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Authors: Audrey Niffenegger

La mujer del viajero en el tiempo (23 page)

BOOK: La mujer del viajero en el tiempo
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—No te lo negaré:
Il a les défauts de ses qualités.
Sin embargo, apuesto lo que sea a que es más fácil enseñar todo eso que enseñar cómo ser... feliz.

—Piensa que tú me haces feliz. Tratar de vivir siendo feliz es lo más difícil del asunto. —Henry juguetea con mi pelo, retorciéndolo como si formara pequeños nudos—. Escucha, Clare. Voy a devolverte a ese pobre imbécil con el que has venido. Estoy sentado arriba, me siento deprimido y no dejo de preguntarme dónde te has metido.

Me doy cuenta de que he olvidado a mi Henry actual por la alegría de volver a ver a mi Henry pasado y futuro, y me avergüenzo por ello. Siento un deseo casi maternal de ir a consolar a ese chico extraño que se está convirtiendo en el hombre que tengo ante mí, el que me besa y me deja, no sin aconsejarme antes que me porte bien. Cuando subo por las escaleras, veo al Henry de mi futuro lanzarse hacia la turba de bailarines, y me desplazo como en un sueño para encontrarme con el Henry que es el hombre de mi momento presente.

Nochebuena, tres

Martes 24, miércoles 25, jueves 26 de diciembre de 1991

Clare tiene 20 años, y Henry 28

C
LARE
: Son las 8.32 del 24 de diciembre, y Henry y yo vamos de camino a Casa Alondra del Prado a pasar las Navidades. Es un día despejado y precioso, y aquí en Chicago no nieva, pero en South Haven hay quince centímetros de nieve. Antes de marcharnos Henry pasa un buen rato repasando el equipaje del coche, comprobando los neumáticos y mirando bajo el capó. No creo que tenga la más remota idea de lo que está buscando. Mi coche es un Honda Civic monísimo de 1990, blanco, y a mí me encanta, pero Henry odia profundamente viajar en automóvil, sobre todo en coches pequeños. Es un copiloto terrible, se coge al brazo de la puerta y se pasa el rato frenando cuando circulamos. Seguramente no tendría tanto miedo si pudiera ser el conductor, pero por razones obvias Henry no tiene carnet de conducir. Finalmente nos metemos en la autopista de peaje que lleva a Indiana este hermosísimo día de invierno; estoy tranquila, y tengo muchas ganas de ver a mi familia, pero Henry me está tocando las narices. Por desgracia, y para empeorar la situación, no ha ido a correr esta mañana. Me he dado cuenta de que Henry necesita unas dosis increíbles de actividad física y continuada para ser feliz. Es como salir a pasear con un galgo. Resulta distinto vivir con Henry en tiempo real. Se pasó toda mi infancia yendo y viniendo, y nuestros encuentros eran concentrados, dramáticos y desconcertantes.

Henry sabía muchísimas cosas que no quería contarme, y la mayor parte del tiempo no me permitía que me acercara a él. Por lo tanto, a mí siempre me embargaba la sensación de estar profundamente insatisfecha. Cuando, al final, lo encontré en el presente, pensé que sería como antes; pero, de hecho, en cierto sentido ha sido muchísimo mejor. En primer lugar, y sobre todo, ya no se niega a tocarme, al contrario, Henry me acaricia, me besa y me hace el amor constantemente. Me siento como si me hubiera convertido en una persona diferente, en alguien que se sumerje en un cálido estanque de placer. Además, ¡me cuenta cosas! Todo lo que le pregunto sobre él, su vida y su familia... me lo cuenta, con nombres, lugares y fechas. Sucesos que me parecían del todo misteriosos de pequeña se me revelan como perfectamente lógicos. No obstante, lo mejor de todo es que lo veo durante largos períodos de tiempo: horas y días. Sé dónde encontrarlo. Va a trabajar y regresa a casa. A veces abro mi agenda solo para mirar la entrada donde dice: Henry DeTamble, Dearborn, 714, 11°, Chicago, Illinois-60610, 312-431-8313. Un apellido, una dirección, un número de teléfono. ¡Puedo llamarlo por teléfono! Es un milagro. Me siento como Dorothy el día que su casa aterrizó en Oz y el mundo pasó de ser en blanco y negro a convertirse en un mundo en color. Hemos dejado atrás Kansas.

De hecho, estamos a punto de atravesar Michigan cuando aparece una estación de servicio. Entro en el aparcamiento y salimos del coche a estirar las piernas. Entramos en el edificio, vemos mapas y folletos para los turistas y una inmensa hilera de máquinas expendedoras.

—Uauuu —exclama Henry, quien se acerca a las máquinas para inspeccionar toda la comida basura que venden; luego empieza a leer los folletos—. «¡Eh, vayamos a Frankenmuth! ¡La Navidad dura los trescientos sesenta y cinco días del año!» ¡Qué espanto! Me haría el haraquiri al cabo de una hora. ¿Tienes cambio?

Encuentro un puñado de monedas en el fondo del monedero y las gastamos con alegría en dos Coca-Colas, una caja de Good & Plenty y una barrita Hershey. Salimos de nuevo al aire frío y seco, cogidos del brazo. Ya en el coche, abrimos las Coca-Colas y consumimos azúcar. Henry me mira el reloj.

—Es patético. Solo son las 9.15.

—Bueno, dentro de un par de minutos serán ya las 10.15.

—Si tú lo dices... Michigan está a una hora de camino. Es de lo más surrealista.

—Todo es surrealista —le digo, con la mirada fija en él—. No puedo creer que vayas a conocer realmente a mi familia. He pasado tanto tiempo escondiéndote de ellos...

—He aceptado porque te amo con locura. Aquí donde me tienes, me he pasado la vida evitando viajar por carretera, conocer a las familias de mis novias y celebrar la Navidad. El hecho de que me enfrente a las tres cosas a la vez demuestra que te quiero.

—Henry... —Me vuelvo hacia él y nos besamos. El beso empieza a convertirse en algo más cuando, por el rabillo del ojo, veo a tres chicos adolescentes con un gran perro, plantados a unos metros de nosotros y observándonos con interés. Henry se vuelve para ver qué es lo que estoy mirando, y los muchachos sonríen y levantan el pulgar antes de encaminarse con tranquilidad hacia el remolque de sus padres...

—Por cierto... ¿Cómo han solucionado en tu casa el tema de las camas?

—Ufff, fatal. Etta me llamó ayer para hablarme de ello. Yo dormiré en mi habitación y tú en el dormitorio azul. Nos separa el pasillo entero; mis padres y Alicia duermen en las dos habitaciones del medio.

—¿Debemos respetar el acuerdo a pies juntillas?

Enciendo el motor del coche y volvemos a la autopista.

—No lo sé porque nunca lo he vivido antes. Mark se lleva a su novia al piso de abajo, a la sala de las visitas, se echan en el sofá y se oyen sus risotadas de madrugada, mientras todos fingimos no darnos cuenta. Si las cosas se complican, siempre podemos bajar a la sala de lectura; yo solía esconderte allí.

—Mmmm. Ya, bien. —Henry mira por la ventana durante un rato—. ¿Sabes? No es tan malo, después de todo.

—¿El qué?

—Ir por carretera. En automóvil. Por la autopista.

—¡Caray! Lo próximo que me dirás es que quieres ir en avión.

—Eso jamás.

—París, El Cairo, Londres, Kioto...

—De ninguna manera. Estoy convencido de que viajaría a través del tiempo y sabe Dios si sería capaz de regresar a un objeto que vuela a cinco mil seiscientos kilómetros por hora. Podría terminar precipitándome desde el firmamento, como Icaro.

—¿De verdad?

—No pienso averiguarlo, eso seguro.

—¿No podrías llegar viajando a través del tiempo?

—Bueno, tengo una teoría. Claro que solo se trata de la Teoría Especial sobre Viajes a Través del Tiempo según Henry DeTamble, y no puede considerarse una Teoría General sobre el Viaje a Través del Tiempo.

—Lo comprendo.

—En primer lugar, considero que es asunto que compete al cerebro. Creo que es un fenómeno muy parecido al de la epilepsia, porque tiende a ocurrir cuando me siento exhausto y se dan ciertas condiciones físicas, como, por ejemplo, la presencia de luces parpadeantes, que pueden desencadenarlo. Por otro lado, actividades como el correr, el sexo y la meditación me ayudan a mantenerme anclado en el presente. En segundo lugar, no ejerzo ninguna clase de control consciente sobre el lugar y el momento adonde voy, la duración de mi viaje o mi regreso. Por lo tanto, programar un viaje a través del tiempo para ir a la Riviera tendría pocas probabilidades de éxito. Dicho lo cual, debo añadir que mi subconsciente parece ejercer un control extraordinario, porque paso muchísimo tiempo en el pasado, presenciando acontecimientos que son interesantes o importantes para mí; y es evidente que pasaré todavía más tiempo, si cabe, visitándote a ti, algo que deseo con todo mi corazón. Por lo general, voy a lugares en los que ya he estado en tiempo real, a pesar de que es cierto que también voy a parar a otros tiempos y espacios más azarosos. Sin embargo, suelo ir al pasado en vez de al futuro.

—¿Has ido al futuro? No sabía que pudieras hacer eso.

Henry parece satisfecho de sí mismo.

—Por el momento mi cota es de cincuenta años en las dos direcciones. Ahora bien, es muy raro que me vaya al futuro, y la verdad es que no creo haber visto demasiadas cosas que me resulten útiles. Siempre es un viaje brevísimo; y puede que además sea incapaz de comprender lo que estoy viendo. Es el pasado lo que ejerce una profunda atracción sobre mí. En el pasado me siento mucho más seguro. Quizá porque el futuro en sí mismo es menos sustancial... No lo sé. Siempre noto como si respirara un aire enrarecido cuando estoy en el futuro. Es una de las razones por las cuales deduzco que me encuentro en el futuro: me noto distinto. Me cuesta mucho más correr. —Henry lanza el comentario con aire pensativo, y, de repente, siento un asomo de terror al imaginarme en un tiempo y un lugar extraños, sin ropa, sin amigos...

—Por esa razón, tus pies...

—Son como el cuero.

Las plantas de los pies de Henry poseen gruesas callosidades, como si pretendieran convertirse en zapatos.

—Soy un animal ungulado. Si alguna vez les ocurre algo a mis pies, más vale que me remates de un disparo.

Circulamos en silencio durante un rato. La carretera se eleva y desciende, campos marchitos de mazorcas salpican el paisaje. Unas granjas se yerguen encaladas bajo el sol del invierno, mostrando sus camionetas, remolques para caballos y coches americanos, aparcados en fila en los largos caminos de entrada. Suspiro. Volver a casa es una experiencia de lo más compleja. Me muero por ver a Alicia y Etta, me preocupa mi madre y no me apetece demasiado tener que tratar con mi padre y Mark. Ahora bien, siento curiosidad por ver cómo se las apañan con Henry, y él con ellos. Me enorgullece el hecho de haber mantenido a Henry en secreto durante tanto tiempo. Catorce años. Cuando eres una niña, catorce años equivalen a toda una vida.

Pasamos delante de un Wal-Mart, La Reina de los Lácteos y un McDonald's. Más campos de maíz. Un huerto. Un Sírvase Usted Mismo de fresas, y otro de arándanos. En verano esta carretera es un largo pasadizo en el que se concentra la fruta, el grano y el capitalismo. No obstante, ahora los campos están muertos y secos, y los coches aceleran por la soleada y fría autovía, haciendo caso omiso de los aparcamientos que les hacen señas.

No pensé en South Haven hasta que me mudé a Chicago. Nuestra casa siempre me pareció una isla, enclavada en una zona segregada del sur, rodeada por el prado, los huertos, los bosques y las granjas; y South Haven era sencillamente «la ciudad», como cuando decíamos: «bajemos a la ciudad a tomarnos un helado». La ciudad eran los colmados, las tiendas de informática, la panadería Mackenzie y las partituras y los discos del Emporio de la Música, la tienda preferida de Alicia. Solíamos quedarnos frente al Estudio de Fotografía Appleyard para inventarnos historias sobre las novias, los bebés y las familias que sonreían con esas horribles muecas desde el escaparate. No creíamos que la biblioteca tuviera un aspecto extraño bajo ese esplendor griego de oropel, y tampoco considerábamos que la cocina fuera limitada y sosa o que las películas que echaban en el Teatro Michigan fueran invariablemente historias intrascendentes. Fue más tarde cuando cambié de opinión, tras convertirme en una habitante de la ciudad, una expatriada ansiosa de distanciarse del estilo paleto de su juventud. De repente, me consume la nostalgia por esa niña que fui, que amaba los campos y creía en Dios, que pasaba muchos días de invierno enferma en casa, sin asistir a la escuela, leyendo a Nancy Drew y chupando pastillas de menta para la tos, que sabía, en fin, guardar un secreto. Echo un vistazo a Henry y veo que se ha quedado dormido.

South Haven, ochenta kilómetros; cuarenta y dos, diecinueve, cinco, uno; carretera de Phoenix, autovía Estrella Azul y, finalmente, avenida Meagram. Toco a Henry para despertarlo, pero descubro que ya está despierto. Sonríe nervioso y mira por la ventana el inacabable túnel de árboles invernales y desnudos, mientras circulamos a toda velocidad. Cuando la verja aparece ante nuestra vista, rebusco en la guantera para coger el mando, las verjas se abren y penetramos en la propiedad.

La casa aparece ante nosotros como el troquelado de un cuento. Henry deja escapar un silbido de admiración, y empieza a reír.

—¿Qué? —le digo a la defensiva.

—No me había dado cuenta de que fuera tan enorme. ¿Cuántos dormitorios tiene este monstruo?

—Veinticuatro.

Etta nos saluda desde la ventana del vestíbulo, mientras recorro el sendero curvo de la entrada principal y me detengo. Tiene el pelo más gris que la última vez que estuve en casa, pero la alegría arrebola sus mejillas. Mientras salimos del automóvil, Etta empieza a bajar con cautela los helados escalones centrales sin el abrigo puesto y luciendo su mejor vestido, el azul marino con el cuello en forma de lazo, intentando mantener el equilibrio de su rechoncha figura sobre unos zapatos muy formales. Me adelanto para cogerla del brazo, pero ella me despide con aspavientos hasta que llega abajo, y entonces me da un abrazo y un beso (respiro con inmenso placer el aroma a Noxzema y polvos que despide Etta) mientras Henry permanece junto a mí, esperando.

—¿Qué tenemos aquí? —pregunta Etta, como si Henry fuera un niño a quien hubiera traído conmigo sin avisar.

—Etta Milbauer, Henry DeTamble.

Veo un disimulado «¡ah!» en el rostro de Henry y me pregunto quién creía que era. Etta sonríe a Henry mientras subimos la escalinata y nos abre la puerta principal. Henry baja la voz y me pregunta:

—¿Y nuestras cosas?

—Peter se encargará de las maletas. Por cierto, ¿dónde está todo el mundo?

Etta nos dice que el almuerzo estará listo en quince minutos y que nos da tiempo a que nos quitemos los abrigos y nos arreglemos antes de comer. Nos deja en el vestíbulo y se retira a la cocina. Me vuelvo, me quito el abrigo y lo cuelgo en el armario del recibidor. Cuando me doy la vuelta de nuevo, veo que Henry está saludando a alguien con la mano. Me fijo bien y veo a Nell, que asoma su cara ancha y de nariz respingona por la puerta del comedor, sonriendo, y atravieso el vestíbulo corriendo para darle un besazo bien húmedo. Ella se ríe por el gesto y me dice:

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