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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

La música del azar (27 page)

BOOK: La música del azar
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Escuchaba
Las bodas de Fígaro
en el remolque por la noche. A veces, cuando llegaba a un aria especialmente bella, imaginaba que se la cantaba Juliette, que era su voz la que estaba oyendo.

El tiempo frío le molestaba menos de lo que había pensado. Incluso en los días peores, se quitaba la chaqueta al cabo de una hora de empezar a trabajar y a media tarde estaba con frecuencia en mangas de camisa. Murks permanecía allí de pie con un pesado abrigo, tiritando a causa del viento, y sin embargo Nashe apenas lo notaba. Le parecía tan extraño que se preguntó si su cuerpo no estaría ardiendo.

Un día Murks le sugirió que empezaran a usar el todoterreno para transportar las piedras. De ese modo las cargas serían mayores, dijo, y el muro subiría más deprisa. Pero Nashe rechazó el ofrecimiento. El ruido del motor le distraería, dijo. Y además, estaba acostumbrado a hacer las cosas a la manera antigua. Le gustaba la lentitud del carrito, los largos paseos por el prado, el curioso ruido retumbante de las ruedas.

—Si no está roto —dijo—, ¿por qué arreglarlo?

En la tercera semana de noviembre Nashe se dio cuenta de que sería posible terminar de saldar su deuda el día de su cumpleaños, que caía el trece de diciembre. Eso supondría hacer varios pequeños ajustes en sus hábitos (gastar un poco menos en comida, por ejemplo, suprimir los periódicos y los puros), pero la simetría del plan le atraía y decidió que valdría la pena el esfuerzo. Si todo iba bien, recobraría su libertad el día en que cumplía treinta y cuatro años. Era una meta arbitraria, pero una vez se la hubo fijado, descubrió que le ayudaba a organizar sus pensamientos, a concentrarse en lo que tenía que hacer.

Todas las mañanas repasaba sus cálculos con Murks, sumando los debes y los haberes para asegurarse de que no había discrepancias, comprobando las cantidades una y otra vez hasta que las cifras concordaban. La noche del doce, por lo tanto, sabía con certeza que la deuda estaría pagada a las tres de la tarde del día siguiente. No obstante, no pensaba dejar el trabajo entonces. Ya le había dicho a Murks que quería hacer uso del aditamento del contrato para ganar dinero para el viaje y puesto que sabía exactamente cuánto iba a necesitar (lo suficiente para pagar los taxis, un billete de avión a Minnesota y los regalos de Navidad de Juliette y sus primos), se había resignado a quedarse una semana más. Eso significaba continuar hasta el veinte. Lo primero que haría entonces sería coger un taxi que le llevara al hospital de Doylestown, y una vez hubiera averiguado que Pozzi nunca había estado allí, llamaría otro taxi e iría a la policía. Probablemente tendría que quedarse en el pueblo algún tiempo para ayudar en la investigación, pero serían pocos días, pensó, quizá sólo uno o dos. Si tenía suerte, incluso podría estar en Minnesota a tiempo para la Nochebuena.

No le dijo a Murks que era su cumpleaños. Se sentía extrañamente deprimido esa mañana, e incluso a medida que pasaba el día y se acercaban las tres, una abrumadora tristeza continuaba agobiándole. Hasta entonces Nashe había pensado que le apetecería celebrarlo —encender un puro imaginario, quizá, o simplemente darle la mano a Murks—, pero el recuerdo de Pozzi pesaba demasiado sobre él y no conseguía levantar el ánimo. Cada vez que cogía otra piedra le parecía que llevaba a Pozzi en sus brazos de nuevo, que le alzaba del suelo y miraba su pobre cara destrozada, y cuando llegaron las dos y el tiempo se reducía a cuestión de minutos, se encontró de pronto recordando aquel día de octubre en que el muchacho y él habían llegado a aquel punto juntos y se desahogaron con un histérico estallido de felicidad. Se dio cuenta de que le echaba mucho de menos. Le echaba tanto de menos que le hacia daño hasta pensar en él.

La mejor manera de llevar el asunto era no hacer nada, decidió, seguir trabajando y hacer caso omiso del momento, pero a las tres le sobresaltó un extraño y penetrante ruido —un alarido, un chillido o un grito de dolor—, y cuando levantó la cabeza para ver qué pasaba vio a Murks agitando su sombrero desde el otro lado del prado.
¡Lo conseguiste!
, le oyó gritar.
¡Ya eres un hombre libre!
Nashe se detuvo un momento y le saludó con un despreocupado gesto de la mano. Inmediatamente se inclinó de nuevo sobre su trabajo, fijando su atención en la carretilla en la que estaba revolviendo el cemento. Muy brevemente, luchó con un impulso de echarse a llorar, pero no duró más que un par de segundos, y cuando Murks se acercó a felicitarle, ya era totalmente dueño de sí.

—Pensé que a lo mejor te apetecería salir a tomar una copa con Floyd y conmigo esta noche —le dijo Calvin.

—¿Para qué? —contestó Nashe.

—No sé. Simplemente por salir y volver a ver el mundo. Hace mucho tiempo que estás aquí encerrado, hijo. No sería una mala idea celebrarlo un poco.

—Creí que estabas en contra de las celebraciones.

—Depende de qué clase de celebración sea. No estoy hablando de nada fantástico. Sólo unas copas en Ollie’s, en el pueblo. La noche de fiesta de un trabajador.

—Te olvidas de que no tengo dinero.

—Eso no importa. Yo invito.

—Gracias, pero creo que paso. Tenía pensado escribir unas cartas esta noche.

—Siempre puedes escribirlas mañana.

—Es cierto. Pero también puedo estar muerto mañana. Nunca se sabe lo que va a pasar.

—Razón de más para no preocuparse.

—Quizá otro día. Te agradezco la invitación, pero no estoy de humor esta noche.

—Sólo trato de ser amable, Nashe.

—Lo sé y te lo agradezco. Pero no te preocupes por mi. Sé cuidarme solo.

Sin embargo, aquella noche, mientras se preparaba la cena solo en el remolque, Nashe lamentó su terquedad. No cabía duda de que había hecho lo que tenía que hacer, pero la verdad era que tenía unas ganas enormes de salir del prado, y la rectitud demostrada al rehusar la invitación de Murks ahora le parecía un triunfo miserable. Después de todo, pasaba diez horas diarias en compañía de aquel hombre, y el hecho de sentarse a tomar una copa con él no iba a impedirle denunciar a aquel hijo de puta a la policía. Luego resultó que Nashe logró exactamente lo que quería. Justo cuando había terminado de cenar, Murks y su yerno fueron al remolque para preguntarle si había cambiado de opinión. Iban a salir en aquel momento, le dijeron, y les parecía mal que se perdiera la diversión.

—No eres el único que se libera hoy —dijo Murks, sonándose en un gran pañuelo blanco—. Yo he estado en ese prado igual que tú, helándome el culo siete días a la semana. Es el peor trabajo que he tenido en mi vida. No tengo nada personal contra ti, Nashe, pero no ha sido ninguna juerga. No, señor, ninguna juerga. Puede que sea hora de que enterremos el hacha de guerra.

—Ya sabes —dijo Floyd, sonriéndole a Nashe como para animarle—, lo pasado, pasado.

—No renunciáis fácilmente, ¿eh? —dijo Nashe, tratando aún de ser renuente.

—No queremos obligarte ni nada de eso —dijo Murks—. Sólo tratamos de entrar en el espíritu navideño.

—Como ayudantes de Santa Claus —dijo Floyd—. Propagando la buena voluntad por donde vamos.

—De acuerdo —dijo Nashe, examinando sus caras expectantes—. Iré a tomar una copa con vosotros. ¿Por qué no?

Antes de ir al pueblo tenían que detenerse en la casa principal para coger el coche de Murks. El coche de Murks quería decir su coche, naturalmente, pero en la excitación del momento Nashe lo había olvidado por completo. Iba sentado en la parte trasera del todoterreno mientras traqueteaban por los oscuros y helados bosques, y hasta que terminó este primer viajecito no comprendió su error. Vio el Saab rojo aparcado en el camino, y en cuanto se dio cuenta de lo que estaba mirando se sintió aturdido por la pena. La idea de volver a subir en él le produjo náuseas, pero no había forma de echarse atrás. Estaban decididos a ir y él ya se había hecho de rogar bastante esa noche.

No dijo una palabra. Ocupó su sitio en el asiento trasero y cerró los ojos, tratando de dejar su mente en blanco mientras escuchaba el conocido ruido del motor cuando el coche iba por la carretera. Oía hablar a Murks y Floyd en el asiento delantero, pero no prestaba atención a lo que decían y al cabo de un rato sus voces se mezclaron con el sonido del motor, produciendo un zumbido bajo y continuo que vibraba en sus oídos, una música adormecedora que cantaba por su piel y penetraba en las profundidades de su cuerpo. No volvió a abrir los ojos hasta que el coche se detuvo, y entonces se encontró en un aparcamiento en las afueras de un pueblo desierto, oyendo las sacudidas de una señal de tráfico movida por el viento. Las decoraciones navideñas parpadeaban a lo lejos, al final de la calle, y el aire frío estaba rojo por los palpitantes reflejos, los latidos de la luz que rebotaban en los escaparates y brillaban en las aceras heladas. Nashe no tenía ni idea de dónde estaba. Podían estar aún en Pennsylvania, pensó, pero también podían haber cruzado el río y entrado en Nueva Jersey. Por un momento pensó en preguntarle a Murks en qué estado se encontraban, pero luego decidió que no le importaba.

Ollie’s era un lugar oscuro y ruidoso, que le desagradó inmediatamente. De una máquina de discos que había en un rincón salían atronadoras canciones de música
country
y
western
y el bar estaba atestado de bebedores de cerveza, en su mayoría hombres con camisas de franela, adornados con gorras de béisbol de fantasía y cinturones con grandes y caprichosas hebillas. Nashe supuso que eran granjeros, mecánicos y camioneros, y las pocas mujeres que había parecían clientes habituales: alcohólicas de cara hinchada que se sentaban en los taburetes y se reían tan estentóreamente como los hombres. Nashe había estado en cien sitios como aquél y no tardó ni treinta segundos en darse cuenta de que aquella noche no estaba de humor para aquello, que llevaba demasiado tiempo alejado de las multitudes. Parecía que todo el mundo hablaba al mismo tiempo, y el jaleo de las voces altas y la música atronadora empezaba a producirle dolor de cabeza.

Bebieron varias rondas en una mesa al fondo del local, y después de los dos primeros bourbons Nashe comenzó a sentirse algo reanimado. Floyd era el que más hablaba, dirigiendo casi todos sus comentarios a Nashe, y al cabo de un rato resultó difícil no notar lo poco que Murks participaba en la conversación. Parecía más bajo de forma que de costumbre, pensó Nashe, y de vez en cuando se volvía y tosía violentamente tapándose la boca con el pañuelo, en el que escupía desagradables flemas. Estos ataques de tos parecían dejarle agotado y luego se quedaba sentado en silencio, pálido y trastornado por el esfuerzo de calmar sus pulmones.

—El abuelo no se siente muy bien últimamente —le dijo Floyd a Nashe (siempre se refería a Murks llamándole abuelo)—. Estoy tratando de convencerle de que se tome un par de semanas libres.

—No es nada —dijo Murks—. Sólo un poco de calentura, eso es todo.

—¿Calentura? —dijo Nashe— ¿Dónde aprendiste a hablar, Calvin?

—¿Qué tiene de malo mi forma de hablar? —preguntó Murks.

—Nadie usa ya esas palabras —comentó Nashe—. Cayeron en desuso hará unos cien años.

—La aprendí de mi madre —dijo Murks—. Y ella se murió hace sólo seis años. Tendría ochenta y ocho años si viviera hoy, lo cual demuestra que la palabra no es tan antigua como tú crees.

A Nashe le resultó extraño oir a Murks hablar de su madre. Era difícil imaginar que algún día había sido un niño, y mucho menos que veinte o veinticinco anos antes tenía la edad de Nashe, había sido un joven con una vida por delante, una persona con futuro. Por primera vez desde que el azar les había unido, Nashe se dio cuenta de que prácticamente no sabía nada de Murks. No sabía dónde había nacido; no sabia cómo había conocido a su mujer ni cuántos hijos tenía; ni siquiera sabía cuánto tiempo llevaba trabajando para Flower y Stone. Murks era un ser que para él existía enteramente en el presente, y más allá de ese presente no era nada, un ser tan insustancial como una sombra o un pensamiento. Sin embargo, eso era exactamente lo que Nashe quería. Aunque Murks se hubiera vuelto hacia él y le hubiera ofrecido contarle la historia de su vida, él se habría negado a escuchar.

Mientras, Floyd le hablaba de su nuevo trabajo. Dado que Nashe parecía haber desempeñado algún papel en el hecho de que lo encontrara, tuvo que soportar un exhaustivo y enmarañado relato de cómo Floyd se había puesto a hablar con el chófer que había traído a la chica desde Atlantic City la noche de su visita el mes anterior. Al parecer la compañía de las limusinas buscaba conductores, y Floyd había ido al día siguiente a solicitar el puesto. Ahora trabajaba sólo a tiempo parcial, dos o tres días a la semana, pero esperaba que le dieran más trabajo a partir del primero de año. Sólo por decir algo, Nashe le preguntó si le gustaba llevar uniforme. Floyd contestó que no le molestaba. Era agradable tener algo especial que ponerse, dijo, le hacía sentirse importante.

—Lo principal es que me encanta conducir —continuó—. Me da igual qué clase de coche sea. Con tal de estar sentado al volante y corriendo por la carretera soy un hombre feliz. No puedo imaginarme una forma mejor de ganarme la vida. Figúrate lo que es que te paguen por hacer algo que te encanta. Casi parece que no está bien.

—Sí —dijo Nashe—, conducir es bueno. Estoy de acuerdo contigo.

—Tú debes saberlo bien —dijo Floyd—. Quiero decir, mira el coche del abuelo. Es una máquina preciosa. ¿No es verdad, abuelo? —le preguntó a Murks—. Es fantástico, ¿no?

—Un buen trabajo —respondió Calvin—. Se maneja realmente bien. Toma las curvas y las subidas como si nada.

—Debes haber disfrutado conduciendo ese coche —le dijo Floyd a Nashe.

—Sí —dijo Nashe—. Es el mejor coche que he tenido nunca.

—Hay una cosa que no entiendo —dijo Floyd—. ¿Cómo te las arreglaste para hacerle tantos kilómetros? Quiero decir que es un modelo bastante nuevo y el odómetro marca ya casi ciento veinte mil kilómetros. Es una barbaridad para hacerlos en un año.

—Supongo que sí —dijo Nashe.

—¿Eras viajante de comercio o algo así?

—Sí, eso es, era viajante. Me dieron una zona muy grande, así que tenía que estar siempre en la carretera. Ya sabes, llevar el muestrario en el maletero, vivir con lo que tienes en la maleta, dormir cada noche en una ciudad diferente. Viajaba tanto que a veces ni me acordaba de dónde vivía.

—Creo que eso me gustaría —dijo Floyd—. Me parece un buen empleo.

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