas aceitunas negras y diminutas, que me recuerdan un almuerzo que hice con mi madre en un hotel de Atenas cuando era muy pequeño. Bebemos Sauvignon Blanc, brindando continuamente.

—¡Por las aceitunas!

—¡Por las canguros!

—¡Por Nell!

Esta surge de la cocina con un pequeño pastel plano y blanco sobre el cual arden unas velas. Clare, Nell y Lourdes cantan «Cumpleaños feliz». Formulo un deseo y soplo las velas de una sola vez.

—Eso significa que harás realidad tu deseo —dice Nell, aunque el mío no es un deseo fácil de conseguir.

Los pajarillos parlotean entre ellos con voz rara mientras comemos el pastel. Luego Lourdes y Nell se esfuman hacia la cocina.

—Tengo un regalo para ti —anuncia Clare—. Cierra los ojos.

Acato sus órdenes, y oigo que Clare retira su silla de la mesa y cruza la habitación. Luego oigo el ruido de una aguja surcando vinilo... un siseo... violines... una soprano pura, horadando como la lluvia que arrecia el clamor de la orquesta..., la voz de mi madre cantando
Lulú.
Abro los ojos. Clare está sentada a la mesa, frente a mí, sonriendo. Me levanto y voy hacia ella para abrazarla.

—Es increíble —le digo y, como no puedo seguir hablando, la beso.

Mucho más tarde, después de habernos despedido de Nell y Lourdes con infinitas muestras de lacrimosa gratitud, tras haber llegado a casa y pagado a la canguro, después de haber hecho el amor aturdidos por un placer agotador, nos quedamos echados en la cama, casi dormidos, y Clare dice:

—¿Ha sido un buen cumpleaños?

—Perfecto. El mejor.

—¿No desearías poder detener el tiempo? No me importaría nada eternizar este momento.

—Mmmm —le contesto, poniéndome boca abajo antes de dormirme.

—Siento como si estuviéramos en lo alto de una montaña rusa —me dice Clare, pero me duermo, y olvido preguntarle, a la mañana siguiente, qué quería decir exactamente.

Una escena desagradable

Miércoles 28 de junio de 2006

Henry tiene 43 y 43 años

H
ENRY
: Aparezco en la oscuridad sobre un frío suelo de cemento armado. Intento incorporarme, pero me mareo y me tiendo de nuevo. Me duele la cabeza. Tanteo con las manos; tengo una enorme hinchazón justo detrás del oído izquierdo. Mientras se me ajusta la visión, atisbo el débil perfil de unas escaleras, diversas señales de salida y, en lo alto, un único tubo fluorescente que emite una luz fría. A mi alrededor veo el dibujo cruzado de acero de la jaula. Me encuentro en la biblioteca Newberry, de madrugada, en el interior de la jaula.

—No desesperes —me digo en voz alta—. No pasa nada. Tranquilo, no pasa nada.

Callo al darme cuenta de que no atiendo a mis palabras. Logro ponerme en pie. Estoy temblando. Me pregunto cuánto rato tendré que esperar, qué dirán los colegas del trabajo cuando me vean; porque todo ha terminado: estoy a punto de descubrirme como el endeble prodigio de la naturaleza que en realidad soy. A mi favor solo puedo decir que nada más lejos de mi intención.

Intento caminar arriba y abajo para entrar en calor, pero el movimiento me martillea el cráneo. Me rindo, me siento en el centro del suelo de la jaula y me comprimo al máximo. Transcurren varias horas. Repaso el incidente entero en mi cabeza, ensayando el guión, valorando todas las posibilidades que tenía de que las cosas salieran mejor, o peor incluso. Al final, me canso y rememoro canciones mentalmente.
That's Entertainment
, por los Jam,
Pilis and Soap
, por Elvis Costello,
Perfect Day
, por Lou Reed. Intento recordar la letra de
I Love a Man in Uniform
, de Gang of Four, cuando se enciende la luz con un parpadeo. Era de esperar que fuera Kevin, el nazi de seguridad, abriendo la biblioteca. Es la última persona en todo el planeta a la que querría encontrarme, estando desnudo y atrapado en la jaula; por eso, como es natural, me ve nada más entrar. Estoy acurrucado en el suelo, imitando a las zarigüeyas.

—¿Quién anda ahí? —dice Kevin, con un tono de voz más alto del estrictamente necesario.

Me imagino a Kevin de pie, pastoso y resacoso, iluminado por la luz nauseabunda del hueco de la escalera. Su voz rebota en el recinto, resonando en el cemento armado. Kevin baja y se planta al pie de las escaleras, a unos tres metros de mí.

—¿Cómo has entrado ahí? —me pregunta, dando vueltas alrededor de la jaula.

Por mi parte, finjo que estoy inconsciente. Puesto que no puedo darle ninguna explicación, prefiero que no me moleste.

—¡Santo Cielo, es DeTamble! —exclama, y lo noto ahí cerca, de pie, boquiabierto. Al final, sin embargo, se acuerda de la radio—. Ah, diez-cuatro, ¡eh, Roy!

Suena la vibración ininteligible de la electricidad estática.

—Ah, sí. Roy, soy Kevin. Esto... ¿Podrías bajar a la A46? Sí, al pie mismo. —La radio emite un quejido—. Tú baja y verás. —Kevin apaga la radio—. ¡Qué fuerte, DeTamble! No sé qué crees que vas a demostrar, pero ahora sí que la has armado buena.

Oigo cómo se mueve alrededor de la jaula. Le crujen los zapatos y gruñe por lo bajo. Supongo que debe de haberse sentado en las escaleras. Al cabo de unos minutos se abre una puerta en el piso de arriba y Roy desciende los peldaños. Roy es mi vigilante jurado preferido. Es un enorme caballero afroamericano que siempre lleva una sonrisa dibujada en el rostro. Es el rey del mostrador principal, y siempre me alegra llegar al trabajo y disfrutar con su magnífico buen humor.

—Uauuu, pero ¿qué tenemos aquí?

—Es DeTamble. No consigo imaginarme cómo se ha metido ahí dentro.

—¿DeTamble? Vaya, vaya. Ese muchacho sin duda tiene predilección por airear su pilila. ¿Te he contado alguna vez la ocasión en que lo encontré corriendo en cueros por el nexo del tercer piso?

—Sí, sí me lo contaste.

—Bueno, supongo que vamos a tener que sacarlo de ahí.

—No se mueve.

—Bueno, pero respira. ¿Crees que estará herido? A lo mejor deberíamos llamar a una ambulancia.

—Vamos a necesitar a los bomberos; tendrán que sacarlo cortando esas traviesas con esas tenazas que usan en las catástrofes —propone Kevin, todo excitación.

No quiero que vengan ni el departamento de policía ni los profesionales sanitarios; por lo tanto, gimoteo y me incorporo.

—Buenos días tenga usted, señor DeTamble —entona Roy—. Ha llegado un poco pronto, ¿no?

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