La niña de nieve (48 page)

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Authors: Eowyn Ivey

Tags: #Narrativa

BOOK: La niña de nieve
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Y todo eso, el mundo entero, quedaba comprendido entre las manitas del niño recién nacido. Estaba en su boca llorona y en los pechos de Faina, hinchados por la leche, y en las palabras que Mabel sabía que Garrett no podía pronunciar porque estaba demasiado asombrado. Pero era más grande que todo eso. Se percibía incluso en la forma en que el sol iluminaba la nieve de febrero, con tanta fuerza que Mabel tenía que entrecerrar los ojos para soportar su resplandor.

Todas las mañanas recorría el sendero nevado que llevaba a la cabaña de Faina y de Garrett. Él le había propuesto que se instalara allí, pero Mabel sabía que los tres necesitaban un tiempo a solas para aprender a conocerse en esa nueva situación. En la cesta, metía huevos duros, pan, o lonchas de beicon que habían sobrado de su desayuno con Jack; también llevaba pañales, trapos y ropa que lavaba en casa y secaba ante el horno de leña.

¿Cómo estás hoy, niña?, preguntaba a Faina, y ésta sonreía y contemplaba al bebé que tenía en sus brazos.

Estoy bien. Y él también. Fíjate cómo te mira cuando hablas. Sabe que estás aquí.

Y realmente el niño parecía criarse perfectamente. Los primeros días habían sido una dura prueba, pero Esther había guiado la boquita del bebé hasta el pezón de Faina y le había enseñado a ella a llenarle la boca con su pecho. No le des la posibilidad de que muerda el pezón o te arrepentirás, le había advertido Esther mientras el bebé lloraba y movía la cabeza sin saber cómo alimentarse. Es cosa de él, añadió. Tiene que aprender a hacerlo.

Y había aprendido. Dos semanas después, mamaba alegremente del pecho de Faina. Ella se cubría con una manta de piel que ella misma había hecho. Le susurraba mientras comía, cerraba los ojos satisfecha cuando él se dormía y Mabel sacaba el cuaderno y los lápices para hacer pequeños dibujos.

Cuando el bebé despertó, Mabel le cambió el pañal; el niño agitaba sus piernecillas, protestando.

No se acostumbra, ¿eh?, dijo Mabel mientras le colocaba el pañal limpio.

Pero Faina no la escuchaba. Se había acercado a la ventana a contemplar la nevada.

Puedes salir un rato. Yo me quedaré con él.

Faina no dijo nada; se puso el abrigo azul y las botas de piel que le llegaban a las rodillas, pero al abrir la puerta volvió la mirada hacia Mabel, hacia su hijo. No sonreía. Su expresión era indescifrable. ¿Acaso se sentía culpable por desear estar un rato a solas, sin el bebé? ¿O tenía miedo de dejarlo, aunque fuera solo por un momento?

Ya fuera por la ráfaga de aire frío o por la ausencia de su madre, el niño lloriqueó en brazos de Mabel y ella optó por levantarse y apoyarlo en su hombro, meciéndolo con suavidad mientras paseaba de un lado a otro de la cabaña. Garrett había ido a ayudar a Jack con los animales. Luego cortaría más leña. Había hecho un invierno frío, gélido, sereno y nevado, y la leña desaparecía rápidamente.

Mabel fue hacia la ventana, sin dejar de mecer al bebé al tiempo que lo acariciaba. El niño se calmó, lo observaba todo con los ojos muy abiertos. Mabel acercó su cara a la del bebé, aspiró su olor y su calor, y se llenó de esa sensación maravillosa que había visto tantas veces en otras mujeres. Empezó a tararearle una canción cuando, por el rabillo del ojo, distinguió el abrigo azul sobre la nieve blanca.

Faina cruzaba el prado, hacia los árboles, pero le costaba caminar y tenía que pararse a descansar a menudo. Tardó un rato en llegar al bosque, y durante todo ese tiempo Mabel la observó, preocupada. Era demasiado pronto. No debería haberla dejado salir. El parto había sido muy duro y Faina necesitaba reposo. Pensó en ir hasta la puerta y gritarle que volviera, pero entonces se percató de que Faina se había detenido. No corría entre los árboles como hacía antes. Se quedó quieta, una silueta solitaria y desamparada en la nieve, frente al bosque que se extendía ante ella; los brazos caídos, la cabellera rubia reluciente bajo la luz del sol. Y entonces regresó a la cabaña, hacia su hijo, hacia su hogar, siguiendo las huellas que había dejado en la nieve.

¿Ya le habéis puesto nombre?

Faina no contestó. Mecía al bebé, que estaba acostado en una cuna de madera, cerca del fuego.

Caía la noche y Mabel sabía que había llegado la hora de volver a casa.

Debes ponerle nombre, cariño. No es el perro. No puedes hacerlo venir con un silbido. Tenemos que poder llamarle de algún modo.

Faina siguió sin responder y continuó meciendo la cuna.

Ya había oscurecido cuando se marchó Mabel. Garrett se ofreció a acompañarla o a prestarle un candil, pero ella se negó a ambas cosas. No había luna esa noche, la temperatura había descendido bajo cero, pero encontraría el camino. A medida que el brillo procedente de la cabaña se convertía en un parpadeante resplandor antes de desaparecer del todo, sus ojos se habituaron a la oscuridad y la luz tenue de las estrellas en la nieve sirvieron para mostrarle el camino. El frío le azotaba las mejillas, le cortaba la respiración, pero el abrigo y el gorro le daban suficiente calor. Un búho saltó de una rama a otra, cual lenta sombra voladora, pero no tuvo miedo. Se sentía vieja y fuerte, como las montañas y el río. Encontraría el camino a casa.

Mabel se despertó con el pulso acelerado, se sentó en la cama y tardó unos instantes en comprender qué la había sobresaltado.

—¿Mabel? ¿Está despierta? Soy yo, Garrett. —Era un susurro ronco que venía del otro lado de la puerta del dormitorio.

Mabel pasó por encima de Jack y se puso un suéter sobre el camisón mientras caminaba hacia el comedor. Cualquiera que la hubiera llamado en plena noche la habría alarmado, pero la presencia de Garrett hacía que su tembloroso corazón diera un vuelco de temor.

—Lamento despertarla…

Mabel acalló a Garrett con la mano. Se sentía débil, mareada.

—Deja que me siente.

Garrett le acercó una silla y apoyó una mano en su hombro para calmarla.

—Ya. Concédeme unos segundos para que recobre la respiración. —Permaneció sentada, sin hablar, y estuvo tentada de seguir así durante un buen rato, de mantener la verdad a distancia. Pero por fin tomó aire y preguntó—: ¿Sí? ¿Se trata de Faina?

—No está bien —dijo Garrett, y justo en ese momento Jack salió del dormitorio.

—¿Qué es esto? ¿Qué pasa?

—Calla. Garrett nos lo está contando. Sigue, Garrett.

—Se ha pasado todo el día inquieta, rara. No paraba de salir, a pesar del frío que hace. Intenté detenerla, pero no pude. Debería…

—¿Y dónde está ahora? —preguntó Mabel, intentando mantener la mente fría.

—Se puso peor. Dijo que le dolía y cuando le pregunté me contestó que le dolía todo. Tenía las mejillas rojas. No quería levantarse de la cama y se negó a probar bocado. Pero dio de mamar al bebé y ambos se durmieron, así que pensé que esperaría hasta mañana para ver cómo se encontraba. Pero luego, hace apenas un rato, la acaricié en la cama y noté que estaba ardiendo.

—Debería haber tenido al niño en el hospital. Tendríamos que haberla trasladado a Anchorage —dijo Jack.

—No quiso ir —le recordó Mabel. Fue a su cuarto y se vistió a la luz de las velas. Cuando volvió, Garrett estaba sentado en una silla de la cocina con la cabeza apoyada en las manos. El reloj marcaba unos minutos después de medianoche.

—¿Dónde está el niño?

—Lo he dejado en casa, durmiendo en la cuna. No sabía qué hacer. Me pareció que hacía demasiado frío para sacarlo.

—Has hecho bien.

—En cuanto amanezca nos la llevaremos a Anchorage —dijo Jack mientras se anudaba los cordones de las botas.

—Si el tren funciona. Si no hay nieve en las vías —dijo Mabel, pero entonces vio el semblante asustado de Garrett—. Ya veremos lo que hacemos. Si no podemos llevarla a Anchorage mañana, al menos podemos enviar un telegrama al hospital y que nos digan qué hacer. Todo irá bien, Garrett. Venga, vamos a ocuparnos de ella y del niño.

Por el camino Mabel intentó prepararse para lo que le esperaba, con la misma determinación serena que la embargó cuando Jack se hizo daño en la espalda. Cuando llegaron, el niño seguía dormido y Faina acostada en la cama. Garrett no había exagerado. Faina estaba hecha un ovillo, con las manos apoyadas en el estómago, gimiendo en voz baja; cuando se dio la vuelta, Mabel pudo verle la cara. Gotas de sudor caían por sus sienes y le mojaban el pelo, su piel estaba enrojecida, hinchada. Mabel se acercó a ella y puso la mano sobre su frente. Estaba caliente. Cerró los ojos sin apartar la mano de la frente de Faina. Notó unos dedos ardientes que la agarraban de la muñeca y oyó un susurro gutural.

¿Mabel? ¿Estás aquí?

Abrió los ojos. Faina se había agarrado a ella. Al principio creyó que el sudor corría por sus mejillas, pero enseguida se dio cuenta de que eran lágrimas. Faina estaba llorando.

¿Qué me está pasando?

Chist. No te asustes, niña. Te pondrás bien.

¿Qué es lo que tengo?

Una infección en la sangre. Eso causa la fiebre. Pero existen medicinas que te curarán.

No quiero ir al hospital. No voy a abandonar a mi hijo.

Mabel sintió alivio al ver aquel gesto desafiante del mentón, el centelleo de ira en los ojos azules.

Ahora no te preocupes de eso. Ten, bebe un poco de agua. Tienes que beber. Te refrescará y te ayudará a aumentar la leche.

Mabel acercó el vaso a los labios resecos de Faina, y ésta bebió y bebió hasta apurar la última gota. Luego Mabel le puso un paño frío en la frente para secarle el sudor. Cuando Garrett se acercó a la puerta del dormitorio, le pidió una jofaina llena de nieve. Sumergió el paño húmedo en ella y cogió un poco de nieve. En cuanto Faina notó el frescor de la nieve en la frente, dio un respingo y exhaló un suspiro de alivio. Así una y otra vez, hasta que las mejillas empezaron a enfriarse y a perder aquel intenso color. Mabel cogió nieve con las manos y la deslizó por la frente de Faina, se la acercó a los labios. Faina abrió la boca y Mabel le puso un trocito dentro, para que la comiera. Se fundió al contacto con su lengua.

Ya. Ya. ¿Estás mejor?

Faina asintió; cogió la mano fría y mojada de Mabel y la acercó a su mejilla.

Gracias.

Faina cerró los ojos y recostó la cabeza contra el brazo de Mabel. Ésta no apartó la mano de su mejilla hasta que estuvo segura de que se había dormido. Le acarició el cabello, apartándolo con suavidad de su cuello empapado en sudor, y la tapó con la sábana.

Eran las tres de la madrugada cuando oyó que Jack añadía leña al fuego. Los dos hombres se habían ido alternando, a ratos durmiendo sentados, a ratos entreteniéndose en tareas innecesarias. El bebé lloró, pidiendo comida, y Mabel lo llevó a los brazos de Faina.

El pequeñín tiene hambre, querida.

Faina se puso de lado, sin despertarse del todo, pero sacó el pecho del camisón y acercó al bebé. Su piel volvía a estar roja, manchada, y se le doblaban las rodillas por el dolor mientras el niño seguía comiendo.

Cuando el bebé estuvo de nuevo en su cuna, alimentado, cambiado y dormido, Faina se despertó y empezó a suplicarle a Mabel.

Por favor, susurró. Llevadme fuera.

No, niña. Debes quedarte en la cama, descansar…

Pero Mabel no estaba convencida de sus propias palabras. Quizá la esperanza estuviera allí, en la noche invernal. Pero ¿qué dirían Jack y Garrett?

Tengo tanto calor que apenas puedo respirar. Por favor…

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