—Nosotros no tenemos relaciones sexuales —dijo melindrosamente la pajeña de Sally.
Hubo un
clunk
casi inaudible cuando la nave superficie-órbita se situó al lado.
El vehículo de aterrizaje era una cabeza de flecha roma forrada de material ablativo. La cabina del piloto era una gran transparencia envolvente, y no había más ventanas. Cuando Sally llegó a la salida con su pajeña, se asombró al ver inmediatamente delante de ella a Horace Bury.
—¿Baja usted a Paja Uno, excelencia? —preguntó Sally.
—Sí, señora.
Bury parecía tan sorprendido como Sally. Al entrar en el tubo de conexión descubrió que los pajeños habían utilizado un viejo truco de la Marina: el tubo estaba presurizado con una presión inferior en el extremo inicial, de modo que los pasajeros pasaban flotando. El interior era sorprendentemente grande, con espacio para todos: Renner, Sally Fowler, el capellán Hardy (Bury se preguntó si el capellán volvería a la
MacArthur
cada domingo), el doctor Horvath, los guardiamarinas Whitbread y Staley, y dos suboficiales a los que Bury no reconoció; iba además un alienígena con cada humano, salvo tres. Consideró la distribución en los asientos con una ironía que sólo parcialmente ocultaba sus temores: cuatro delante, con un asiento pajeño al lado de cada uno de los asientos humanos. Cuando se fijaron a ellos, la ironía pareció aumentar. Les faltaba uno.
Pero el doctor Horvath pasó a la cabina de control y ocupó un asiento próximo al del piloto Marrón. Bury se colocó en la primera fila, donde sólo había dos asientos, y una pajeña ocupó el otro. El miedo se agolpó en su garganta. Alá es clemente, Él es único...
¡no!
No había nada que temer y él no había hecho nada peligroso.
Y sin embargo... él estaba allí y la alienígena estaba a su lado, mientras tras él, en la
MacArthur,
cualquier accidente podría llevar a los oficiales de la nave a descubrir lo que había hecho con su traje de presión.
Un traje de presión es el artefacto más ligado a la identidad personal que puede poseer un hombre del espacio. Es mucho más personal que una pipa o un cepillo de dientes. Sin embargo, los demás habían expuesto sus trajes a los manejos de los Marrones invisibles. Durante el largo viaje hasta Paja Uno, el teniente Sinclair había examinado las modificaciones que habían introducido los Marrones.
Bury había esperado. Se enteró a través de Nabil de que los Marrones habían duplicado la eficacia de los sistemas de reciclaje. Sinclair había devuelto los trajes de presión a sus propietarios... y había comenzado a modificar de modo similar los trajes de los oficiales.
Uno de los tanques de aire del traje de Bury estaba trucado. Contenía medio litro de aire presurizado y dos miniaturas en animación suspendida. Los riesgos eran graves. Podían descubrirlo. Las miniaturas podían morir por las drogas de congelación y sueño. Algún día podría necesitar el aire que no había allí. Pero Bury siempre se había mostrado dispuesto a correr riesgos si los beneficios eran suficientes.
Cuando llegó el aviso, pensó que no había duda, que le habían descubierto. Había aparecido un suboficial de la Marina en la pantalla de su camarote, diciendo, «llamada para usted, señor Bury», y, sonriendo aviesamente, había conectado. Antes de que le diese tiempo a sorprenderse, Bury se encontró frente a un alienígena.
—Fyunch(click) —dijo el alienígena; ladeó la cabeza y los hombros—. Parece usted sorprendido. Supongo que conoce el término. Bury se había recobrado enseguida.
—Por supuesto. Pero no sabía que estuviese estudiándome un pajeño. —No le gustaba gran cosa la idea.
—No, señor Bury, acaban de asignarme a usted. Señor Bury, ¿ha pensado usted venir a Paja Uno?
—No, dudo que me permitan dejar la nave.
—El capitán Blaine ha dado permiso, si usted quiere ir. Señor Bury, estimaríamos mucho sus comentarios sobre las posibilidades de relaciones comerciales entre los pajeños y el Imperio. Parece probable que resulten provechosas para ambas partes.
¡Sí!
Por las barbas del Profeta. Una oportunidad como aquélla... Bury había aceptado enseguida. Nabil podía ocuparse de los Marrones ocultos.
Pero ahora, sentado a bordo de la nave de aterrizaje, le resultaba difícil controlar sus temores. Miró al alienígena que estaba a su lado.
—Soy el Fyunch(click) del doctor Horvath —dijo la pajeña—. Relájese usted. Estos vehículos están bien diseñados.
—Ah —exclamó Bury, y se relajó.
Lo peor había pasado horas atrás. Nabil habría introducido ya sin ningún problema el falso tanque en la cámara neumática principal de la
MacArthur
con centenares más, y allí estaría seguro. La nave alienígena era, sin duda, superior a los artefactos humanos similares, aunque no fuese más que por el deseo de los pajeños de evitar riesgos a los embajadores humanos. Pero no era aquel descenso lo que mantenía el miedo agolpado en su garganta...
Sintió un leve balanceo. El descenso había empezado.
Para sorpresa de todos, el viaje fue aburrido. Hubo cambios esporádicos de gravedad, pero ninguna turbulencia. Por tres veces distintas sintieron
clunks
casi subliminales como si estuviesen bajando el tren de aterrizaje, y una sensación de balanceo. La nave se había detenido.
Salieron a una cámara presurizada. El aire era bueno pero sin aroma, y sólo podían ver la gran estructura hinchada que les rodeaba. Miraban hacia atrás, hacia la nave, sin el menor recato.
Tenía ahora la forma de un deslizador con alas como de gaviota. Los bordes de la disparatada cabeza de flecha habían desarrollado una desconcertante variedad de alas y aletas.
—Un viaje increíble —dijo Horvath jovialmente al unirse a ellos—. Cambia de forma todo el vehículo. No hay bisagras en las alas, las aletas salen como si estuviesen vivas... ¡Los huecos de los propulsores se abren y se cierran como bocas! Tendrían que haberlo visto. Si el teniente Sinclair desciende alguna vez, tendrán que darle el asiento de la ventanilla —exclamó. No advirtió las miradas furiosas.
Al fondo del edificio se abrió una cámara neumática y entraron tres pajeños del tipo Marrón-y-blanco. El miedo se agolpó de nuevo en la garganta de Bury cuando se separaron, uniéndose cada uno de ellos a los tres oficiales de la Marina, mientras el otro se acercaba directamente a él.
—Fyunch(click) —dijo.
Bury notaba la boca muy seca.
—No tema —dijo el pajeño—. No puedo leer su pensamiento. Era sin lugar a dudas lo peor que podía decir el pajeño si deseaba tranquilizar a Bury.
—Me han dicho que es la profesión de ustedes. El pajeño se hecho a reír.
—Es mi profesión, pero no puedo
hacerlo.
Lo único que puedo saber es lo que usted me muestre.
Aquello no correspondía en absoluto a la impresión que tenía Bury. El pajeño debía de haber estudiado a los humanos en general; sólo eso.
—Usted es macho —advirtió.
—Soy joven. Los otros eran hembras cuando llegaron junto a la
MacArthur.
Señor Bury, tenemos vehículos fuera y un lugar de residencia para usted, muy cerca. Venga a ver nuestra ciudad, y luego podremos hablar de negocios.
Le cogió un brazo con sus dos pequeños brazos derechos; aquel contacto le resultaba muy extraño. Bury se dejó conducir a la cámara neumática.
«No tenga miedo. No puedo leer su pensamiento»,
había dicho, leyendo su pensamiento. En varios mundos redescubiertos del Primer Imperio se hablaba de individuos que eran capaces de leer el pensamiento, pero no se había comprobado ningún caso concreto, gracias a la misericordia de Alá. Aquel ser afirmaba que no sabía leer el pensamiento; y era un ser muy extraño. El contacto con él no le producía repugnancia, aunque las gentes de la cultura de Bury detestaban que las tocasen. Pero Bury había visto demasiadas costumbres extrañas y había conocido a demasiados pueblos y razas para preocuparse de sus prejuicios infantiles. Sin embargo, aquel pajeño resultaba tranquilizadoramente extraño... y Bury no había oído que ningún Fyunch(click) actuase de aquel modo. ¿Estaba
intentando
tranquilizarle?
Sólo podría haberle tentado la esperanza de beneficio; beneficio sin techo, sin límite, beneficio sin esfuerzo. Ni siquiera la terraformación de los mundos de Nueva Caledonia, que hiciera el Primer Imperio, había exigido el poder industrial necesario para mover los asteroides hasta los puntos troyanos de Paja Beta.
—Un buen producto comercial —decía el pajeño— no debe ser grande y aparatoso. Nosotros podríamos indicar artículos que son escasos aquí y abundan en el Imperio; y a la inversa. Y obtener grandes beneficios...
Se unieron a los otros en la cámara neumática. Grandes ventanas mostraban el aeropuerto.
Bury asintió. Alrededor del pequeño campo había rascacielos, altos y cuadrados, muy juntos, con sólo un cinturón de verde saliendo de la ciudad hasta el este. Un accidente de aviación sería un desastre; pero los pajeños no construían aviones que pudiesen tener accidentes.
Había tres vehículos de superficie, limusinas, dos de pasajeros y otro para equipajes, y los asientos humanos ocupaban dos tercios del espacio de cada uno. Bury pensó que a los pajeños no les importaba amontonarse. En cuanto se sentaron los conductores, que eran Marrones, pusieron en marcha los vehículos. Éstos corrían silenciosamente, con una suave sensación de poder, y el viaje era sumamente agradable. Los motores estaban emplazados en los altos neumáticos globulares, muy parecidos a los de los coches de los mundos del Imperio.
Altos y feos edificios se alzaban sobre ellos hasta el cielo. Las negras calles eran anchas y estaban atestadas; los pajeños conducían alocadamente. Pequeños vehículos se pasaban unos a otros en intrincados caminos circulares con centímetros de margen. El tráfico no era del todo silencioso. Había un apagado pero firme ronroneo que quizás fuese producto de todos los centenares de motores funcionando a la vez, y a veces se oían cartas de sonidos agudos que muy bien podían ser maldiciones.
Cuando los humanos dejaron de preocuparse de un posible choque, advirtieron que todos los demás conductores eran también Marrones. La mayoría de los coches llevaban un pasajero, a veces Marrón-y-blanco, a veces blanco puro. Estos Blancos eran mayores que los Marrones-y-blancos y tenían la piel más limpia y sedosa; eran los que maldecían mientras sus conductores guardaban silencio.
Horvath, el Ministro de Ciencias, se volvió a los humanos que iban sentados detrás de él.
—Me he fijado en los edificios al descender... hay jardines en las terrazas de todos. Bueno, señor Renner, ¿se alegra de haber venido? Esperábamos que viniese un oficial de la Marina, no contábamos con usted.
—Pareció más razonable enviarme a mí —dijo Kevin Renner—. Yo era el oficial disponible a bordo, como dijo el capitán. No tendré que trazar rutas ni rumbos durante un tiempo.
—¿Y por eso le enviaron a usted? —preguntó Sally.
—No, creo que lo que realmente convenció al capitán fue que chillé y grité y amenacé con retener la respiración. Lo cierto es que tenía muchas ganas de venir. Y vine.
Sally, al ver cómo el oficial se inclinaba hacia delante en su asiento, pensó en el perro que saca la cabeza por la ventanilla de un coche al viento.
Apenas sí habían advertido los caminos que subían por las fachadas de los edificios, en los que se podía ver perfectamente a los peatones. Había más Blancos y Marrones-y-blancos, y... otros.
Un ser alto y simétrico caminaba como un gigante entre los Blancos. Debía de tener unos tres metros de altura y una cabeza pequeña sin orejas que parecía sumergida bajo los voluminosos músculos de los hombros. El impresionante ser llevaba dos cajas inmensas debajo de los brazos. Caminaba como una apisonadora, firme e imparable.
—¿Que es
eso?
—preguntó Renner.
—Obrero —contestó la pajeña de Sally—. Porteador. No muy inteligente...
Había otro ser que Renner miraba con detenimiento, pues su piel era de un color rojo orín, como si hubiese estado sumergida en sangre. Era del tamaño de su propia pajeña, pero con una cabeza más pequeña, y cuando alzaba y flexionaba las manos derechas mostraba dedos tan largos y delicados que Renner pensó en las arañas amazónicas. Tocó el hombro de su Fyunch(click) y señaló.
—¿Y eso?
—Médico. Emm Dee —dijo la pajeña de Renner—. Nosotros somos una especie diferenciada, como habrá comprendido ya. Ellos son todos parientes, como si dijéramos...
—Ya. ¿Y los Blancos?
—Son los que dan órdenes. Había uno a bordo de la nave, ya debe de saberlo.
—Ya, lo sospechábamos. —Al menos el Zar. ¿En qué otra cosa acertaría?
—¿Qué piensa usted de nuestra arquitectura?
—Fea. Espantosamente industrial —dijo Renner—. Ya suponía que sus ideas de belleza serían distintas a las nuestras, pero... ¿tienen ustedes una norma de belleza?
—Bueno, no le ocultaré nada. La tenemos. Pero no se parece a la de ustedes. No entiendo aún por qué a los humanos les gustan los arcos y las columnas...
—Simbolismo freudiano —dijo Renner. Sally carraspeó.
—Eso es lo que dice siempre la pajeña de Horvath, pero yo nunca he oído una explicación coherente —dijo la pajeña de Renner—. Aparte de eso, ¿qué piensa usted de los vehículos?
Las limusinas eran totalmente distintas a los vehículos de dos pasajeros que pasaban junto a ellos. Tampoco había dos biplazas que fuesen iguales; los pajeños no parecían haber descubierto las ventajas de la producción en serie. Pero todos los demás vehículos que habían visto eran pequeños, como un par de motocicletas, mientras que los humanos iban en unos vehículos majestuosos y aerodinámicos de suaves curvas, brillantes y pulidos.
—Son muy bellos —dijo Sally—. ¿Los diseñaron para nosotros?
—Sí —contestó su pajeña—. ¿Acertamos?
—Plenamente. Nos halaga mucho —dijo Sally—. Debió de ser un gasto considerable...
Renner miró a su lado y se quedó mudo de asombro.
Había habido castillos como aquél en los Alpes tiroleses de la Tierra. Aún estaban allí, respetados por las bombas; pero Renner sólo había visto copias en otros mundos. Ahora un castillo de cuento de hadas, de altas torres, se alzaba entre los cuadrados edificios de la ciudad pajeña. En un extremo había un alto minarete circundado de un pequeño balcón.
—¿Qué lugar es ése? —preguntó Renner.