La música del azar (28 page)

Read La música del azar Online

Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

BOOK: La música del azar
9.98Mb size Format: txt, pdf, ePub

—No es malo. Tiene que gustarte estar solo, pero, una vez resuelto eso, lo demás es fácil.

Floyd estaba empezando a ponerle nervioso. El tipo era un zoquete, pensó Nashe, un imbécil de los pies a la cabeza, y cuanto más hablaba más le recordaba a su hijo. Los dos tenían el mismo desesperado deseo de agradar, la misma timidez de cervatillo, la misma expresión en los ojos de estar perdidos. Al mirarle, uno nunca pensaría que fuese capaz de hacer daño a nadie, pero le había hecho daño a Jack aquella noche, Nashe estaba seguro de ello, y era precisamente aquel vacío que había dentro de él lo que lo había hecho posible, aquel abismo de carencia. No se trataba de que Floyd fuese una persona cruel o violenta, pero era grande y fuerte y siempre servicial, y quería al abuelo más que a nadie en el mundo. Lo llevaba escrito en la cara, y cada vez que volvía los ojos en dirección a Murks era como si estuviera mirando a un dios. El abuelo le había dicho que lo hiciera y él lo había hecho.

Después de la tercera o cuarta ronda de copas, Floyd le preguntó a Nashe si le apetecería jugar al billar. Había varias mesas en la sala del fondo, dijo, y era seguro que alguna estaría libre. Nashe se sentía ya un poco mareado, pero aceptó de todas formas, agradeciendo la oportunidad de levantarse de su silla y poner fin a la conversación. Eran cerca de las once y la clientela de Ollie’s era ya más escasa y menos ruidosa. Floyd le preguntó a Murks si quería ir con ellos, pero Calvin dijo que prefería quedarse donde estaba y acabarse su copa.

La sala era grande y mal iluminada y tenía cuatro mesas de billar en el centro y varías máquinas tragaperras y juegos de ordenador a lo largo de las paredes. Se detuvieron junto a la taquera al lado de la puerta para elegir los tacos, y cuando se acercaban a una de las mesas libres Floyd preguntó si no creía que sería más interesante si hacían una pequeña apuesta amistosa. Nashe nunca había sido muy buen jugador de billar, pero no se lo pensó dos veces antes de decir que sí. Se dio cuenta de que deseaba derrotar a Floyd de la peor manera y no había duda de que jugarse algún dinero le ayudaría a concentrarse.

—No tengo dinero en efectivo —dijo—. Pero te pagaré en cuanto cobre la semana que viene.

—Lo sé —dijo Floyd—. Si no creyera que me pagarías no te lo habría propuesto.

—¿Cuánto quieres que apostemos?

—No sé. Depende de lo que hayas pensado.

—¿Qué te parecen diez dólares la partida?

—¿Diez dólares? De acuerdo, me parece bien.

Jugaron a ocho bolas en una de aquellas mesas de superficie irregular y Nashe apenas pronunció palabra durante todo el tiempo que estuvieron allí. Floyd no era malo, pero, a pesar de su borrachera, Nashe era mejor y acabó jugando con sus cinco sentidos, afinando la puntería en sus tiradas con una habilidad y precisión que superaba la conseguida en cualquiera de sus partidas anteriores. Se sentía absolutamente contento y relajado, y cuando cogió el ritmo de las bolas que entrechocaban y rodaban, el taco empezó a deslizarse entre sus dedos como si se moviera solo. Ganó las primeras cuatro partidas por márgenes crecientes (por una bola, por dos bolas, por cuatro, por seis), y después ganó la quinta antes de que Floyd pudiera hacer una sola jugada, metiendo dos bolas rayadas de entrada y pasando de ahí a limpiar la mesa, para acabar de forma espectacular metiendo la octava bola en la tronera con una tirada combinada a tres bandas.

—Por mi parte, he tenido suficiente —dijo Floyd después de la quinta partida—. Supuse que serías bueno, pero esto es ridículo.

—Pura suerte —dijo Nashe, procurando borrar la sonrisa de su cara—. Generalmente soy bastante flojo. Esta noche se me han dado bien las cosas.

—Flojo o no, parece que te debo cincuenta pavos.

—Olvídate del dinero, Floyd. No tiene ninguna importancia.

—¿Cómo que me olvide? Acabas de ganarme cincuenta pavos. Son tuyos.

—No, no, te digo que te los quedes. No quiero tu dinero.

Floyd siguió intentando ponerle los cincuenta dólares en la mano, pero Nashe se mostró igualmente firme en su negativa a aceptarlos y finalmente Floyd comprendió que Nashe hablaba en serio, que no estaba únicamente haciendo un numerito.

—Cómprale un regalo a tu hijo —le dijo Nashe—. Si quieres complacerme, gástatelo en él.

—Es muy generoso por tu parte —dijo Floyd—. La mayoría de los tíos no dejarían escapar cincuenta pavos así por las buenas.

—Yo no soy la mayoría de los tíos —contestó Nashe.

—Supongo que estoy en deuda contigo —dijo Floyd, dándole una palmada en la espalda en una torpe demostración de gratitud—. Si necesitas un favor, no tienes más que pedírmelo.

Era una de esas frases vacías que la gente dice en estas ocasiones, y en cualquier otra circunstancia probablemente Nashe la hubiera dejado correr. Pero de pronto se encontró entusiasmado por el brillo de una idea y, no queriendo perder la oportunidad que acababan de darle, miró a Floyd directamente a la cara y dijo:

—Bueno, ahora que lo mencionas, hay una cosa que quizá podrías hacer por mí. Es algo sin importancia realmente, pero tu ayuda serviría de mucho.

—Claro, Jim —dijo Floyd—. Dime.

—Déjame que conduzca yo el coche de vuelta a casa.

—¿Quieres decir el coche del abuelo?

—Eso es, el coche del abuelo. El coche que fue mío.

—No creo que yo sea el más indicado para decir sí o no, Jim. El coche es del abuelo y es a él a quien tienes que pedírselo. Pero ciertamente te apoyaré.

Resultó que a Murks no le importó. Estaba muy cansado, dijo, y había pensado pedirle a Floyd que condujera. Si Floyd quería dejar que lo hiciera Nashe, él no tenía inconveniente. Con tal que llegaran a donde iban, ¿qué más daba?

Cuando salieron, descubrieron que estaba nevando. Era la primera nevada del año y caía en grandes y húmedos copos, la mayoría de los cuales se derretían en el mismo instante en que tocaban el suelo. Las iluminaciones navideñas de la calle ya habían sido apagadas y el viento había dejado de soplar. El aire estaba inmóvil ahora, tan inmóvil que casi parecía que hacía calor. Nashe respiró hondo, miró al cielo y permaneció allí un momento mientras la nieve le caía en la cara. Se dio cuenta de que se sentía feliz, más feliz de lo que lo había sido en mucho tiempo.

Cuando llegaron al aparcamiento, Murks le tendió las llaves del coche. Nashe metió la llave en la cerradura de la puerta delantera, pero justo cuando iba a abrirla para subir al coche apartó la mano y se echó a reír.

—Eh, Calvin —dijo—. ¿Dónde diablos estamos?

—¿Qué quieres decir? —preguntó Murks.

—En qué pueblo.

—Billings.

—¿Billings? Creí que eso estaba en Montana.

—Billings, Nueva Jersey.

—¿O sea que ya no estamos en Pennsylvania?

—No, tienes que cruzar el puente para volver allí. ¿No lo recuerdas?

—No recuerdo nada.

—Toma la Ruta Dieciséis. Te lleva directo.

No había pensado que fuera tan importante para él, pero una vez se hubo situado detrás del volante, notó que le temblaban las manos. Puso en marcha el motor, encendió las luces y los limpiaparabrisas y salió despacio del aparcamiento marcha atrás. No había pasado tanto tiempo, pensó, sólo tres meses y medio. Y sin embargo tardó un rato en volver a sentir el antiguo placer. Le distraía Murks tosiendo a su lado y Floyd parloteando en el asiento trasero sobre cómo había perdido las partidas de billar, y únicamente cuando encendió la radio consiguió olvidarse de que iban con él, de que no estaba solo como lo había estado durante todos aquellos meses en los que recorrió Estados Unidos una y otra vez. Comprendió que no deseaba volver a hacerlo, pero una vez que dejaron atrás el pueblo y pudo acelerar en la carretera vacía, era difícil no fingir durante un rato, no imaginar que había vuelto a aquellos días anteriores a que comenzara la verdadera historia de su vida. Aquélla era la única oportunidad que tendría y quería saborear lo que le habían dado, llevar lo más lejos posible el recuerdo de quién había sido en otro tiempo. La nieve caía en remolinos sobre el parabrisas y en su mente vio a los cuervos calándose sobre el prado, lanzando sus misteriosos gritos mientras él los veía pasar por encima. El prado estaría hermoso nevado, pensó, y confió en que continuara nevando toda la noche para poder verlo así al despertar por la mañana. Se imaginó la inmensidad del campo blanco y que la nevada seguía hasta cubrir incluso las montañas de piedras, hasta que todo desapareciera bajo una avalancha de blancura.

Había sintonizado una emisora de música clásica y reconoció las notas como algo conocido, una pieza que había escuchado muchas veces. Era el andante de un cuarteto de cuerda del siglo
XVIII
, pero aunque conocía cada pasaje de memoria, el nombre del compositor se le escapaba. Consiguió reducir las posibilidades a Mozart o Haydn, pero ahí se atascó. Un momento le parecía obra de uno y luego, casi inmediatamente, empezaba a sonar como algo compuesto por el otro. Podía ser uno de los cuartetos que Mozart dedicó a Haydn, pensó Nashe, pero también podría ser al contrario. En cierto punto la música de ambos parecía encontrarse y ya no era posible distinguirlas. Sin embargo, Haydn había vivido hasta una madura vejez y había sido honrado con nombramientos y puestos cortesanos y todas las ventajas que el mundo de su época podía ofrecer. Y Mozart había muerto joven y pobre y su cuerpo había sido arrojado a una fosa común.

Para entonces Nashe había puesto el coche a noventa y sentía que tenía un control absoluto del mismo mientras corría por la estrecha y serpenteante carretera comarcal. La música había hecho retroceder a Murks y Floyd a un segundo término y ya no oía nada más que los cuatro instrumentos de cuerda que derramaban sus sonidos en el oscuro y cerrado espacio. Iba a ciento cinco e inmediatamente oyó que Murks le gritaba a través de otro ataque de tos.

—¡Maldito imbécil! —le oyó decir—. ¡Vas demasiado rápido!

A modo de respuesta, Nashe pisó el acelerador y puso el coche a ciento veinte, tomando la curva con una ligera pero firme presión de sus manos en el volante. ¿Qué sabe Murks de conducir?, pensó. ¿Qué sabe Murks de nada?

En el preciso momento en que el coche cogía los ciento treinta, Murks se inclinó hacia adelante y apagó la radio. El súbito silencio fue como una sacudida para Nashe y automáticamente se volvió hacia el viejo y le dijo que no se metiera donde nadie le llamaba. Cuando miró de nuevo a la carretera un instante después ya vio el faro que apareció ante él. Había surgido de la nada, una estrella ciclópea que venía lanzada directamente contra sus ojos, y en el repentino pánico que le invadió su único pensamiento fue que aquél era el último pensamiento que tendría nunca. No había tiempo de parar, no había tiempo de evitar lo que iba a ocurrir, así que en lugar de pisar bruscamente el freno, apretó aún más el acelerador. Oyó a Murks y a su yerno aullar a lo lejos, pero sus voces sonaban sofocadas, ahogadas por el rugido de la sangre en su cabeza. La luz estaba ya sobre él y Nashe cerró los ojos incapaz de seguir mirándola.

PAUL AUSTER nació en 1947 en Nueva Jersey y estudió en la Universidad de Columbia. Tras un breve período como marino en un petrolero, vivió tres años en Francia, donde trabajó como traductor, «negro» literario y cuidador de una finca; desde 1974 reside en Nueva York. Ha publicado la llamada «Trilogía de Nueva York» (que comprende las novelas
Ciudad de cristal
,
Fantasmas
y
La habitación cerrada
),
El país de las últimas cosas
,
La invención de la soledad
,
El Palacio de la Luna
y
La música del azar
. También es autor del libro de poemas
Disappearances
y del libro ensayístico
The Art of Hunger
.

El
Palacio de la Luna
, publicada en esta colección, le valió la consagración internacional. Así, en la revista
Lire
, fue elegido como el mejor libro editado en Francia en 1990, calificándose a su autor de «mitad Chandler, mitad Beckett». La crítica española la saludó también de forma entusiasta: «Magnífico retrato del alma secreta del hombre urbano» (
El País
); «Una de las novelas más complejas, elegantes, refinadas e inteligentes de los últimos años» (Sergio Villa-San-Juan,
La Vanguardia
); «Tiene la magia exacta de los mitos que nos valen para vivir… Pertenece al club de las novelas que desearíamos no terminar de leer nunca» (Justo Navarro).

Notas

[1]
Figuradamente, premio gordo en la lotería, el bingo, etc. (
N. de la T.
)
<<

[2]
Crap
es mierda,
crappy
seña algo así como «mierdero». (
N. de la T.
)
<<

[3]
El juego de palabras se basa en que la pronunciación de
stake
, «apuesta», es idéntica a la de
steak
, «solomillo». (
N. de la T.
)
<<

[4]
Stone
significa «piedra». (
N. de la T.
)
<<

[5]
Víspera de Todos los Santos. En Estados Unidos es costumbre disfrazarse en esa fecha. (
N. de la T.
)
<<

Other books

Still Waters by Rebecca Addison
The Ravagers by Donald Hamilton
Heart's Surrender by Emma Weimann
Bloodrage by Helen Harper
Sparrow's Release by Darke, Shiloh
Heading South by Dany Laferrière
His Black Sheep Bride by Anna DePalo