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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

La música del azar (11 page)

BOOK: La música del azar
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—Una mitad pertenece a Willie y la otra es mía —dijo Flower.

—Esto parece un invernadero —dijo Pozzi—. ¿Es a eso a lo que os dedicáis, a cultivar plantas o algo así?

—No exactamente —contestó Flower—. Pero cultivamos otras cosas. Nuestros intereses, nuestras pasiones, el jardín de nuestras mentes. Da igual el dinero que tengas. Si no hay una pasión en tu vida, no vale la pena vivir.

—Bien dicho —dijo Pozzi, asintiendo con fingida seriedad—. Yo mismo no lo habría expresado mejor, Bill.

—Da lo mismo qué parte visitemos primero —dijo Flower—, pero sé que Willie está especialmente deseoso de enseñarles su ciudad. Quizá deberíamos empezar por la puerta de la izquierda.

Sin esperar a oír la Opinión de Stone al respecto, Flower abrió la puerta y con un gesto hizo pasar a Nashe y Pozzi. La habitación era mucho mayor de lo que Nashe había imaginado, un lugar de dimensiones parecidas a las de un establo. Con su alto techo transparente y su suelo de madera clara, parecía todo espacio y luz, casi una habitación suspendida en medio del aire. A lo largo de la pared de la izquierda había una serie de bancos y mesas, cuyas superficies estaban abarrotadas de herramientas, restos de madera y un extraño surtido de objetos de metal. La única otra cosa que había en el cuarto era una enorme plataforma que se alzaba en el centro del suelo, cubierta con lo que parecía una maqueta a escala, en miniatura, de una ciudad. Era algo maravilloso de ver, con sus locos capiteles y edificios realistas, sus estrechas calles y microscópicas figuras humanas, y cuando los cuatro se aproximaban a la plataforma, Nashe empezó a sonreír, atónito ante la pura inventiva y la primorosa minuciosidad de todo ello.

—Se llama la Ciudad del Mundo —dijo Stone modestamente, casi haciendo un esfuerzo para pronunciar las palabras—. Está aún a medio terminar, más o menos, pero supongo que podrán hacerse una idea de cómo llegará a ser.

Hubo una ligera pausa mientras Stone buscaba algo más que decir y Flower aprovechó ese breve intervalo para empezar a hablar de nuevo, actuando como uno de esos padres orgullosos y dominantes que siempre obligan a su hijo a tocar el piano ante los invitados.

—Willie lleva ya cinco años trabajando en esto —dijo—, y tendrán que reconocer que es asombroso, una obra fabulosa. Miren el ayuntamiento. Tardó cuatro meses en hacer sólo ese edificio.

—Me gusta trabajar en ello —dijo Stone, sonriendo tímidamente—. Así es como me gustaría que fuese el mundo. Aquí todo pasa al mismo tiempo.

—La ciudad de Willie es más que un simple juguete —dijo Flower—, es una visión artística de la humanidad. En un sentido, es una autobiografía, pero en otro sentido es lo que podríamos llamar una utopía; un lugar donde el pasado y el futuro se juntan, donde el bien finalmente triunfa sobre el mal. Si miran con atención, verán que muchas de las figuras representan al propio Willie. Allí, en el parque infantil, le ven de niño. Más allá, le ven de adulto puliendo lentes en su tienda. Allí, en la esquina de esa calle, estamos los dos comprando el billete de lotería. Su esposa y sus padres están enterrados en ese cementerio, pero también están aquí, flotando como ángeles sobre esta casa. Si se agachan, verán a la hija de Willie cogida de su mano en los escalones de la entrada. Eso es lo que podríamos llamar el telón de fondo privado, el material personal, el componente interior. Pero todas estas cosas se integran en un contexto más amplio. Son únicamente un ejemplo, una ilustración del viaje de un hombre por la Ciudad del Mundo. Miren el Palacio de Justicia, la Biblioteca, el Banco y la Prisión. Willie los llama los Cuatro Reinos de la Unión, y cada uno desempeña un papel fundamental para mantener la armonía de la ciudad. Si miran la Prisión, verán que todos los presos están trabajando alegremente en diversas tareas, que todos están sonriendo. Es porque están contentos de que les castiguen por sus delitos y de estar ahora aprendiendo a recobrar, por medio del trabajo duro, la bondad que hay en ellos. Eso es lo que yo encuentro tan inspirador de la ciudad de Willie. Es un lugar imaginario, pero también realista. El mal sigue existiendo pero los poderes que gobiernan la ciudad han encontrado la manera de transformar ese mal nuevamente en bien. Aquí reina la sabiduría, pero la lucha es constante a pesar de todo y se requiere gran vigilancia por parte de todos los ciudadanos, cada uno de los cuales lleva la ciudad entera dentro de sí. William Stone es un gran artista, caballeros, y considero un gran honor contarme entre sus amigos.

Mientras Stone se sonrojaba y miraba al suelo, Nashe señaló una zona vacía de la plataforma y le preguntó cuáles eran sus planes para esa sección. Stone levantó la cabeza, miró al vacío por un momento y luego sonrió al pensar en el trabajo que le esperaba.

—La casa en la que nos encontramos ahora —dijo—. La casa y luego la finca, los campos y los bosques. A la derecha —y entonces señaló en dirección al extremo opuesto— estoy pensando en hacer una maqueta separada de este cuarto. Yo estaría en él, naturalmente, lo que significa que también tendría que construir otra Ciudad del Mundo. Una segunda ciudad más pequeña para que quepa en la habitación dentro de la habitación.

—¿Quiere decir una maqueta de la maqueta? —preguntó Nashe.

—Sí, una maqueta de la maqueta. Pero antes tengo que acabar todo lo demás. Sería el último elemento, algo que añadiría sólo al final.

—Nadie podría hacer algo tan pequeño —dijo Pozzi, mirando a Stone como si estuviera loco—. Te quedarías ciego tratando de hacer una cosa así.

—Tengo mis lentes —dijo Stone—. Todo el trabajo más pequeño lo hago con lupas.

—Pero si hiciera la maqueta de la maqueta —dijo Nashe—, teóricamente tendría que hacer otra maqueta aún más pequeña de esa maqueta. Una maqueta de la maqueta de la maqueta. Eso podría continuar indefinidamente.

—Sí, supongo que sí —dijo Stone, sonriendo por el comentario de Nashe—. Pero creo que sería muy difícil pasar del segundo nivel, ¿no le parece? No me refiero sólo a la construcción, también me refiero al tiempo. He tardado cinco años en llegar hasta aquí. Probablemente me costará otros cinco acabar la primera maqueta. Si la maqueta de la maqueta es tan difícil como creo que será, puede que incluso veinte. Ahora tengo cincuenta y seis años. Si sumamos, veremos que seré muy viejo cuando termine. Y nadie vive eternamente. Al menos eso es lo que yo pienso. Quizá Bill tenga otras ideas respecto a eso, pero yo no apostaría mucho dinero por ellas. Antes o después, voy a dejar este mundo igual que todos.

—¿Quieres decir —preguntó Pozzi, alzando la voz por la incredulidad— que te propones trabajar en esta cosa el resto de tu vida?

—Oh, sí —dijo Stone, casi escandalizado de que alguien hubiera podido dudarlo—. Por supuesto que sí.

Hubo un breve silencio mientras este comentario calaba, y luego Flower rodeó con un brazo los hombros de Stone y dijo:

—No pretendo tener ninguno de los talentos artísticos de Willie. Pero tal vez sea mejor así. Dos artistas en la misma casa podría resultar un poco excesivo. Alguien tiene que ocuparse del aspecto práctico de las cosas, ¿eh, Willie? Se necesitan toda clase de personas para hacer un mundo.

La interminable charla de Flower continuó mientras salían del taller de Stone, volvían al corredor y se acercaban a la otra puerta.

—Como verán, caballeros —iba diciendo—, mis intereses van completamente en otra dirección. Por naturaleza, supongo que se me podría considerar un anticuario. Me gusta buscar objetos históricos que tengan algún valor o importancia, rodearme de restos tangibles del pasado. Willie hace cosas; a mí me gusta coleccionarlas.

La mitad del ala este que pertenecía a Flower era totalmente distinta de la de Stone. En lugar de ser una gran zona abierta, la suya estaba dividida en una red de cuartos más pequeños y, de no ser por la cúpula de cristal en lo alto, el ambiente podría haber sido agobiante. Cada uno de los cinco cuartos estaba ahogado por los muebles, las librerías atestadas, las alfombras, las plantas y una multitud de chucherías, como si el propósito hubiese sido reproducir el denso y recargado estilo de un salón victoriano. Según les explicó Flower, sin embargo, había cierto método en el aparente desorden. Dos de los cuartos estaban dedicados a su biblioteca (primeras ediciones de autores ingleses y norteamericanos en uno; su colección de libros de historia en el otro), un tercer cuarto lo ocupaban sus cigarros puros (una cámara de temperatura controlada con el techo en pendiente que albergaba sus existencias de obras maestras liadas a mano: puros de Cuba y Jamaica, de las Islas Canarias y de las Filipinas, de Sumatra y de la República Dominicana) y una cuarta habitación era el despacho desde el cual dirigía sus asuntos financieros (una habitación anticuada como las otras, pero en la que había también varias piezas de equipo moderno: teléfono, máquina de escribir, ordenador, fax, archivadores, etc.). La última habitación tenía el doble de tamaño que cualquiera de las otras y, al estar notablemente menos abarrotada, a Nashe le pareció casi agradable por contraste. Este era el lugar donde Flower conservaba sus objetos históricos memorables. Largas hileras de vitrinas de exposición ocupaban el centro del cuarto, y en las paredes había estanterías de caoba y armarios con puertas de cristal. A Nashe le pareció que había entrado en un museo. Cuando miró a Pozzi, el muchacho le dedicó una sonrisa bobalicona y puso los ojos en blanco, dejando perfectamente claro que estaba muerto de aburrimiento.

A Nashe la colección le pareció más curiosa que aburrida. Primorosamente montado y etiquetado, cada objeto aparecía bajo el cristal como proclamando su propia importancia, pero en realidad había poca cosa interesante. La sala era un monumento a la trivialidad, llena de artículos de un valor tan marginal que Nashe se preguntó si no sería una especie de broma. Pero Flower parecía demasiado orgulloso de sí mismo para comprender lo ridículo que era aquello. No cesaba de referirse a las piezas como «joyas» o «tesoros», ignorando la posibilidad de que hubiese personas en el mundo que no compartieran su entusiasmo, y durante la media hora que se prolongó la visita Nashe tuvo que reprimir un impulso de compadecerle.

A la larga, sin embargo, la impresión que perduró de esa sala fue muy diferente de lo que Nashe había imaginado. En las semanas y los meses que siguieron se encontró a menudo pensando en lo que había visto allí, y le asombró darse cuenta de la cantidad de objetos que podía recordar. Empezaron a adquirir para él una cualidad luminosa, casi trascendente, y siempre que tropezaba con uno de ellos en su mente, desenterraba una imagen tan clara que parecía resplandecer como una aparición de otro mundo. El teléfono que en otro tiempo había estado en la mesa de despacho de Woodrow Wilson. Un pendiente con una perla que había llevado Sir Walter Raleigh. Un lápiz que se había caído del bolsillo de Enrico Fermi en 1942. Los gemelos de campo del general McClellan. Un puro a medio fumar robado de un cenicero del despacho de Winston Churchill. Una sudadera que había llevado Babe Ruth en 1927. La Biblia de William Seward. El bastón que usó de muchacho Nathaniel Hawthorne cuando se rompió una pierna. Unas gafas que había utilizado Voltaire. Era todo tan azaroso, tan tergiversado, tan absolutamente fuera de lugar. El museo de Flower era un cementerio de sombras, un templo demente al espíritu de la nada. Si esos objetos continuaban llamándole, comprendió Nashe, se debía a que eran impenetrables, a que se negaban a divulgar nada de sí mismos. No tenían nada que ver con la historia, nada que ver con los hombres a los que habían pertenecido. La fascinación era simplemente por los objetos como cosas materiales y la forma como habían sido arrancados de cualquier contexto posible, condenados por Flower a continuar existiendo sin ninguna razón: difuntos, privados de propósito, solos en sí mismos ya para siempre. Era el aislamiento lo que obsesionaba a Nashe, la imagen de irreductible separación lo que ardía en su memoria, y por mucho que se esforzó en conseguirlo, nunca se vio libre de ella.

—He empezado a desviarme a nuevas áreas —dijo Flower—. Las cosas que ven aquí son lo que podríamos llamar retazos, recuerdos diminutos, motas de polvo que se han escapado por las rendijas. Ahora he iniciado un nuevo proyecto que al final hará que todo esto parezca un juego de niños. —El hombre calló un momento, acercó una cerilla al cigarro apagado y luego dio varias caladas hasta que su cara estuvo envuelta en humo—. El año pasado Willie y yo hicimos un viaje a Inglaterra e Irlanda. No hemos viajado mucho, lamento decirlo, y esa breve visión de la vida en el extranjero nos proporcionó un enorme placer. Lo mejor fue descubrir cuántas cosas antiguas hay en esa parte del mundo. Nosotros los norteamericanos estamos siempre demoliendo lo que construimos, destruyendo el pasado para empezar de nuevo, precipitándonos de cabeza hacia el futuro. Pero nuestros primos del otro lado del charco le tienen más cariño a su historia, les consuela saber que pertenecen a una tradición, a antiquísimos hábitos y costumbres. No les aburriré extendiéndome sobre mi amor al pasado. No tienen más que mirar a su alrededor para saber cuánto significa para mí. Mientras estaba allí con Willie, visitando los lugares y los monumentos antiguos, se me ocurrió que tenía la oportunidad de hacer algo en grande. Estábamos en el oeste de Irlanda y un día, cuando íbamos en coche por la campiña, vimos un castillo del siglo
XV
. No era más que un montón de piedras, en realidad, que se alzaba abandonado en un pequeño valle, con un aspecto tan triste y desamparado que mi corazón se prendó de él. Para abreviar una larga historia, decidí comprarlo y traérmelo a Estados Unidos. Eso llevó algún tiempo, naturalmente. El dueño era un vejete de nombre Muldoon, Lord Patrick Muldoon, y, como es natural, se resistía a vender. Fue necesaria cierta persuasión por mi parte, pero el dinero manda, como se suele decir, y al final conseguí lo que quería. Las piedras del castillo fueron cargadas en camiones y transportadas hasta un barco en Cork. Luego cruzaron el océano, las cargaron otra vez en camiones y nos las trajeron a nuestra finquita en los bosques de Pennsylvania. Fantástico, ¿no? La operación costó un buen puñado de billetes, se lo aseguro, pero ¿qué se podía esperar? Había más de diez mil piedras y ya pueden imaginarse lo que pesaba esa clase de carga. Pero ¿por qué preocuparse cuando el dinero no es un obstáculo? El castillo llegó hace menos de un mes, y mientras estamos aquí hablando, está en esta finca, en un prado en el extremo norte de nuestras tierras. Imagínense, caballeros. Un castillo irlandés del siglo
XV
derruido por Oliver Cromwell. Una ruina histórica del mayor interés, y es propiedad de Willie y mía.

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