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Authors: Audrey Niffenegger

La mujer del viajero en el tiempo (27 page)

BOOK: La mujer del viajero en el tiempo
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Aparece un anuncio de Pizza Hut y Alicia quita el sonido.

—Oye, Clare...

—Dime.

—¿Henry ha estado alguna vez en casa?

Problemas a la vista.

—No, no lo creo. ¿Por qué?

Alicia se revuelve incómoda y aparta la mirada durante unos segundos.

—Vas a creer que me he vuelto loca.

—¿Qué?

—Verás, me ocurrió una cosa extrañísima. Hace mucho tiempo... Yo debía de tener unos diez años y estaba ensayando cuando me acordé de que no tenía ninguna camisa limpia para la audición o el concierto de turno, y Etta y todo el mundo se habían marchado. Mark, que debía hacer de canguro, en realidad estaba en su cuarto haciendo bongs o lo que sea... En fin, la cuestión es que bajé al sótano, al cuarto de la plancha, para ir a buscar mi camisa, y entonces oí un ruido, ¿sabes?, como si se abriera la puerta del fondo del sótano, la que lleva al cuarto de las bicicletas; una especie de ruido como de alguien que pasa a toda velocidad. Pensé que se trataría de Peter. Me quedé en la puerta del cuarto de la plancha, escuchando, y entonces se abrió la puerta del cuarto de las bicicletas y, Clare, sé que no te lo vas a creer, pero vi a un tipo completamente desnudo que era igualito a Henry.

Mi risa suena falsa.

—Oh, vamos, Alicia.

—¿Lo ves? —dice Alicia sonriendo con tristeza—. Sabía que pensarías que estoy loca; pero, te lo juro, sucedió tal como te lo digo. Ese individuo parecía un tanto sorprendido, me refiero al verme plantada frente a él, con la boca abierta y preguntándome si ese tío desnudo iba a... no sé... a violarme, a matarme... Entonces me miró y me dijo: «Ah, hola, Alicia», luego se marchó a la sala de lectura y cerró la puerta tras él.

—¡Vaya!

—Subí corriendo las escaleras y me puse a aporrear la puerta de Mark, quien me dijo que me perdiera, pero al final conseguí que abriera. Se quedó tan de piedra que le llevó un buen rato comprender lo que le había contado. No me creyó, claro, pero al final logré que bajara conmigo y me acompañara a la sala de lectura. Estábamos muy asustados cuando llamamos a la puerta; fue como en un libro de Nancy Drew, cuando piensas que esas chicas son bobas y lo que deberían hacer es llamar a la policía. Sin embargo nadie contestó. Mark abrió la puerta y en la sala no había nadie. Se puso histérico, y empezó a decir que me lo había inventado todo, pero entonces se nos ocurrió que a lo mejor el hombre había subido al piso de arriba, y fuimos a refugiarnos a la cocina, junto al teléfono, con el enorme cuchillo de trinchar de Nell sobre la mesa.

—¿Por qué no me lo contaste?

—Bueno, cuando llegasteis todos a casa, me sentía bastante estúpida, y sabía que sobre todo papá pensaría que era una artimaña de las mías para quedarme con vosotros, y que nada de todo aquello había sucedido... La verdad, sin embargo, es que no fue nada divertido, y no tuve ganas de insistir en el tema. —Alicia se ríe de sus comentarios—. En una ocasión le pregunté a la abuela si había fantasmas en la casa, pero ella me contestó que a su entender, no.

—Y ese individuo, o fantasma, ¿se parecía a Henry?

—¡Sí! Te lo juro, Clare. Casi me muero cuando entrasteis en casa y lo vi. A él, a ese tipo. Incluso su voz sonaba igual. Bueno, el que vi en el sótano tenía el pelo más corto, y era mayor, puede que tuviera unos cuarenta años...

—Pero si ese tipo tenía cuarenta años y dices que eso sucedió hace cinco años... Henry solo tiene veintiocho; por lo tanto, en esa época debía de tener veintitrés, Alicia.

—Ah, sí; pero es tan extraño, Clare... ¿Tiene algún hermano?

—No; y su padre no se parece demasiado a él.

—A lo mejor fue alguna especie de proyección astral o algo parecido.

—Viaje a través del tiempo —apunto yo, sonriendo.

—Sí, ya... En fin, no deja de ser rarísimo.

La pantalla del televisor se queda a oscuras durante un instante, y luego volvemos a ver a Donna en el arbusto de hortensias y a Jimmy Stewart que da vueltas con el albornoz de ella envuelto en un brazo. Él le toma el pelo, y le dice que venderá entradas a quien quiera verla. «Será canalla», pienso, y me sonrojo al recordar todas las cosas desagradables que he hecho o dicho a Henry a propósito de su problema con la desnudez. En ese momento, sin embargo, aparece un coche en escena y Jimmy Stewart le lanza a Donna su albornoz.

—¡Tu padre ha sufrido un ataque! —le dice el conductor del coche, y él se marcha sin apenas echar un vistazo a su espalda, mientras Donna Reed se queda desamparada entre el follaje. Se me humedecen los ojos.

—¡Caray, Clare! No pasa nada. Volverá —me recuerda Alicia.

Sonrío, y nos disponemos a ver al señor Potter hostigando al pobre Jimmy Stewart para que abandone la facultad y se ponga a dirigir una casa de empréstitos condenada al fracaso.

—Cabrón —dice Alicia.

—Cabrón —coincido yo.

H
ENRY
: Nos refugiamos en la calidez y la luz de la iglesia del gélido aire nocturno y se me revuelven las tripas. Nunca he asistido a una misa católica. La última vez que presencié un servicio religioso fue en el funeral de mi madre. Me he asido al brazo de Clare como si fuera un ciego, y es ella quien me conduce por el pasillo central hasta llegar a un banco vacío, en el que nos acomodamos en fila. Clare y su familia se arrodillan sobre los almohadones del reclinatorio, y yo me siento como Clare me ha explicado que debo hacer. Hemos llegado temprano. Alicia ha desaparecido, y Nell está sentada detrás de nosotros con su esposo y su hijo, a quien la Marina le ha concedido un permiso. Dulcie se sienta con una coetánea. Clare, Mark, Sharon y Philip se arrodillan en fila, guardando actitudes distintas: Clare se muestra cohibida; Mark, superficial; Sharon, tranquila y absorta, y Philip, agotado. La iglesia está llena de poinsettias. Huele a cera y a abrigos mojados. Un elaborado pesebre con María, José y su circunstancia preside el extremo derecho del altar. La gente va entrando en fila; eligen asiento y se saludan entre sí. Clare se desliza y se sienta junto a mí, Mark y Philip imitan su ejemplo; Sharon sigue de rodillas durante unos minutos más, y luego terminamos todos sentados en silencio y en fila, esperando. Un hombre vestido con traje sube al escenario (altar o como se llame) y comprueba que los micrófonos funcionan; están conectados a unos pequeños atriles. Finalmente desaparece por la parte de atrás. Ha llegado muchísima gente, la iglesia está abarrotada. Alicia, otras dos mujeres y un hombre aparecen por la izquierda del escenario, con sus instrumentos a cuestas. La rubia es violinista y la del pelo castaño, con un aspecto insignificante, toca la viola; en cuanto al hombre, que es tan anciano que anda encorvado y arrastra los pies, también es violinista. Todos visten de negro. Se sientan en sillas de tijera, encienden las luces de los atriles, remueven sus partituras, tensan diversas cuerdas y se miran los unos a los otros para ponerse de acuerdo. De repente, la gente calla, y en el silencio se pergeña una nota larga y lentísima que inunda el espacio, que no remite a ninguna pieza musical conocida, sino que se limita a existir, a permanecer. Alicia se inclina tanto como le resulta posible a un ser humano, y el sonido que arranca a su instrumento parece surgir de la nada, parece originarse en mis oídos, resonar en mi cráneo, como si unos dedos me acariciaran el cerebro. Luego se detiene. El silencio que sigue es breve, pero absoluto. En ese momento los cuatro músicos entran en acción. Tras la simplicidad de esa única nota su música es disonante, moderna y discordante, y pienso si no se tratará de una pieza de Bartok. Pero entonces identifico lo que estoy oyendo; tocan «Noche de paz». No puedo entender por qué suena de un modo tan extraño hasta que veo que la violinista rubia le pega una patada a la silla de Alicia y, tras cambiar el ritmo, la pieza se centra. Clare me mira y sonríe. Todos en la iglesia se relajan. «Noche de paz» cede el paso a un himno que desconozco. Todos se levantan. Se vuelven hacia la parte posterior de la iglesia y el sacerdote entra por el pasillo central con un largo séquito formado por niños y algunos hombres vestidos con traje. Desfilan con solemnidad hacia la parte delantera de la iglesia y se colocan en sus lugares. La música se detiene en seco. «Oh, no —pienso—, ¿y ahora, qué?» Clare me coge la mano y nos levantamos juntos, entre la multitud, y si existe un Dios, le pido, entonces, «Dios, permíteme quedarme aquí mismo, callado y sin llamar la atención, en este momento presente, aquí y ahora».

C
LARE
: Henry tiene todo el aspecto de estar a punto de desmayarse. Padre nuestro, por favor, no dejes que desaparezca ahora. El padre Compton nos da la bienvenida con su voz de anuncio de la radio. Meto la mano en el bolsillo del abrigo de Henry, introduzco los dedos por el agujero que hay al fondo, encuentro su sexo y lo aprieto. Henry salta como si le hubiera administrado una descarga eléctrica.

—Que el Señor os ilumine —dice el padre Compton.

—Amén —respondemos nosotros con voz serena.

Lo mismo, siempre es lo mismo. Sin embargo, aquí estamos los dos, al fin, para que cualquiera pueda vernos. Noto los ojos de Helen en mi espalda, aburriéndose. Ruth se sienta cinco hileras por detrás de la nuestra, con su hermano y sus padres. Nancy, Laura, Mary Christina, Patty, Dave y Chris, e incluso Jason Everleigh; parece que todos aquellos con quienes fui a la escuela se encuentran presentes esta noche. Echo un vistazo en dirección a Henry, que ignora todo eso. Está sudando. Me mira entonces, y enarca una ceja. La misa sigue su curso. Las lecturas, el Kirieleisón, «La paz sea con vosotros: y con tu espíritu». Nos ponemos en pie para oír la lectura del Evangelio según san Lucas, capítulo segundo. Todos los habitantes del imperio romano viajaban a sus lugares de origen para empadronarse, José y María, «su esposa, que estaba encinta», el nacimiento, milagroso, humilde. Los pañales, el establo. La lógica de la situación siempre se me ha escapado, pero la maravilla del evento es innegable. Los pastores morando en los campos. El ángel: «No temáis, pues os anuncio una gran alegría». Henry sacude la pierna de un modo que me desconcentra. Tiene los ojos cerrados y se muerde los labios. Una legión de ángeles. El padre Compton entona:

—María, por su parte, guardaba todas esas cosas, y las meditaba en su corazón.

—Amén —decimos los feligreses, y nos sentamos a escuchar el sermón.

Henry se inclina hacia delante y me susurra:

—¿Dónde están los servicios?

—Tras esa puerta —le digo, señalándole la puerta por la que han entrado antes Alicia, Frank y las demás concertistas.

—¿Cómo se llega hasta ahí?

—Ve hacia el fondo de la iglesia y luego baja por la nave lateral.

—Si no regreso...

—Tienes que regresar.

Cuando el padre Compton dice: «En esta noche gloriosa entre todas las noches...», Henry se levanta y se marcha deprisa. Mi padre lo sigue con la mirada por los pasillos, hasta que Henry se detiene frente a la puerta. Observo entonces cómo desaparece tras ella y la puerta se cierra a causa del impacto.

H
ENRY
: Me encuentro en lo que parece ser el pasillo de una escuela de primaria. «No te desesperes —me digo—. Nadie puede verte. Escóndete en alguna parte.» Miro a mi alrededor, angustiado, y veo una puerta donde dice: chicos. La abro y entro en un servicio de caballeros en miniatura, con las baldosas marrones, los sanitarios de porcelana diminutos y pegados al suelo y un radiador que quema, intensificando el olor a jabón de institución pública. Abro la ventana unos centímetros y pego la cara a la rendija. Hay árboles de hoja perenne que obstaculizan la vista, si es que hay alguna, y por eso el aire frío que inhalo sabe a pino. Al cabo de unos minutos me siento menos leve. Me tumbo sobre las baldosas y me enrosco hasta que las rodillas me tocan la barbilla. Aquí estoy. Sólido. Ahora. Sobre este suelo de baldosas marrones. Parece una minucia pedir algo así: continuidad. Por descontado, si existe un Dios, querrá que seamos buenos, y sería muy poco razonable esperar que alguien sea bondadoso sin darle ninguna clase de incentivos, y Clare es muy, muy buena, e incluso cree en Dios. ¿Por qué iba a decidir Él dejarla mal delante de toda esa gente...?

Abro los ojos. Los sanitarios de porcelana están circundados por auras iridiscentes, azul celeste, verde y púrpura, y me resigno a marcharme, no puedo detenerme ahora, y tiemblo cuando grito: «¡No!», pero ya me he desvanecido.

C
LARE
: El cura termina el sermón, que trata de la paz mundial, y mi padre se inclina sobre Sharon y Mark y susurra:

—¿Se encuentra mal tu amigo?

—Sí —le respondo bajito—. Tiene dolor de cabeza y a veces le entran náuseas.

—¿Crees que debería ir a ayudarlo?

—¡No! Ya se le pasará.

Mi padre no parece convencido, pero se queda sentado. El cura bendice la hostia. Intento controlar el impulso de salir corriendo para ir a buscar a Henry. Los primeros bancos aguardan turno para recibir la comunión. Alicia toca la suite número dos para chelo de Bach. Es triste y preciosa. Vuelve, Henry. Vuelve.

H
ENRY
: Estoy en mi apartamento, en Chicago. Está oscuro, y me encuentro de rodillas en la sala de estar. Me levanto dando traspiés, y golpeo la librería con el codo.

—¡Joder!

No me lo puedo creer. Ni siquiera he pasado un día entero con la familia de Clare y ya he sido succionado y escupido en mi jodido apartamento como un maldito flipper...

—Eh.

Me vuelvo y me veo a mí mismo, incorporado y somnoliento sobre el sofá cama.

—¿Qué fecha es hoy? —le pregunto nervioso.

—28 de diciembre de 1991.

Cuatro días después.

—No puedo soportarlo más —comento sentándome en la cama.

—Relájate. Regresarás dentro de unos minutos. Nadie se dará cuenta, y todo irá bien durante el resto de la visita.

—¿Ah, sí?

—Sí, deja de gimotear —dice mi yo, imitando a mi padre a la perfección. Quiero golpearlo, pero no serviría de nada. Oigo música de fondo, lejana.

—¿Eso es de Bach?

—¿Cómo? Ah, sí. Está en tu cabeza. Es Alicia.

—Qué raro... ¡Oh!

Corro hacia el lavabo, y casi consigo llegar.

C
LARE
: Los últimos feligreses están recibiendo la comunión cuando Henry aparece por la puerta, un poco pálido, pero andando por su propio pie. Retrocede y sube por el pasillo lateral hasta apretujarse a mi lado.

BOOK: La mujer del viajero en el tiempo
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