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Authors: Jerry Pournelle & Larry Niven

Tags: #Ciencia Ficción

La paja en el ojo de Dios (63 page)

BOOK: La paja en el ojo de Dios
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—Mi interpretación no es ésa —dijo Kutuzov.

Parecía menos imperioso ahora; su voz tenía una modulación más suave, bien porque quería convencer a los otros, o bien porque se sentía más confiado, era algo que no estaba claro.

—Significa, a mi juicio —continuó—, que hemos de tomar todas las precauciones para evitar que los pajeños descubran el secreto del Campo Langston.

Hubo más silencio. Los gráficos de Cargill eran estremecedores en su sencillez. La flota pajeña era potencialmente mayor que las de todos los exteriores y rebeldes del sector unidas.

—Rod... ¿tiene razón? —preguntó Sally.

—Las cifras son correctas —murmuró hoscamente Blaine—. Pero... bien. Veamos —alzó la voz—. Almirante, de todos modos estoy seguro de que podemos proteger el Campo.

Kutuzov se volvió en silencio hacia él y le miró expectante.

—Primero, señor —dijo Rod cautamente—, existe el riesgo de que los pajeños hayan descubierto ya el secreto. Por las miniaturas. —Se pintó en su cara una mueca de dolor, y tuvo que esforzarse para no rascarse el puente de la nariz—. No creo que lo hayan conseguido, pero es posible. Segundo, pueden haberlo obtenido de los guardiamarinas perdidos. Tanto Whitbread como Staley sabían suficiente para facilitarles un buen principio...

—Sí. El señor Potter sabía más —secundó Sinclair—. Era un tipo muy estudioso, señor.

«Ridículo»... «Tan paranoico como el Zar»... «Está muerto.» Hablaban a la vez varios civiles. Sally se preguntaba qué estaba haciendo Rod, pero permanecía callada.

—Por último, los pajeños saben que existe el Campo. Todos hemos visto lo que son capaces de hacer... superficies sin fricción, permeabilidades diferenciales, reordenación de estructuras moleculares. ¡Consideren lo que hicieron las miniaturas con el generador de la
MacArthur!
Con sinceridad, almirante, dado que saben que el Campo es posible, es sólo cuestión de tiempo el que sus Ingenieros lo construyan. Por tanto, si bien la protección de nuestros secretos tecnológicos es importante, no puede ser la
única
consideración.

Hubo más cuchicheos nerviosos alrededor de la mesa, pero el almirante no escuchaba; parecía pensar en lo que había dicho Rod.

Horvath tomó aliento para hablar, pero se controló. Blaine había sido el Primero en conseguir impresionar visiblemente al almirante, y Horvath era lo bastante realista para saber que cualquier cosa que dijese sería rechazada automáticamente. Hizo una señal a Hardy.

—David, ¿puedes decir tú algo? —suplicó.

—Podemos tomar todas las precauciones que quiera —proclamó Sally—. Ellos aceptan la historia de la plaga, la crean o no. Dicen que sus embajadores están dispuestos a someterse a cuarentena... Supongo que no podrán eludir a los hombres de su servicio de seguridad, almirante. Y además, puede usted
saltar
tan pronto como suban a bordo.

—Eso es cierto —dijo Hardy pensativo—. Por supuesto, podemos irritar a los pajeños aún más tomando a sus embajadores... y no devolviéndolos nunca.

—¡Nosotros no haríamos eso! —protestó Horvath.

—Podríamos hacerlo, Anthony. Sea realista. Si Su Majestad decide que los pajeños son peligrosos y la Marina que saben demasiado, jamás se les permitirá volver.

—En consecuencia, no hay ningún riesgo —dijo rápidamente Sally—. Ninguna amenaza para la
Lenin
de unos pajeños sometidos a cuarentena. Almirante, estoy segura de que es menos arriesgado llevarlos. De ese modo, no nos exponemos a ofenderles hasta que el príncipe Merrill, o Su Majestad, decidan sobre su futuro.

—Hum —Kutuzov bebió un sorbo de té. Había interés en sus ojos—. Es usted persuasiva, señora. Lo mismo que usted, capitán Blaine —hizo una pausa—. El señor Bury no fue invitado a esta conferencia. Creo que es momento de oírle. Contramaestre, traiga usted a Su Excelencia a la sala de oficiales.

—¡
Da,
almirante!

Esperaron. Varias conversaciones en murmullos alrededor de la mesa rompieron el silencio.

—Rod, estuvo usted muy bien —Sally resplandecía. Se inclinó y le estrechó la mano por debajo de la mesa—. Gracias.

Entró Bury, seguido de los inevitables infantes de marina. Kutuzov hizo una seña y se retiraron, dejando al parpadeante Bury al fondo del salón. Cargill se levantó para indicarle un lugar en la mesa.

Bury escuchó atentamente el resumen que hizo el teniente Borman de las discusiones. Si le sorprendió lo que oía, no lo demostró, pues su expresión se mantuvo cortésmente interesada.

—Solicito su consejo, Excelencia —dijo Kutuzov cuando acabó Borman—. Confieso que no deseo que esas criaturas suban a mi nave. Sin embargo, a menos que constituyan una amenaza para la seguridad de la
Lenin,
no creo que mi negativa esté justificada.

—Ah —Bury se mesó la barba mientras intentaba poner en orden sus pensamientos—. ¿Saben ustedes que en mi opinión los pajeños son capaces de leer el pensamiento?

—¡Qué ridiculez! —exclamó Horvath.

—No es ninguna ridiculez —replicó Bury. Su voz era suave y lisa—. Quizás sea improbable, pero hay pruebas de una capacidad humana bastante insospechada. —Horvath comenzó a decir algo, pero Bury continuó suavemente—: No pruebas concluyentes, desde luego, pero son pruebas. Y cuando digo leer el pensamiento, no quiero decir necesariamente telepatía. Consideren la habilidad de los pajeños en el estudio de los humanos individuales, que es tal que pueden literalmente interpretar el papel de esa persona; interpretarlos tan bien que sus amigos no pueden apreciar la diferencia. Sólo la apariencia les traiciona. ¿Cuántas veces han visto a los soldados obedecer automáticamente las órdenes de un pajeño que imitaba a un oficial?

—Hable usted claro —pidió Horvath. Con
aquello
apenas podía argumentar; lo que Bury decía era del dominio público.

—En consecuencia, hagan esto por telepatía o por una identificación perfecta con los seres humanos, leen el pensamiento. Son, por lo tanto, las criaturas más persuasivas que puedan imaginarse. Saben exactamente cuáles son nuestras motivaciones, y exactamente qué argumentos esgrimir.

—¡Por amor de Dios! —explotó Horvath—. ¿Quiere decir que van a convencernos hablando de que les demos la
Lenin?


¿Puede usted estar seguro de que
no pueden?
¿Absolutamente seguro, doctor?

David Hardy carraspeó. Todos se volvieron al capellán, y esto pareció ponerle un poco nervioso. Luego sonrió.

—Siempre supe que el estudio de los clásicos tendría algún valor práctico. ¿Conoce alguno de ustedes la
República
de Platón? No, por supuesto que no. Bien, en la primera página, Sócrates, al que se consideraba el más persuasivo de todos los hombres, se entera por sus amigos de que o bien permanece toda la noche con ellos por su voluntad, o bien lo hará por la fuerza. Sócrates pregunta razonablemente si no hay una alternativa... ¿podría persuadirles de que le dejasen irse a casa? La respuesta, por supuesto, es que no podría porque sus amigos no le escucharían.

Hubo un breve silencio.

—Oh —dijo Sally—.
Por supuesto.
Si los pajeños no conociesen nunca al almirante Kutuzov o al capitán Mijailov (o a ninguno de los miembros de la tripulación de la
Lenin),
¿cómo iban a contarles nada? Supongo, señor Bury, que no creerá que podrían inducir a la tripulación de la
MacArthur
a amotinarse.

Bury se encogió de hombros.

—Señora, con todos los respetos, ¿ha pensado usted lo que pueden ofrecer los pajeños? Más riqueza de la que existe en todo el Imperio. Muchos hombres se han dejado corromper por mucho menos...

Y usted también lo ha hecho, pensó Sally.

—Si son tan eficientes, ¿por qué no lo han hecho ya? —la voz de Kevin Renner tenía un tono burlón, que bordeaba la insubordinación. Como iba a abandonar el servicio tan pronto como regresaran a Nueva Escocia, Renner podía permitirse cualquier cosa de la que no se le pudiese acusar oficialmente.

—Puede que aún no hayan necesitado hacerlo —contestó Bury.

—Lo más probable es que no puedan hacerlo —replicó Renner—. Y si pudieran leer el pensamiento, tendrían ya todos nuestros secretos. Tuvieron a Sinclair, que sabe arreglarlo todo en la Marina... tenían un Fyunch(click) asignado al señor Blaine, que debió de enterarse de todos los secretos políticos...

—Nunca estuvieron en contacto directo con el capitán Blaine —le recordó Bury.

—Tenían a la señorita Fowler, la tuvieron durante el tiempo que la necesitaron. —Renner rió entre dientes por algún chiste personal—. Ella debe de saber más sobre política imperial que la mayoría de nosotros. Señor Bury, los pajeños son buenos, pero no tanto, en la persecución o en la lectura del pensamiento.

—Me siento inclinado a darle la razón al señor Renner —añadió Hardy—. Aunque, desde luego, las precauciones sugeridas por la señorita Fowler serían adecuadas. Contacto con los alienígenas limitado a un puñado de elegidos: yo mismo, por ejemplo. Dudo que pudieran corromperme, pero aunque pudiesen, yo no tengo ninguna autoridad de mando. El señor Bury, si él aceptase. No, sugiero, el doctor Horvath o cualquier otro científico con acceso a equipo complejo, y ningún soldado salvo bajo supervisión directa y por intercomunicador. Quizás resulte duro para los pajeños, pero creo que la
Lenin
no correría mucho peligro.

—Hummm. Bien, ¿señor Bury? —preguntó Kutuzov.

—Pero... ¡Les aseguro que son peligrosos! Tienen una capacidad tecnológica increíble. Por la misericordia de Alá, ¿quién sabe lo que pueden construir a partir de objetos inofensivos? Armas, equipo de comunicación, sistemas de escape... —Bury ya no mantenía la calma y luchaba por contenerse.

—Retiro la sugerencia de que se dé acceso a los pajeños al señor Bury —dijo Hardy vigorosamente—. Dudo que sobreviviesen a la experiencia. Disculpe, Excelencia.

Bury murmuró en arábigo. Comprendió demasiado tarde que Hardy era lingüista.

—Oh, seguro que no —dijo Hardy con una sonrisa—. Conozco a mis antepasados mucho mejor que
eso.


Ya lo veo, almirante —dijo Bury—. Veo que no he sido suficientemente persuasivo. Lo siento, porque por una vez no me impulsaba nada más que el bienestar del Imperio. Si buscase sólo los beneficios... comprendo perfectamente el comercio potencial y la riqueza que podrían reportarnos nuestras relaciones con los pajeños. Pero les considero el mayor peligro con que se haya enfrentado la raza humana.


Da —
dijo decididamente Kutuzov—. En esto quizá estemos de acuerdo si añadimos una palabra: peligro potencial, Excelencia. Lo que aquí consideramos es riesgo menor, y a menos que haya un riesgo para la
Lenin
estoy convencido de que es menor riesgo transportar a esos embajadores en las condiciones convenidas por el capellán Hardy. Doctor Horvath, ¿está usted de acuerdo?


Si no hay otro medio de tratar con ellos, sí. Pero me parece vergonzoso hacerlo así...

—Bah. Capitán Blaine, ¿está usted de acuerdo?

Blaine se rascó la punta de la nariz.

—Sí, señor. Llevarlos es el menor riesgo... si los pajeños son una amenaza, podremos probarlo, y podemos aprender algo de los embajadores.

—¿Señora?

—Estoy de acuerdo con el doctor Horvath...

—Gracias —Kutuzov parecía estar chupando limones; tenía la cara crispada como si pasase por un calvario—. Capitán Mijailov. Disponga las cosas para que se confine a los pajeños en lugar seguro. El pretexto es el peligro de infección, pero se ocupará usted de que no puedan escapar. Capitán Blaine, informará a los pajeños que subiremos a bordo a sus embajadores, pero puede que no quieran venir cuando sepan las condiciones. Sin herramientas, sin armas, el equipaje debe ser inspeccionado y sellado, y no podrán disponer de él durante el trayecto. Ninguna miniatura ni otras castas inferiores, sólo diplomáticos. Den las razones que quieran, pero estas condiciones no están sujetas a cambio. —Se levantó bruscamente.

—Almirante, ¿y la nave obsequio? —preguntó Horvath—. No podemos tomar...

Su voz se apagó, porque no había nadie con quien hablar... El almirante había salido de la sala de oficiales.

45 • El Salto de Eddie el Loco

Kutuzov le llamaba el punto Alderson. Los refugiados de la
MacArthur
solían llamarle el punto de Eddie el Loco, y algunos tripulantes de la
Lenin
estaban adquiriendo el mismo hábito. Estaba sobre el plano del sistema pajeño, y era bastante difícil de encontrar. Esta vez no habría problema.

—Limítese a proyectar la ruta de la nave pajeña hasta la intercesión de la línea recta entre la Paja y el Ojo de Murcheson —dijo Renner al capitán Mijailov—. Se acercará usted bastante, señor.

—¿Tan eficiente es la astronavegación pajeña? —preguntó incrédulo Mijailov.

—Sí, para volverle a uno loco. Pero pueden hacerlo; con una aceleración constante.

—Hay otra nave que se dirige a ese punto desde la Paja —dijo Kutuzov; se adelantó al capitán Mijailov para ajustar los controles a la pantalla del puente, y frente a ellos brillaron los vectores—. Llegará mucho antes de irnos nosotros.

—Es una nave cisterna —dijo con firmeza Renner—. Y apuesto cualquier cosa a que la nave que lleva a los embajadores es ligera, transparente y tan evidentemente inofensiva que nadie podría sospechar nada de ella, señor.

—Quiere usted decir que ni siquiera yo —dijo Kutuzov; Renner vio que ninguna sonrisa acompañaba a las palabras—. Gracias, señor Renner. Continuará usted ayudando al capitán Mijailov.

Habían dejado atrás los asteroides troyanos. Todos los científicos que iban a bordo querían los telescopios de la
Lenin
para examinar aquellos asteroides, y el almirante no puso ninguna objeción. No estaba claro si temía un ataque final desde los asteroides, o si compartía el deseo que tenían los civiles de saberlo todo sobre los pajeños, pero Buckman y los demás tuvieron su oportunidad.

Buckman pronto perdió interés. Los asteroides estaban totalmente civilizados y sus órbitas eran artificiales. No servían de gran cosa. Pero los otros no compartían ese punto de vista. Observaban la luz de los impulsores de fusión pajeños, medían los flujos de neutrino de las estaciones energéticas, veían flecos de luz que mostraban un espectro oscuro alrededor de las bandas verdes de clorofila y se preguntaban si había allí, bajo cúpulas inmensas, granjas... Era la única conclusión posible. Y toda roca lo bastante grande para verse tenía el cráter único característico que demostraba concluyentemente que el asteroide había sido trasladado.

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