La niña de nieve (50 page)

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Authors: Eowyn Ivey

Tags: #Narrativa

BOOK: La niña de nieve
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Jack no se movió de la puerta, pero sus ojos recorrieron el interior de la cabaña. Doblada con esmero en el brazo de un sillón estaba la manta de lana que Mabel había hecho del viejo abrigo de Faina. Luego vio unas fotos colgadas en la pared del fondo y se dirigió hacia ellas sin darse cuenta, sin tan siquiera cerrar la puerta. La mayoría eran de Garrett con sus hermanos y de Esther y George en el día de su boda. Pero la que captó su atención era la de una mujer que sostenía a un bebé envuelto en una manta. Hacía casi quince años de la única vez que había visto esa foto, cuando la descubrió en una choza excavada en la pendiente de una montaña. Ese bebé era Faina.

En algún lugar de la cabaña, quizá doblados en un baúl o colgados en un armario, debía haber un vestido de novia con adornos de plumas y un abrigo azul con copos de nieve bordados. Estaba seguro de que Garrett los había guardado, al igual que había hecho con esos otros recuerdos de la vida de Faina. Pero qué pocos eran… La idea abrumó a Jack mientras deambulaba por la cabaña. Esas eran las escasas pertenencias terrenales que Faina había dejado atrás.

La amargura llegaba así, de improviso. Los años suavizaban sus bordes más afilados, pero a veces seguía embargándolo por sorpresa. Como aquella noche, hacía pocas semanas, en que su mirada se posó en el libro de cuentos encuadernado en piel azul que había en el estante de su cabaña. Siempre estaba allí y sus ojos debían haberlo visto todos los días sin darse cuenta de ello. Estaba seguro de que no se había abierto desde hacía años. Mabel había prestado a Garrett todos sus libros excepto ese. Estaba convencido de que Garrett ni siquiera conocía su existencia y ni Jack ni Mabel le hablaron nunca de él.

Mabel estaba en el dormitorio, cepillándose el pelo, y él cogió el libro. Allí mismo, de pie ante el estante, hojeó sus páginas. Tocó los dibujos en color que ilustraban el relato de aquella niña, medio humana y medio de nieve, y de la pareja de ancianos que la cuidaba. De repente unas cuantas páginas cayeron al suelo y él temió haber roto la encuadernación. Miró de reojo hacia el dormitorio y se apresuró a recogerlas. No eran páginas del libro; eran los dibujos de Mabel. Se puso a observarlos, maravillándose de su habilidad y su atención al detalle.

La carita infantil y delicada de Faina, envuelta en su sombrero de piel de marta. Faina sentada a la mesa de la cocina, con la barbilla apoyada en las manos. Dibujos de Faina ya convertida en una joven, con un recién nacido en su pecho. Eran estudios, cada uno hecho desde perspectivas diferentes, algunos de más cerca que otros. La mano de Faina sobre el bebé dormido. El puñito del niño. Con los ojos cerrados. Abiertos. La madre. El hijo.

Aquellos trazos suaves del lápiz habían capturado algo que él había sentido y que no habría logrado expresar nunca. Plenitud, aquella sensación de calidez y trascendencia que se había apoderado de Faina en sus últimos días, y la generosa ternura que vertía sobre su hijo como lo hacían los dorados rayos del sol.

Cuando Mabel le llamó, preguntándole si pensaba acostarse ya, él dobló los dibujos con cuidado y volvió a introducirlos entre las páginas del libro. Lo devolvió al estante, y allí seguía, aparentemente olvidado.

Jack se percató de que había entrado, sin que nadie le invitara, en la cabaña de Garrett.

—¿Garrett? —gritó de nuevo, a sabiendas de que no habría respuesta. Salió y cerró la puerta.

No había ido muy lejos, no con ese paso lento y torpe, cuando oyó que el niño lo llamaba desde los árboles.

—¡Yayo! ¡Yayo!

Jay corría hacia él por el sendero seguido, de bastante cerca, por el viejo perro. Aún sin nombre, el husky de Faina correteaba a su aire entre las dos cabañas, pero siempre que el niño estaba fuera, el perro iba a su lado.

—¡Yayo! Mira lo que he pescado. —El niño levantó una rama de sauce de la que colgaba un tímalo pequeño y cubierto de polvo.

—¿Lo has pescado tú?

—Bueno, la yaya me ha ayudado. Pero puse el cebo yo solo.

—Bien hecho. Bien hecho.

—Y la yaya ha dicho que podríamos comérnoslo para cenar.

Jack cogió la ramita y observó el pez de cerca.

—Si no recuerdo mal, el abuelo George y la abuela Esther también vienen a cenar.

—¿Y papá?

—Sí, y tu padre también.

—¿Le has visto?

—No, debe de estar montando a caballo por ahí. Pero no tardará.

—Le gustan mucho las montañas, ¿verdad? Siempre va a montar por allí. Dice que este año podré acompañarle a poner trampas. Quizá cacemos un glotón.

—Eso estaría bien, ¿no crees?

Pero el chico ya había salido corriendo.

—¿Jay? —le llamó Jack—. ¿Qué te parece si pescamos unos cuantos peces más, para asegurarnos de que hay comida para todos?

—Claro, yayo. Podemos pescar más.

El chico desapareció tras un recodo del camino, corría hacia la cabaña de Jack y Mabel.

—Nos dejan solos, viejo —dijo Jack al tiempo que acariciaba el lomo ya gris del perro—. Creo que irás mejor a mi paso.

Era un frío día de otoño y el sendero estaba cubierto de hojas secas de abedul. Una masa de nubes asomaba tras las montañas.

—Huele a nieve —dijo Jack, y el perro levantó el hocico, como si quisiera confirmarlo.

Jack dejó atrás su cabaña y siguió por el sendero hasta el riachuelo a tiempo de ver a Mabel enrollando el sedal; un tímalo se agitaba en el anzuelo. El niño gritaba, emocionado, subido a una roca cercana.

—¡La yaya ha pillado el pez más grande del mundo! Mira, yayo. ¡Mira!

El niño saltó a la orilla, soltó al pez del anzuelo y lo levantó en el aire para mostrárselo a su abuelo.

Mabel saludó a Jack con una sonrisa. Aún tenía la caña en la mano. Sus cabellos se habían vuelto completamente blancos, había arrugas en torno a sus ojos y a su boca, pero su mirada seguía siendo joven.

Pasaba muchas tardes en el campo, con el niño, enseñándole a pescar, a distinguir los cantos de los pájaros y a buscar conejos. Con qué facilidad se comunicaba con el niño… Había días en que le hablaba de su madre: le decía que tenía sus mismos ojos azules, que procedía de las montañas y de la nieve, y que conocía a los animales y las plantas como las palmas de sus manos. Y a veces abría el broche que llevaba al cuello para mostrar al chico el mechón de pelo rubio y hablarle del espléndido vestido de novia que llevó el día de su boda.

—Pequeño Jack podría haber capturado a ese gran pez —dijo Mabel, antes de besar al niño en la cabeza—. Pero lo dejó escapar.

Pequeño Jack. Ellos siempre le llamaban así. Casi un mes después de la desaparición de Faina, el niño seguía sin nombre. Garrett había ido a verlos y le preguntó si le importaba que el bebé llevara su nombre. Al fin y al cabo, era su nieto.

—¿Jack? ¿Me has oído? Creo que te estás quedando sordo con la edad —bromeó Mabel mientras le tendía el cordel donde había ido colgando los peces—. ¿O finges no oírme porque no quieres limpiar el pescado?

—No me parece bien —dijo Jack, guiñándole un ojo al chico—. Si a un hombre no le dejan pescar, no deberían pedirle que limpiara el pescado.

—¿Puedo ayudarte, yayo? ¿Por favor?

Mabel los dejó a los dos en el riachuelo y se dirigió a la cabaña para ir encendiendo el fuego. Jack tuvo que apoyarse en el bastón para acercarse a la orilla del río. El niño extendió los peces sobre la hierba, que ya amarilleaba. Jack sacó la navaja del bolsillo del pantalón. Con la mano en el bastón, Jack empezó a agacharse muy despacio. De repente, sin embargo, notó la manita del niño en el brazo.

—Apóyate aquí, yayo —dijo el niño, y aunque era demasiado pequeño para servirle de ayuda, algo en aquel gesto hizo que el dolor de los viejos huesos de Jack se redujera a una leve molestia.

El niño le tendió un tímalo, y Jack lo sostuvo en la palma de la mano mientras deslizaba la hoja de la navaja bajo la piel plateada y le abría el estómago. Enseñó al chico a meter un dedo por la mandíbula del pez y extraerle las entrañas. Las echaron al agua, ante la alegría de un salmón que se puso a mordisquearlas. Jack metió la mano en el pez y deslizó el pulgar por la espina para soltar la línea del riñón, que salió como un fino coágulo de sangre. Luego se lavó las manos en el agua, las tuvo sumergidas hasta que le dolieron por el frío.

El niño esperaba, agachado a su lado.

—Y por último, las escamas —dijo Jack, mostrándole cómo se rascaba aquella piel con la hoja del cuchillo.

Cuando Jack sumergió el pez en el riachuelo, las pequeñas escamas iridiscentes brillaron, diseminadas por el agua; la corriente se las llevó hasta las rocas, y allí se quedaron, pegadas como lentejuelas.

—Son bonitas, ¿no, yayo? —dijo el niño mientras miraba una de esas escamas que se le había quedado en el dedo.

—Supongo que sí —dijo Jack.

George y Esther llegaron antes de que anocheciera. Como de costumbre, Esther ya hablaba antes de abrir la puerta y venía cargada de tarros y delicias envueltas en trapos. Cuando ya estaban enharinando los tímalos para freírlos en una sartén untada de mantequilla, Jay corrió hacia la ventana.

—¡Es papá! ¡Ya está aquí!

Jay estaba en sus brazos antes de que Garrett hubiera podido quitarse el abrigo y el sombrero.

—¿Qué has visto, papá? ¿Qué has visto?

—A ver, déjame pensar… Oh, sí: un día vi un glotón.

—No le tomes el pelo al niño —le regañó Esther mientras daba la vuelta al pescado.

—No le tomo el pelo. Estaba ahí arriba, más allá del bosque, en ese valle que pisé una vez hace mucho tiempo. Solía haber un glotón corriendo por allí, pero hace años que no lo veo.

—Pero ¿lo viste? —preguntó el niño.

—Sí. Había amarrado el caballo a un árbol. Estaba subiendo por las rocas cuando, en la cresta de una colina, vi a un glotón que me miraba. Pensé que iba a saltar encima de mí. Las garras eran así de largas. —Garrett extendió los dedos índice y pulgar, para mostrar a su hijo la longitud de esas garras.

—¿Tuviste miedo?

—No. No. Y no me atacó. Se limitó a mirarme con sus ojos amarillos. Luego se dio la vuelta, muy despacio, y casi saltó de la montaña.

—¿Y qué más has visto, papá? ¿Qué más?

—Al parecer no se conforma con un glotón —comentó Esther, sonriendo.

—Pues hoy poco más. Salvo esas nubes que asoman tras las montañas. Parece que va a nevar.

El niño miró por la ventana y se volvió hacia su padre, decepcionado.

—No nieva.

—No te preocupes. Te apuesto lo que quieras a que nevará esta noche —dijo Garrett.

Durante toda la cena el niño apenas pudo estarse quieto, a pesar de los elogios que recibió el sabor del pez que había pescado.

—No te muevas más, Jay —dijo Esther—. Ya te he dicho cien veces que nunca nieva si miras al cielo. Ve a sentarte con el abuelo George. Quizá te dé un poco de su tarta.

George miró al niño con el ceño fruncido; luego lo acogió en sus brazos y empezó a hacerle cosquillas.

—¡Por Dios! Tened cuidado con los platos —dijo Esther—. ¡Vais a volcar la mesa!

Después del postre, George y Esther empezaron a recoger sus cosas y a despedirse. El niño parecía triste. Siempre protestaba al final de esas cenas y una vez dijo que debían vivir todos juntos, en la cabaña de Jack y Mabel, para que así nadie tuviera que irse nunca.

Mabel ayudó a Esther a ponerse el abrigo, Jack estrechó la mano de George y Garrett dijo que él y Jay saldrían a enganchar los caballos a la carreta.

—Ponte el sombrero, pequeño Jack —le dijo Mabel, pero el niño ya había salido por la puerta.

Jack amontonaba platos en la mesa cuando oyó que la carreta se alejaba por el camino. Justo entonces otro sonido llegó hasta él: gritos, risas. Mabel estaba junto a la ventana de la cocina.

Jack se acercó a ella. Al principio solo distinguió su propio reflejo en el cristal, pero luego su mirada consiguió atravesar esas dos caras reflejadas y discernir otras dos figuras en la noche.

Garrett estaba cerca del establo con un candil en la mano; a su lado, el niño saltaba y levantaba los brazos hacia el cielo. Sus gritos de alegría se oían desde el interior de la cabaña. El perro acompañaba al niño: ladraba, brincaba, corría en círculos a su lado.

Cuando los ojos de Jack se habituaron a la oscuridad, vio que el suelo se había cubierto de blanco y, a la luz del candil de Garrett, los copos de nieve que danzaban en el aire.

Cogió a Mabel de la mano, y cuando ella se volvió, en sus ojos se leía la alegría y el dolor de toda una vida.

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