La música del azar (26 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

BOOK: La música del azar
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—¿Cómo se hacia llamar?

—Dolly.

—Sí, yo también lo probé durante algún tiempo, pero no era mucho mejor. Sólo sirve si eres gorda. Dolly. Es un nombre para una mujer gorda.

—Bueno, mi madre era bastante gorda, ahora que lo dices. No siempre, pero en los últimos años de su vida había engordado mucho. Demasiada bebida. A algunas personas les hace ese efecto. Tiene que ver con la forma como el alcohol se metaboliza en la sangre.

—Mi viejo bebió como un pez durante años, pero siempre fue un cabrón muy flaco. Sólo se le notaba en las venas que tenía en la nariz.

La conversación continuó así durante un rato, y cuando se acabó la cinta se sentaron en el sofá y abrieron una botella de whisky. Casi previsiblemente, Nashe imaginó que se estaba enamorando de ella, y ahora que el hielo se había roto empezó a hacerle toda clase de preguntas sobre ella, tratando de crear una intimidad que de alguna forma enmascarase la naturaleza de la transacción y la convirtiese a ella en alguien real. Pero la charla también era parte de la transacción, y aunque ella le contó muchas cosas, él comprendió que en el fondo sólo estaba haciendo su trabajo, que hablaba porque él era uno de esos clientes a los que les gusta hablar. Todo lo que la chica decía parecía verosímil, pero al mismo tiempo él intuía que ya lo había contado muchas veces, que sus palabras no eran tanto falsas como ficticias, un engaño del que poco a poco ella misma se había convencido, igual que Pozzi se había engañado con sus sueños respecto al Campeonato Mundial de Póquer. En un momento dado incluso le dijo que hacer la calle no era más que una solución temporal para ella.

—En cuanto ahorre suficiente pasta —le dijo—, voy a dejar esta vida y meterme en el mundo del espectáculo.

Era imposible no sentir pena por ella, imposible no entristecerse por su pueril banalidad, pero Nashe había ido demasiado lejos ya para permitir que eso se interpusiera en su camino.

—Creo que serás una actriz maravillosa —le dijo—. En cuanto empecé a bailar contigo me di cuenta de que eras una bailarina de verdad. Te mueves como un ángel.

—Follar te mantiene en forma —dijo ella muy seria, afirmándolo como si fuese un hecho comprobado médicamente—. Es bueno para la pelvis. Y si hay una cosa que he hecho mucho en los dos últimos años es follar. A estas alturas debo ser tan flexible como una contorsionista.

—Da la casualidad de que conozco a algunos agentes en Nueva York —dijo Nashe, ya incapaz de contenerse—. Uno de ellos tiene ahora un gran montaje y estoy seguro de que le interesaría hacerte una prueba. El tipo se llama Sid Zeno. Si quieres puedo llamarle mañana y concertar una cita.

—No estamos hablando de cine porno, ¿verdad?

—No, no, nada de eso. Zeno se dedica exclusivamente a la cosa de calidad. Esta llevando a algunos de los mejores talentos jóvenes del cine de ahora.

—No es que no estuviera dispuesta a hacerlo, entiéndeme. Pero una vez que te metes en eso es difícil salir. Te encasillan y luego nunca tienes la oportunidad de hacer ningún papel con la ropa puesta. Quiero decir que mi cuerpo está bien, pero tampoco es nada extraordinario. Yo preferiría hacer algo donde realmente pudiera interpretar. Ya sabes, conseguir un papel en un serial de televisión de los que ponen por el día, o tal vez incluso intentar algo en una comedia de situación. Puede que no te resulte evidente, pero cuando me pongo, puedo ser muy graciosa.

—No hay problema. Sid también tiene buenos contactos con televisión. Ahí fue donde empezó en realidad. En los años cincuenta fue uno de los primeros agentes que trabajaba exclusivamente para televisión.

Nashe apenas sabía ya lo que decía. Lleno de deseo, pero temiendo a medias lo que sucedería con ese deseo, siguió parloteando como si pensara que la chica podía creerse realmente las tonterías que le estaba diciendo. Pero una vez que pasaron al dormitorio, no le decepcionó. Empezó por dejar que la besara en la boca, y como Nashe no había osado esperar tal cosa, instantáneamente imaginó que se estaba enamorando de ella. Era cierto que su cuerpo desnudo era menos que hermoso, pero una vez hubo comprendido que ella no iba a meterle prisas ni a humillarle demostrando su aburrimiento, ya no le importó su aspecto. Hacía mucho tiempo, después de todo, y cuando se tumbaron en la cama ella demostró los talentos de su excesivamente atareada pelvis con tanto orgullo y abandono que a él ni se le ocurrió que el placer que ella parecía estar sintiendo pudiera no ser auténtico. Al cabo de un rato su cerebro estaba tan revuelto que perdió la cabeza y acabó diciéndole un montón de idioteces, cosas tan estúpidas e inapropiadas que si no hubiese sido él quien las decía habría pensado que estaba loco.

Lo que le propuso fue que se quedara allí y viviera con él hasta que acabase el muro. El la cuidaría, le dijo, y una vez que el trabajo estuviera terminado se irían juntos a Nueva York y él se encargaría de llevar su carrera profesional. Nada de Sid Zeno. El lo haría mucho mejor porque creía en ella, porque estaba loco por ella. No vivirían en el remolque más que un mes o dos y ella no tendría que hacer nada más que descansar. Él haría todas las comidas y todas las tareas domésticas y para ella serían unas vacaciones, una forma de olvidar los últimos dos años. La vida en el prado no era mala. Era tranquila, sencilla y buena para el alma. Pero él ahora necesitaba compartirla con alguien. Llevaba demasiado tiempo solo y creía que ya no podía continuar así. Era demasiado pedirle a nadie, dijo, y la soledad estaba empezando a volverle loco. La semana anterior casi había matado a alguien, un niño inocente, y temía que le ocurrieran cosas peores si no hacía algunos cambios en su vida muy pronto. Si ella aceptaba quedarse allí con él, haría cualquier cosa por ella. Le daría lo que quisiera. La amaría hasta que estallara de felicidad.

Afortunadamente, pronunció este discurso con tal pasión y sinceridad que no le dejó a ella otra posibilidad que pensar que era una broma. Nadie podía decir tales cosas con la cara seria y esperar que le creyeran, y la propia locura de la confesión de Nashe fue lo que le salvó de la más absoluta vergüenza. La chica le tomó por un bromista, un excéntrico con el don de inventar historias disparatadas, y en lugar de decirle que se muriera (que es lo que habría hecho si le hubiese tomado en serio), sonrió ante la trémula súplica que había en su voz y le siguió el juego como si fuera lo más divertido que había dicho en toda la noche.

—Estaré encantada de vivir aquí contigo, cariño —le contestó—. Lo único que tienes que hacer es ocuparte de Regis y me traslado mañana temprano.

—¿Regis? —dijo él.

—Ya sabes, el tipo que organiza mis citas. Mi chulo.

Al oír esa respuesta, Nashe comprendió lo ridículas que debieron de sonar sus palabras. Pero el sarcasmo de la chica le había dado una segunda oportunidad, una vía para escapar al inminente desastre, y antes de dejar ver sus sentimientos (el dolor, la desdicha, el abatimiento que sus palabras le habían causado), saltó de la cama desnudo y dio una palmada con fingida exuberancia.

—¡Estupendo! —exclamó—. Mataré a ese cabrón esta noche y entonces tú serás mía para siempre.

La chica se echó a reír entonces como si una parte de ella disfrutase en realidad oyéndole decir aquellas cosas, y en el momento en que él tomó conciencia de lo que aquella risa significaba, sintió surgir en su interior una extraña y poderosa amargura. Él también se echó a reír, uniéndose a ella para conservar el sabor de aquella amargura en la boca, para recrearse en la comedia de su propia abyección. Luego, sin saber por qué, de pronto se acordó de Pozzi. Fue como una descarga eléctrica, y la sacudida estuvo a punto de tirarle al suelo. No había pensado en Jack en las últimas dos horas y el egoísmo de ese descuido le mortificó. Dejó de reír con una brusquedad casi aterradora y enseguida empezó a vestirse, metiéndose el pantalón a tirones, como si una alarma acabara de sonar en su cabeza.

—Sólo hay un problema —dijo la chica riéndose aún un poco, decidida a prolongar el juego—. ¿Qué pasará cuando Jack vuelva del viaje? Quiero decir que estaremos un poco apretados, ¿no crees? Además, él es atractivo, ya sabes, y puede que haya noches en las que me apetezca acostarme con él. ¿Qué harías tú entonces? ¿Te pondrías celoso o qué?

—Esa es la cuestión —dijo Nashe con voz repentinamente grave y dura—. Jack no volverá. Desapareció hace más de un mes.

—¿Qué quieres decir? Creí que habías dicho que estaba en Texas.

—Me lo inventé. No hay ningún trabajo en Texas, no hay magnate del petróleo, no hay nada de nada. El día después de que tú vinieras aquí para la fiesta, Jack trató de escapar. Le encontré tirado delante del remolque a la mañana siguiente. Tenía fractura de cráneo y estaba inconsciente, tirado en un charco de su propia sangre. Es muy probable que haya muerto, pero no estoy seguro. Eso es lo que quiero que averigües para mí.

Entonces le contó toda la historia de Pozzi, la partida de cartas, el muro, pero le había contado tantas mentiras aquella noche que era difícil hacerle creer una palabra de lo que le decía. Ella le miraba como si estuviera loco, como si fuera un lunático que echa espuma por la boca y explica cuentos de hombrecillos morados que vuelan en platillos volantes. Pero Nashe siguió insistiendo y al cabo de un rato su vehemencia empezó a asustarla. Si no hubiera estado sentada en la cama, desnuda, probablemente habría intentado salir corriendo, pero en aquellas circunstancias estaba atrapada, y finalmente Nashe consiguió vencerla describiendo las consecuencias de la paliza de Pozzi con detalles tan estremecedores y precisos que al fin la hizo comprender todo el horror de lo sucedido, hasta que ella empezó a sollozar, la cara hundida entre las manos y su delgada espalda sacudida por feroces e incontrolables espasmos.

Sí, dijo ella. Llamaría al hospital. Se lo prometía. Pobre Jack. Por supuesto que llamaría al hospital. Jesús, pobrecito Jack. Dios Santo, pobre Jack, dulce madre de Dios. Llamaría al hospital y luego le escribiría una carta. Malditos sean. Claro que lo haría. Pobre Jack. Malditos, condenados al infierno. Dulce Jack, oh Jesús, pobre Jesús, pobre madre de Dios. Sí, lo haría. Le prometía que lo haría. En cuanto llegara a casa cogería el teléfono y llamaría. Sí, podía contar con ella. Dios Dios Dios Dios Dios. Le prometía que lo haría.

9

Enloquecido por la soledad. Cada vez que Nashe pensaba en la chica, ésas eran las primeras palabras que le venían a la cabeza:
enloquecido por la soledad
. Se repitió esa frase tan a menudo que finalmente empezó a perder su sentido.

Nunca la consideró culpable de que la carta no llegara. Sabía que ella había mantenido su promesa, y porque continuaba creyéndolo, no desesperó. En todo caso, comenzó a sentirse más animado. No era capaz de explicarse ese cambio de humor, pero el hecho era que estaba volviéndose optimista, quizá más optimista que en ningún otro momento desde que llegó al prado.

No serviría de nada preguntarle a Murks qué había hecho con la carta de la chica. Le habría mentido, y Nashe no quería exponer sus sospechas si no podía ganar nada con ello. Al final acabaría sabiendo la verdad. Ahora estaba seguro de que sería así, y la certidumbre de ese conocimiento le consolaba, le ayudaba a pasar de un día al siguiente. «Las cosas suceden cuando llega su momento», se dijo. Antes de saber la verdad, había que saber ser paciente.

Mientras tanto, el trabajo en el muro avanzaba. Cuando la tercera hilera estuvo terminada, Murks le construyó una plataforma de madera y ahora Nashe tenía que subir los escalones de esta pequeña estructura cada vez que ponía otra piedra en su sitio. Esto redujo un poco su avance, pero eso no importaba nada comparado con el placer que sentía al poder trabajar por encima del suelo. Una vez que empezó la cuarta hilera, el muro empezó a cambiar para él. Ya era más alto que un hombre, más alto incluso que un hombre grande como él, y el hecho de que impidiera ver el otro lado le hizo sentir que había comenzado a suceder algo importante. De repente las piedras se estaban convirtiendo en un muro, y a pesar del sufrimiento que le había costado, no podía por menos de admirarlo. Ahora cada vez que se detenía a mirarlo se sentía impresionado por lo que había hecho.

Durante varias semanas no leyó casi nada. Luego, una noche de finales de noviembre, cogió un libro de William Faulkner (
El ruido y la furia
), lo abrió al azar y tropezó con estas palabras en medio de una frase: «…hasta que un día, con mucha repugnancia, lo arriesga todo al ciego azar de una sola carta….»

Gorriones, cardenales, pájaros carboneros, arrendajos. Esos eran los únicos pájaros que quedaban en el bosque. Y los cuervos. Esos eran los mejores de todos, en opinión de Nashe. De vez en cuando calaban sobre el prado, lanzando sus extraños y estrangulados gritos, y él interrumpía lo que estaba haciendo para verlos pasar sobre su cabeza. Le encantaba lo repentino de sus idas y venidas, la forma en que aparecían y desaparecían, sin ninguna razón aparente.

De pie junto al remolque a primera hora de la mañana, miraba por entre los árboles pelados y veía el perfil de la casa de Flower y Stone. Algunas mañanas, sin embargo, la niebla era demasiado densa para poder ver a esa distancia. Hasta el muro desaparecía entonces y tenía que escudriñar el prado largo rato para poder distinguir entre las piedras grises y el aire gris que las rodeaba.

Nunca se había considerado un hombre destinado a grandes cosas. Toda su vida había supuesto que era como todo el mundo. Ahora, poco a poco, empezó a pensar que estaba equivocado.

Durante aquellos días se acordaba más que nunca de la colección de objetos de Flower: los pañuelos, las gafas, los anillos, las montañas de absurdos recuerdos. Tenía la impresión de que cada dos horas aparecería uno nuevo en su cabeza. Sin embargo, esto no le perturbaba, sólo le asombraba.

Cada noche, antes de acostarse, anotaba el número de piedras que había añadido al muro ese día. Las cifras en sí mismas no le importaban, pero cuando la lista tuvo diez o doce anotaciones empezó a encontrar placer en la simple acumulación, y estudiaba los resultados de la misma forma en que en otros tiempos había leído los cuadros de los resultados del boxeo en el periódico de la mañana. Al principio supuso que era un placer puramente estadístico, pero al cabo de un tiempo intuyó que satisfacía alguna necesidad interior, una compulsión de seguirse la pista y saber siempre dónde estaba. A principios de diciembre empezó a considerarlo un diario, un cuaderno de bitácora en el que los números representaban sus pensamientos más íntimos.

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