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Authors: Eowyn Ivey

Tags: #Narrativa

La niña de nieve (45 page)

BOOK: La niña de nieve
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Llegó el día de la boda, y la predicción de Esther se confirmó: la cabaña no estaba terminada. Pero en realidad era aún más bonita, como una catedral esculpida entre los árboles y el cielo. Mabel fue hasta allí por la mañana, agradecida de estar sola un rato. Se había convertido en un lugar mágico: el murmullo del río, la fragancia de los troncos recién cortados, el cielo azul, el verdor del prado. Los álamos florecían y la brisa hacía volar sus semillas blancas, como si fueran plumas.

Jack se había quedado en la cabaña, encargado de cargar la carreta con mesas y sillas para el banquete. George y Esther llegarían poco antes de la ceremonia para poder traer la comida. El hermano mayor de Garrett los casaría. No era cura, ni siquiera alguien que asistiera a la iglesia muy a menudo, pero Garrett quiso que fuera él quien oficiara la ceremonia y nadie puso objeción alguna. Aunque sabía que era un hombre educado, Mabel habría preferido un sacerdote de verdad, pero no lo dijo. Los hermanos, con sus esposas y niños, serían los únicos invitados de la boda. Mabel había insistido en que los invitados se redujeran a los familiares más cercanos.

Habían cubierto con sábanas blancas una zona de la cabaña para que Faina pudiera vestirse y prepararse. Se había llevado consigo el traje de novia y esa mañana aún no había aparecido.

Mabel había cosido el vestido con una tela de seda virgen que le había dado Esther, retales que sobraron del traje de su nuera.

—Necesitaba metros y metros de tela —dijo Esther—. Quería frunces, pliegues y capas. Al final fue un milagro que pudiéramos verla debajo de toda esa ropa. Lo único que puedo decir es que me alegro de que fueran sus padres quienes pagaran el vestido.

La seda de color marfil había sido enviada desde una tienda de San Francisco y había costado mucho más de lo que Mabel y Jack habrían podido permitirse, pero Esther insistió en que esos retales no le servirían a nadie para nada. Mabel cedió enseguida: la tela era exquisita, con cuerpo y bella textura.

Mabel no tenía un patrón, pero no le importó porque mentalmente veía el traje de novia de Faina, así que dibujó, cosió y bordó durante días enteros. Tenía que aprovechar bien los retales de seda, de longitudes distintas, pero por suerte había optado por un vestido sencillo que no requería mucha tela. Falda recta, hasta los tobillos; manga larga y la parte superior ceñida bajo las costillas. El decoroso escote ocultaba su clavícula. Se parecía poco a los cuellos con solapa que se habían vuelto tan populares en los últimos años, ni a los de cuello alto, más serios, que se llevaban cuando Mabel era joven. Era distinto, algo que hacía pensar a Mabel en novias europeas casándose en capillas de campo, en bellezas alpinas, en doncellas rusas.

El vestido había sido fácil de coser; fue el bordado lo que tuvo a Mabel despierta muchas noches, inclinada sobre la mesa de la cocina, con los ojos entrecerrados, como si no viera bien. Por las mangas, en el cuerpo y por toda la falda, Mabel usó hilo blanco de seda para bordar diminutas flores estrelladas, guirnaldas de ramas y hojas caídas en forma de perla. El punteado sobre la seda color marfil era tan sutil que, cuando le daba la luz, las flores podían confundirse por copos de nieve, las ramas por el remolino de la nevada.

Pero Mabel aún no había visto cómo quedaba el vestido puesto en Faina.

Es una sorpresa, le dijo Faina. Espera y verás.

Dado que Mabel lo había cosido con sus propias manos, pocas sorpresas se esperaba. Pero no le quedó más remedio que hacer que la niña le prometiera que, si no le quedaba perfecto, se lo volvería a llevar para que pudiera arreglárselo. Desde ese día no había vuelto a ver a Faina.

Tampoco tenía noticias de Garrett esa mañana, y era él quien tenía los anillos. Otro misterio: Esther quiso que uno de sus nietos llevara los anillos y que una niña fuera la dama de honor, pero Garrett le dijo que él y Faina tenían otros planes. Él pidió a Mabel que tejiera una corona de flores.

—¿Para la cabeza de Faina? —preguntó Mabel con voz temblorosa. No, pensó. No lo permitiré. No quiero ver una corona de flores sobre su cabeza.

—No. No es para Faina —dijo Garrett—. Tiene que ser más grande. Más o menos así —dijo, dibujando con los brazos un círculo del tamaño de un frutero grande.

Mabel había esperado hasta el día de la boda, ya que sabía que las flores silvestres se marchitaban enseguida con el calor del verano. Y hacía mucho calor. Cuando apenas eran las ocho de la mañana, el rocío ya estaba seco y el sol del ártico ardía sobre las cimas.

Flores para el velo de Faina y para el ramo, flores para los jarrones Mason y para la corona que había pedido Garrett, pétalos, tallos y hojas… Mabel deseaba concentrarse en ellos, como le había pasado con el bordado. Quería eludir la sensación de que el destino descendía desde las montañas como si fuera un trueno. Quería olvidar las nieves fundidas, las coronas de flores y los besos ardientes. Quería olvidar los finales de los cuentos de hadas.

Con cuidado para no desgarrarse el vestido nuevo, Mabel cogió el cubo y caminó hasta el borde del prado: adelfas, apenas unos brotes de color fucsia en largos tallos; campanillas de suave néctar; rosas salvajes, sencillas, con sus cinco pétalos de color rosado y sus tallos espinosos; geranios, pétalos finos como el espliego con vetas más profundas de color morado. Se adentró en el bosque y, huyendo del sol inclemente, Mabel recogió unas delicadas flores blancas que crecían suspendidas en tallos tan finos que parecían hilos; cornejos de pétalos blancos y gruesos; helechos y, en el último minuto, unas cuantas ramas de vid con sus hojas puntiagudas de un intenso color verde y otras de bayas, frutos rojos, translúcidos como joyas.

Los Benson llegaron justo cuando decoraba los jarrones llenos de agua del río con las adelfas y los helechos.

—Bueno, míranos —dijo Esther en cuanto saltó de la carreta.

—¡Dios mío, Esther! ¡Creo que no te había visto nunca vestida con falda!

—No te acostumbres… he traído el pantalón para el banquete.

Las dos mujeres se rieron y se fundieron en un abrazo.

—¿Y dónde está la feliz pareja? No se habrán fugado, ¿no?

—No tengo ni la menor idea —respondió Mabel—. Espero que Faina no tarde. Tengo que echarle una mano con el vestido y el tocado. ¿Qué hora es?

—Casi mediodía. El tiempo pasa…

Justo entonces todos volvieron la cabeza hacia un ruido extraño que llegaba desde el camino de las carretas.

—¿Qué es eso? —preguntó Mabel.

—Debe de ser Bill —dijo George, y en ese momento dobló el recodo un reluciente automóvil, levantando una nube de polvo.

Esther hizo una mueca de disgusto.

—Fue un regalo de la familia de ella. Debe de ser agradable nadar en dinero.

Jack se quedó inmóvil, totalmente abrumado.

—¿Es uno de esos vehículos de los que se habla?

—Sí. Un coche Ford modelo A —dijo George, jactancioso, y Esther lanzó un suspiro.

—Tuvieron que embarcarlo desde California y luego facturarlo en tren. Y todo para que lo usen para ir de mi casa a la tuya —dijo Esther.

El automóvil se detuvo en la hierba, no muy lejos de la mesa, y el primogénito de los Benson abrió la portezuela y se quedó sonriente sentado al volante.

—No es una mala forma de viajar, ¿verdad? —dijo en voz alta. Se llevó la mano al sombrero a modo de saludo hacia Mabel.

—Pues podrías echarlo un poco hacia atrás —repuso Esther—. Tampoco hace falta aparcar encima de la comida.

—Vale, mamá, vale.

Bill, su esposa y sus dos pequeñas bajaron del coche como salidos de las calles de Manhattan. Los niños iban vestidos con frunces y lazos y zapatos que brillaban al sol. La esposa llevaba un bonito vestido de seda malva con solapas y un casquete incrustado sobre un moderno corte de pelo.

—Ni siquiera parecen parte de esta familia, ¿no crees? —susurró Esther al oído de Mabel—. Pero supongo que no podemos echarlos solo por eso.

De hecho Mabel se sorprendió al encontrarlos amables y encantadores. La esposa de Bill, Lydia, se ofreció enseguida a ayudar con la comida y las flores, y con cualquier cosa que hiciera falta, mientras los niños corrían alegres por el prado.

El otro hijo de los Benson, Michael, llegó poco después acompañado de su esposa y sus tres hijas, la menor aún un bebé en brazos de su madre.

—¿La novia ha llegado ya? No puedo creer que aún no la conozcamos —murmuraba una esposa a la otra—. Me pregunto cómo será el vestido. ¿Sabes algo del traje de novia?

Mientras ayudaba a Esther a poner los manteles blancos sobre las distintas mesas, Mabel intentó concentrarse en la textura de la tela, el tacto del lino sobre la áspera madera y en que no quedara una sola arruga en los manteles.

Estoy aquí.

La voz susurraba junto al hombro de Mabel, pero cuando ésta se volvió, no había nadie.

Aquí. En la cabaña. ¿Me ayudas?

Era Faina. Su voz salía de la ventana sin cristal. ¿Cómo había entrado sin que nadie se percatara de ello? Mabel se disculpó y entró en la cabaña. Las vigas que sostendrían el techo rompían la luz del sol y Mabel parpadeó.

Aquí.

¿Te has vestido ya?

No. Aún no puedes verlo. Pero ¿me ayudas a peinarme?

Faina iba descalza, llevaba solo el viso de algodón que Mabel le había hecho. Se le notaba una leve redondez en la barriga, lo bastante para tensar el viso, y en los pechos. Faina ya no era una niña, sino una mujer joven, alta y hermosa; nunca había tenido un aspecto tan espléndido, tan lleno de vida. Mabel corrió la cortina enseguida. Esa mañana había colgado el velo y el tocado de novia en uno de los ganchos de la pared y cogió el cepillo del pelo y el espejo de mano de madreperla, que brilló por el sol. Faina se echó la melena sobre uno de sus hombros desnudos.

¿Me lo trenzas?

Quedará perfecto con el velo que he hecho para ti.

De manera que Mabel cepilló la cabellera de Faina, de un rubio casi blanco. Quitó de él los diminutos restos de musgo y de corteza de abedul, las briznas de hierba. Cuando lo tuvo suave como la seda, Mabel lo peinó en dos trenzas que le llegaban al pecho. Mientras Faina miraba por la ventana, Mabel sacó unas tijeritas de costura del bolsillo y recortó un poco de pelo de una de las trenzas. Sin decir nada, guardó en el bolsillo las tijeras y el mechón de cabello.

Ya. Ya he terminado. Estás preciosa.

¿Me has dicho algo de un velo?

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