La noche de todos los santos (57 page)

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Authors: Anne Rice

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: La noche de todos los santos
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Sin embargo, la noche que iba a decirle que esperaba un hijo, estaba intranquila. Se había dado cuenta tiempo atrás de que Vincent era diestro en interrumpir el acto del amor justo en el momento crucial para prevenir la concepción, y ni él había consultado con ella el tema ni ella había querido preguntar nada. Pero ahora que sabía que estaba embarazada se sentía angustiada, temiendo la infelicidad die Vincent y su propia infelicidad, temiendo que él no se alegrara, de que no amara a ese hijo.

La noche era cálida, y en cuanto llegó Vincent pidió un baño. Zurlina le había preparado hacía ya rato su amplia bañera de hierro en la pequeña habitación vacía de la casa. Él se fue desnudando mientras el agua hervía en el hornillo. Anna Bella cogió el jabón y las toallas y llenó la bañera, Luego encendió la vela del palanganero y se dio la vuelta recatadamente cuando él salió de detrás del biombo para meterse en el agua caliente con un gemido de placer. Anna Bella cogió el jabón y frotó con él el paño antes de pasárselo por la espalda.

—¿Me amas? —preguntó él, juguetón.

—Usted sabe que le amo,
michie
Vincent, ¿por qué se burla de mí? —Le frotó bien el cuello con el jabón, levantándole los rizos y secándolos luego amorosamente con la toalla.

—¿Y qué haces cuando yo no estoy?

—Pensar en usted.

—¿Y cuando no estás pensando en mí? —Vincent apoyó la cabeza en el borde de la bañera, deslizándose más dentro del agua, y la miró a los ojos.

Ella dio la vuelta a la bañera, cayó de rodillas como si hiciera una reverencia y comenzó a enjabonarle el pecho.

—Entonces dime por qué no te alegras de verme.

—¿Qué quiere usted decir,
michie
Vincent? —pregunto ella. Pero no tenía sentido intentar ocultarlo.

Él le quitó el paño de las manos.

Déjalo, ya estoy bastante limpio. Dime qué sucede, Arma Bella.

Ella se levantó despacio, moviendo instintivamente la mano en torno a su cintura.

—Deseo tanto un hijo,
michie
Vincent. Pero supongo, supongo que nunca desearía nada que le hiciera enfadarse conmigo…

—¿Es eso, entonces? —preguntó él.

Anna Bella no se atrevía a mirarle a la cara. Se acercó despacio al homo de carbón y abrió ligeramente la puerta para que brotara el calor. Vincent salió de la bañera, se secó deprisa y se puso la bata. Ella le oyó caminar por el dormitorio y respiró hondo. La asaltó entone es una extraña idea, clara, sin palabras, una idea que le provoco un agudo dolor. Ella no había planeado amar a aquel hombre, no lo había esperado. Amaba demasiado a Marcel. Y sabía muy poco de
michie
Vincent para esperar nada. Pero en los últimos meses él la había conquistado con su dulzura y su encanto. Le amaba, así de sencillo. Le amaba y le respetaba porque era un hombre decente, honorable, con un código de comportamiento que parecía extender a todos los seres humanos que no habían traicionado su confianza. Hacía tiempo que Anna Bella tenía la certeza de que Vincent la trataría amablemente mucho después de que dejara de desearla, como trataba decentemente a todo el mundo, y el respeto había caldead o de tal forma el afecto que sentía por él que, misteriosamente, se había convertido en amor.

Anna Bella se daba cuenta de que él era inmensamente feliz a su lado, ¿pero la amaba? De eso no estaba tan segura.

Cuando entró en el comedor lo encontró sentado en su sillón junto a la chimenea apagada.

—Ven aquí —dijo él. Le rodeó la cintura con el brazo—. No es justo, ¿verdad? No es justo que te pida que esperes.


Michie
Vincent, ya está hecho.

—Aah. —Vincent se arrellanó, con manifiesto alivio. Vaciló un momento y luego se levantó para estrecharla entre sus brazos y besarla con tanto fervor como dulzura—. Soy un idiota —dijo—. Pero si ya se te nota, si te brilla la cara.

Ella movió la cabeza, sin dejarse adular.

—No, es verdad —insistió él—. Quiero que lo tengas todo, ¿me oyes?, quiero que tengas todo lo que necesites para estar bien.

Cenaron temprano. Anna Bella no le había dado la noticia a Zurlina, y Vincent advirtió enseguida que no quería hablar de ello en presencia de la esclava.

—¿Y cuándo será? —preguntó—. ¿Cuánto queda antes de que tengas que… quedarte encasa?

—Ah, unos meses. Eso no me preocupa en absoluto.

—A mí sí.

—¿Por qué?

—Porque sé que cuando no estoy aquí estás muy sola.

Ella se echó a reír, encantada.

—Bueno, cuando venga el bebé ya no estaré sola nunca más, siempre tendré una parte de usted conmigo. —Se interrumpió, sin saber cómo interpretar su expresión. Tal vez había hablado demasiado.

—¿Y esa chica? —preguntó él inclinándose, apoyado en los codos—, la chica que te regaló el pequeño secreter.

—Sólo Tino a verme esa vez. —Anna Bella se encogió de hombros—. En realidad nunca fuimos amigas. Mi amigo era Marcel, su hermano. ¿Recuerda que le hablé de él?

—¿Viene Marcel… cuando yo no estoy aquí? —Él mismo había dado explícito permiso para ello, y ahora no había nada suspicaz en su tono.

—No, no viene —contestó Anna Bella. No quería hablar de ello, ni siquiera pensarlo. Quería pensar en el bebé, o no pensar en nada. Quería estar en aquella habitación, a la luz de las velas, con
michie
Vincent cómodamente sentado frente a ella, y se quedó muy sorprendida al oírle decir:

—¿Serviría de algo que hablara yo con él, que le dijera que puede venir a verte si quiere?

—¿Haría eso? —susurró ella, atónita.

—Este verano estaré fuera largas temporadas. Habrá mucho trabajo en Bontemps. Habrá meses que no pueda venir a verte. Una vez me dijiste que Marcel era como un hermano para ti, que erais muy buenos amigos…

Anna Bella observó su rostro inocente, confiado. Sus rápidos ojos negros se movían expresivamente al hablar. Ahora le decía que había visto a aquel muchacho una vez, que sería fácil convencerlo.

Anna Bella vivió entonces una desconcertante sensación: se vio de pronto inundada de recuerdos que parecían surgir de otro mundo y tuvo la extraña experiencia de pensar en dos incidentes al mismo tiempo. Por una parte, la intensa sensación de la presencia de Maree!, como si estuviera en aquella misma sala, no del Marcel que la había besado, sino del fiel y leal amigo que se había despedido de ella la última vez que estuvieron a solas en el
garçonnière
. Por otra parte, vio la clara imagen de Lisette riéndose en la cocina mientras informaba a Zurlina de que Marcel pasaba las noches con Juliet Mercier. La invadió la tristeza. Todavía miraba a
michie
Vince, y su amor por él era tan fuerte, tan incuestionable, que por Marcel no sentía sino una nostalgia agridulce, como la que se puede sentir por un ser amado que ha muerto. ¿Pero era posible que la concupiscencia que había dañado una amistad que era más profunda, más fuerte que cualquiera que hubiera conocido, hubiera surgido sólo por un corto período de tiempo? ¿Era posible recuperar de alguna forma aquella inocencia, aquella confianza? Ahora ella esperaba un hijo, y él tenía una concubina. Anna Bella retrocedió muy atrás en su mente, hasta una tarde que de niña pasó con él a solas en el salón trasero de la casa de huéspedes. El tema de conversación se le había olvidado hacía tiempo, y sólo recordaba la sensación de amistad, de amor puro y sincero.

—¿Haría usted eso,
michie
Vince? —preguntó—. ¿De verdad lo haría? Yo creo que si usted le dijera que no pasa nada, él vendría.

—Por ti haría cualquier cosa, cualquier cosa que estuviera en mi mano —respondió él con una peculiar expresión de asombro.

Quería hacer el amor. Lo había manifestado con aquellas señales indefinibles: levantarse sin una palabra, entrar a oscuras en el dormitorio, sin una vela. Anna Bella oyó el suave sonido de la colcha al retirarse. En cuanto estuvo en sus brazos, él la alarmó con su pasión, la sorprendió con la rapidez de sus besos, explorando su cuerpo con una vehemencia que ninguno de los dos había conocido antes. Anna Bella no se daba cuenta de que su embarazo lo excitaba y lo aliviaba. Vincent ya no tendría que tomar precauciones, la sangre le hervía en las venas.

Más tarde ella volvió a encontrarle en el salón, a solas. Él se dio la vuelta enseguida y la abrazó con tan alarmante urgencia que ella acercó la vela para mirarle la cara.

—¿Qué pasa,
michie
Vince? —preguntó—. ¿Es por el niño?

—No, no. —Él movió la cabeza, cerrando los ojos. Anna Bella le creyó. Había visto a menudo aquella expresión torturad a en su rostro. Y ahora, como siempre, él afirmó que no era nada, nada—. Abrazante —suspiró.

Era algo que la pasión no podía calmar. Pero por extraño que pareciera, Anna Bella se sentía más cerca de él en esos momentos, cuando él la necesitaba, cuando se aferraba a ella. Y lo que había entre ellos se transmitió de uno a otro a través de sus cuerpos, como había sucedido tantas veces cuando se separaban en la puerta y un ser desamparado que ella no conocía la miraba a través de sus ojos negros.

Fue ese ser desconocido, dulce, inquieto en su silencio y su devoradora necesidad, el que vivió con ella los días siguientes.

Y cuando llegó el momento en que él debía marchar, Anna Bella lo vio prisionero de aquella sombría tristeza y sintió un zarpazo de dolor. Le conocía más que a nadie en el mundo, y a pesar de eso algo los separaba, algo insuperable, algo que Anna Bella sabía instintivamente que no tenía que ver con ella.

Había algo de Vincent que no lograba comprender. Durante toda su vida le había resultado fácil contar sus problemas, apoyar la cabeza en el pecho del viejo capitán o dejar que brotaran las lágrimas su primera noche de amor y susurrar; «Monsieur, tengo miedo». Enseguida sabía lo que la atormentaba o lo que le rompía el corazón, como sabía cuándo algo era deshonesto y la enervaba.

Pero para un hombre de las características de Vincent tales confidencias eran un lujo del que nunca podría disfrutar, Y aunque de alguna forma hubiera logrado superar su profunda renuencia, había razones particulares por las que no le podía confesar a Anna Bella los problemas que le acuciaban. Anna Bella conocía a la familia Ste. Marie y a su cuñado Philippe. Era impensable la idea de agobiarla con los disturbios de Bontemps.

En los meses siguientes a su vuelta de Europa descubrió que el nuevo capataz, mucho menos escrupuloso y experimentado que el fallecido Langlois, tenía carta blanca. Era evidente que faltaba dinero de las arcas, o bien, Vincent no lo supo al principio, había sido malgastado por incompetencia. Además, durante los meses que pasó fuera, una esclava embarazada había muerto a consecuencia de los azotes. Habían cavado un agujero en el suelo para que el niño quedara protegido cuando ella se tumbara para recibir los latigazos, pero la mujer abortó por la noche y fue encontrada muerta a la mañana siguiente. Los esclavos más veteranos informaron a
michie
Vincent en cuanto tuvieron ocasión de hablar con él a solas. Nonc Pierre y Nonc Gaston, los más viejos, se lo contaron todo en respetuosos susurros y no tuvieron que decirle que él era el único tribunal ante el que podían apelar. Esa esclava era un alma perdida, una pobre mujer. Ningún hombre podía reconocer que era el padre de ese niño, porque la situación de los esclavos habría empeorad o.

Pero Vincent apenas prestó atención a estas consideraciones, horrorizado por aquella brutalidad y por el subsiguiente descubrimiento de que se habían llevado el cuerpo de la esclava y el del niño, sin ninguna ceremonia, en una sucia carretilla. Era justo lo que le aterrorizaba del sistema de la esclavitud: la absoluta crueldad y barbarie que anidaba en la mala gente. Era evidente que el capataz, tras pasar sus primeros años en las vastas plantaciones industriales de azúcar del estado, había aprendido a tratar a los esclavos como si fueran muías. ¡Había que enseñarle cómo eran allí las cosas! Aquéllos eran negros criollos, y eran la familia de Bontemps.

Pero Philippe no le había mencionado nada, ni siquiera de pasada, y la antipatía que Vincent sentía por él, larvada hasta entonces, se convirtió ahora en una llama.

Además estaba el desagradable asunto de Aglae, que estaba enfurecida con sus doncellas. Alguien (¡alguien!) le había robado su pequeño secreter antiguo, un tesoro que le dejó su
grand-mère
Antoinette. No le hubieran dado mucho por él en una casa de empeños, pero le tenía cariño y se le había roto el corazón. El hecho de no poder decir nada al respecto ponía furioso a Vincent. Lo había visto en el salón de la casa que había comprado para Anna Bell a y sabía con toda certeza quién se lo había regalado a Marie Ste. Marie.

Su confusión no habría sido tanta de no haber crecido bajo la suave autoridad de su cuñado, que siempre le había dado muestra de extraordinaria amabilidad. Respetaba a Philippe, pero tal vez los largos meses pasados en Europa le habían dado una perspectiva más sagaz, la perspectiva de un hombre. Quizás había estado ciego hasta entonces. Era tan grave, que no podía hacer alusión a ello. Si pusiera de manifiesto el conflicto existente entre su cuñado y él no podría seguir viviendo bajo el mismo techo y, por supuesto, no tenía intención de dejar Bontemps. Era la casa de su padre. Y no le había pasado por la cabeza dejar sola a Aglae, que todavía lloraba por la reliquia robada.

—Siempre son esas cosas sin importancia —se lamentaba—. El reloj de oro de tu padre, los litros que él más quería, y ahora el pequeño secreter. ¿Pero por qué no me roban las joyas, por el amor de Dios? ¿Y quién es el responsable? —En su desesperación recitaba los nombres de las niñas negras que había criado desde la infancia. Vincent miraba ceñudo el fuego.

El señor de la casa, noche tras noche, presidía las cenas y asignaba a Vincent una espléndida asignación tanta para sus necesidades personales como para las nuevas «obligaciones domésticas», sin percibir ninguna hostilidad por parte de su esposa o su cuñado, o en caso de percibirla, sin dar muestras de ello. Ahora bebía casi un litro de vino con lacena y luego coñac, sin falta.

No, Vincent no le podía contar nada a Anna Bella, ni a nadie, Estaba condenado al silencio, tanto por deber como por una vaga pero insistente ambición de la que no se sentía del todo orgulloso. Hacía tiempo que estaba decidido a no dividir su herencia del resto de la plantación, de modo que un matrimonio en fecha próxima estaba fuera de cuestión. Bontemps era una gran empresa que debía continuar tal como Magloire la había concebido, una empresa que debía mantener a sus hermanas y a sus hijos. Bontemps sería siempre Bontemps y de momento Vincent no era más que una parte de ella y se conformaba con instruir a sus sobrinos más pequeños y preparar a León, el hijo mayor de Philippe, para el inevitable viaje al extranjero. Pero seguiría aprendiendo todo lo que pudiera sobre el cultivo y la gestión de aquella magnífica tierra. Vigilaría de cerca al nuevo capataz y le doblegaría si era posible. Él sabía más que nadie sobre el funcionamiento de Bontemps, ahora que Langlois había muerto. Philippe se encogió de hombros e inclinó la botella sobre el vaso murmurando
«Eh bien
».

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