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Authors: Audrey Niffenegger

La mujer del viajero en el tiempo (28 page)

BOOK: La mujer del viajero en el tiempo
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—Damos por concluida la misa. Hermanos, marchaos en paz —dice el padre Compton.

—Amén.

Los monaguillos se juntan alrededor del padre como un banco de peces y empiezan a desfilar con garbo por el pasillo. El resto de la congregación los seguimos en fila. Oigo que Sharon le pregunta a Henry si se encuentra bien, pero no alcanzo a oír su respuesta porque Helen y Ruth nos interceptan y me veo obligada a presentarles a Henry.

Helen sonríe como una boba.

—¡Pero si ya nos conocemos!

Henry me mira, alarmado. Niego categóricamente con la cabeza y Helen fuerza una nueva sonrisa.

—Bueno, puede que no. Encantada de conocerte, Henry.

Ruth tiende una mano tímida a Henry y, para mi sorpresa, es él quien se la sostiene durante un minuto y luego le dice:

—Hola, Ruth.

Todavía no se la he presentado pero, por lo que veo, ella no lo ha reconocido. Laura se une a nosotros en el instante preciso en que Alicia aparece golpeando la funda de su chelo entre el gentío.

—Venid mañana a casa —nos invita Laura—. Mis padres se marchan a las Bahamas a las cuatro.

Accedemos entusiasmados; cada año los padres de Laura se marchan a algún país tropical tras haber abierto todos los regalos, y cada año nosotros volamos en bandada hacia su casa tan pronto el coche desaparece por el caminito de entrada. Nos despedimos recitando a coro: «¡Feliz Navidad!», y salimos por la puerta lateral de la iglesia que da al aparcamiento.

—Bah... ¡Lo sabía! —exclama Alicia.

La nieve es abundante y reciente, y lo cubre todo, como si el mundo hubiera sido creado de nuevo en blanco. Me quedo quieta contemplando los árboles y los coches del otro lado de la calle, hacia el lago, que se estrella, invisible, contra la playa que yace distante, a los pies de la iglesia que se yergue sobre el risco. Henry se queda junto a mí, aguardando. Mark dice:

—Vamos, Clare. —Y yo le hago caso.

H
ENRY
: Es casi la 1.30 de la madrugada cuando entramos por la puerta de Casa Alondra del Prado. Philip se ha pasado todo el camino de vuelta a casa reprendiendo a Alicia por su «equivocación» al interpretar «Noche de paz», y ella ha aguantado el chaparrón en silencio, mirando por la ventana hacia las casas y los árboles sumidos en la oscuridad. Ahora, sin embargo, todos suben las escaleras y se marchan a sus dormitorios tras desearse «Feliz Navidad» unas cincuenta veces más, salvo Alicia y Clare, que desaparecen por una puerta que hay al final del vestíbulo del primer piso. No sé muy bien qué hacer y, siguiendo un impulso repentino, las sigo.

—... un gilipollas rematado —está diciendo Alicia cuando saco la cabeza por la puerta. El cuarto está presidido por una enorme mesa de billar, bañada por el brillante resplandor de una lámpara suspendida en lo alto. Clare pone las bolas en el triángulo mientras Alicia pasea arriba y abajo entre las sombras, al borde del charco de luz.

—Bueno, si intentas machacarlo deliberadamente y él se deja hacer, no comprendo por qué te molesta tanto —dice Clare.

—Es tan petulante... —replica Alicia, golpeando el aire con los puños.

Toso. Las dos se vuelven de un salto y Clare dice:

—Oh, Henry, menos mal. Pensé que sería mi padre.

—¿Quieres jugar? —me pregunta Alicia.

—No, pero os miraré.

Hay un taburete alto junto a la mesa y me siento en él. Clare le pasa un taco a Alicia. Esta le da tiza y luego sale, con fuerza. Dos de las bolas rayadas caen en las troneras de las esquinas. Alicia mete dos más antes de fallar, por los pelos, un golpe a varias bandas.

—Caray, voy a tener problemas —dice Clare.

Esta, por su parte, mete una bola fácil, la número dos, que estaba colocada al borde de una tronera de la esquina. En la siguiente jugada manda la bola blanca al agujero después de la tres, y Alicia repesca ambas bolas y pone en fila su jugada. Sin más preámbulos le da a las bolas rayadas.

—Bola ocho, tronera lateral —canta Alicia, y dicho y hecho.

—Ayyy —suspira Clare—. ¿Seguro que no quieres jugar? —me pregunta, ofreciéndome el taco.

—Venga, Henry —dice Alicia—. Eh, ¿a alguno de los dos os apetece tomar algo?

—No —responde Clare.

—¿Qué me ofreces? —le pregunto yo.

Alicia enciende un interruptor de la luz y aparece un antiguo y precioso mueble bar al otro extremo de la sala. Alicia y yo nos apiñamos detrás, y ante nuestra vista aparece todo lo que uno pueda imaginarse en el apartado de bebidas alcohólicas. Alicia se prepara un ron con Coca-Cola. Yo dudo ante tanta profusión de riqueza, pero al final me sirvo un whisky solo. Clare cambia de idea y decide tomar algo, y mientras rompe la bandeja en miniatura de cubitos de hielo para meterlos en un vaso y servirse su licor de café Kahlua, la puerta se abre y todos nos quedamos helados.

Es Mark.

—¿Dónde está Sharon? —le pregunta Clare.

—Cierra —le ordena Alicia.

Mark da la vuelta a la llave de la cerradura y se acerca al bar.

—Sharon está durmiendo —dice, sacando una Heineken del pequeño frigorífico. Le quita la chapa y se aproxima a la mesa—. ¿Quién juega?

—Alicia y Henry —le informa Clare.

—Mmmm. ¿Ya lo has avisado?

—Cállate, Mark —le corta Alicia.

—Es Jackie Gleason disfrazada —me asegura Mark.

Me vuelvo hacia Alicia.

—Empecemos a jugar.

Clare vuelve a colocar las bolas en el triángulo. Alicia se gana el derecho a salir. El whisky ha macerado todas mis sinapsis y lo veo todo distinto y claro. Las bolas explosionan como fuegos artificiales y florecen en una nueva forma. La trece se tambalea al borde de una tronera de la esquina y luego cae.

—Rayadas otra vez —anuncia Alicia.

Mete la quince, la doce y la nueve antes de que una mala salida la obligue a intentar un golpe a dos bandas imposible de ejecutar.

Clare está de pie justo en el límite que proyecta la luz y, por lo tanto, su rostro permanece en la sombra, mientras que su cuerpo surge de la oscuridad como si flotara, con los brazos cruzados a la altura del pecho. Centro mi atención en la mesa. Han pasado unos segundos. Meto la dos, la tres y la seis con facilidad, y entonces busco alguna otra posible jugada. La uno está justo delante de la tronera de la esquina, situada en el otro extremo de la mesa, y envío la bola blanca contra la siete, la cual se encarga de meter la uno. Mando la cuatro a la tronera lateral con un golpe a la banda y consigo introducir la cinco en la tronera del fondo con una afortunada carambola. Es una mala jugada, pero Alicia silba de todos modos. La siete baja sin más contratiempos.

—Ocho a la esquina —indico con la bola blanca, y se mete directa. Arranco un suspiro de admiración en la mesa.

—Oh, qué bonito... —dice Alicia—. Vuelve a hacerlo.

Clare sonríe en la oscuridad.

—No estás a la altura —le dice Mark a Alicia.

—Estoy demasiado cansada para concentrarme; y demasiado cabreada también.

—¿Por culpa de papá?

—Sí.

—Bueno, si le buscas las cosquillas, él también te las buscará a ti.

—Todos podemos equivocarnos de buena fe —puntualiza Alicia haciendo pucheros.

—Durante unos instantes creí que se trataba de algo de Terry Riley —le digo a Alicia.

—Es que en realidad era Terry Riley —responde Alicia sonriendo—. Era de
Salomé baila por la paz
.

Clare se ríe.

—¿Cómo se te ocurrió meter a Salomé en «Noche de paz»?

—Muy fácil; por Juan Bautista. Pensé que entroncaban los dos temas, y si traspones esa primera parte de violín y la bajas una octava, suena muy bien, ¿sabéis? La la la, la...

—No puedes culparle de que haya perdido los nervios —interviene Mark—. Quiero decir que él sabe que tú nunca cometerías un fallo de ese tipo.

Me sirvo otra copa.

—¿Qué ha dicho Frank? —pregunta Clare.

—Ah, lo ha entendido. Intentaba imaginarse cómo inventar otra pieza a partir de todo ese material; como si Stravinsky se pusiera a revisar
Noche de paz
. Frank tiene ochenta y siete años, y le importa un comino si me dedico a fastidiar al personal, con tal de que le procure diversión. Ahora bien, Arabella y Ashley estaban cabreadísimas.

—Hombre, no es demasiado profesional por tu parte —sentencia Mark.

—¿Y qué más da? ¡Estamos hablando de la iglesia de San Basilio, por favor! ¿A ti que te parece? —me pregunta Alicia.

Titubeo.

—La verdad es que me da igual —digo al final—, pero si mi padre te oyera hacer eso, se enfadaría muchísimo.

—¿Ah, sí? ¿Por qué?

—Él es partidario de que cualquier composición musical debe tratarse con respeto, aunque sea una pieza que no le guste demasiado. Por ejemplo, a él no le gustan Tchaikovsky ni Strauss, pero cuando los toca, se los toma muy en serio. Por eso es tan bueno: toca cualquier obra como si estuviera enamorado de ella.

—Oh —exclama Alicia, pensativa; se aleja hacia el bar y se prepara otra bebida—. Eres muy afortunado por tener un padre a quien no le interesa solo el dinero.

Estoy de pie detrás de Clare, recorriendo su columna vertebral con los dedos, amparado por la oscuridad. Ella se lleva la mano a la espalda y yo se la aferró.

—No creo que dijeras lo mismo si conocieras a mi familia. Además, tu padre parece preocuparse mucho por ti.

—No —niega Alicia categóricamente—. Solo quiere que sea perfecta para lucirme ante sus amistades. No le importo en absoluto. —Pone las bolas en el triángulo y las gira hasta dejarlas en posición—. ¿Quién quiere jugar?

—Yo —se ofrece Mark—. ¿Te apetece, Henry?

—Por supuesto.

Mark y yo damos tiza a los tacos y nos ponemos frente a frente delante de la mesa.

Salgo yo. La cuatro y la quince van dentro.

—A bolas de color —anuncio.

Veo la dos cerca de la esquina. La meto, y entonces fallo la tres en el mismo golpe. Me estoy cansando, y mi coordinación ya no es la misma con los whiskies. Mark juega decidido, pero sin estilo, y mete la diez y la once. Seguimos en la brecha, y no tardo en meter todas las bolas de color. Mark tiene la trece aparcada en el borde de una tronera de la esquina.

—Bola ocho —digo, señalándola.

—Supongo que ya sabes que no puedes meter la bola de Mark, si no quieres perder —interviene Alicia.

—No pasa nada —le digo.

Lanzo la bola blanca con suavidad a través del tapete, la cual besa la bola ocho con cariño y la envía gentilmente y sin prisas hacia la trece. Cuando parece que casi está a punto de dar un rodeo frente a la trece, como si fuera a pasar a la banda, se zambulle decorosamente en el agujero y Clare ríe, pero entonces la trece se mueve y cae también.

—En fin, qué le vamos a hacer... —digo yo—. Caprichos de la fortuna.

—Buena partida —dice Mark.

—Cielos, ¿dónde has aprendido a jugar así? —pregunta Alicia.

—Fue una de las cosas que me enseñaron en la universidad —le contesto—, además de la bebida, la poesía inglesa y alemana y las drogas.

Guardamos los tacos y recogemos los vasos y las botellas.

—¿En qué te especializaste? —pregunta Mark, abriendo la puerta cerrada con llave. Atravesamos el vestíbulo y nos dirigimos a la cocina.

—En literatura inglesa.

—¿Y cómo no elegiste música? —Alicia mantiene en equilibrio su vaso y el de Clare en una mano para abrir la puerta del comedor de un empujón.

—Si te dijera que no tengo oído musical, no me creerías —le digo riendo—. Mis padres estaban convencidos de que les dieron la criatura equivocada cuando se marcharon del hospital.

—Debe de haber sido una lata —apunta Mark, y entonces le dice a Alicia—: Al menos a ti papá no te presiona para que seas abogada.

Entramos en la cocina y Clare enciende el interruptor de la luz.

—Tampoco te presiona a ti —replica Alicia—. Y te encanta el derecho.

—Pues a eso me refiero. Él no nos obliga a dedicarnos a algo que no nos guste.

—¿Era una lata? —me pregunta Alicia—. A mí me habría encantado.

—Bueno, antes de que mi madre muriera, todo era fantástico. Luego las cosas fueron terribles. Si yo hubiera sido un prodigio del violín, quizá... No lo sé. —Miro a Clare y me encojo de hombros—. En fin, la cuestión es que mi padre y yo no nos llevamos nada bien.

—¿Y eso por qué?

—Hora de acostarse —anuncia Clare, queriendo decir que por hoy ya basta. Alicia, sin embargo, espera una respuesta.

—¿Has visto alguna vez un retrato de mi madre? —le pregunto a Alicia, mirándola a los ojos. Ella asiente—. Yo me parezco a ella.

—¿Y qué?

Alicia limpia los vasos en el fregadero. Clare se encarga de secarlos.

—Pues que no puede soportar el hecho de mirarme. Bueno, esa es una de las múltiples razones.

—Pero...

—Alicia... —Clare intenta que su hermana desista, pero esta no se detiene ante nadie.

—¡Pero si se trata de tu padre!

Sonrío.

—Lo que haces a tu padre para sacarlo de sus casillas es insignificante comparado con las cosas que mi padre y yo nos hemos hecho el uno al otro.

—¿Por ejemplo?

—Por ejemplo, las innumerables veces que me ha echado de nuestro apartamento y ha cerrado la puerta con llave, hiciera el tiempo que hiciese. O, por ejemplo, la vez que tiré sus llaves al río. Esa clase de cosas.

—¿Por qué hiciste algo así?

—No quería que se estrellara con el coche, y estaba borracho.

Alicia, Mark y Clare me miran y asienten. Lo comprenden perfectamente.

—Hora de acostarse —dice Alicia, y salimos todos de la cocina y subimos a nuestros dormitorios sin pronunciar palabra, salvo para desearnos las buenas noches.

C
LARE
: Son las 3.14 de la mañana según mi despertador, y empiezo a sentirme calentita dentro de la cama cuando la puerta se abre y entra Henry con mucho sigilo. Retiro las mantas y él se mete dentro de un salto. La cama cruje mientras nos acomodamos.

—Hola —susurro.

—Hola —me susurra a su vez Henry.

—No ha sido una buena idea.

—Hacía mucho frío en mi dormitorio.

—¡Ay!

Henry me toca la mejilla, y tengo que ahogar un grito. Tiene los dedos helados. Se los froto entre las palmas de la mano. Henry se acurruca bajo la manta y yo me aprieto contra él, intentando entrar de nuevo en calor.

—¿Llevas calcetines? —me pregunta en voz queda.

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