—Doctor, estoy decidido a cumplir mis órdenes —dijo Kutuzov; no parecía que las amenazas de Horvath le afectasen gran cosa; se volvió a Rod—. Capitán, agradeceré su consejo. Pero no haré nada que comprometa la seguridad de esta nave, y no puedo permitir más contactos personales con los pajeños. ¿Tiene usted algo que proponer, capitán Blaine?
Rod había escuchado la conversación sin gran interés; sus pensamientos eran una masa confusa. ¿Qué podía haber hecho yo? se decía. No podía pensar en otra cosa. El almirante podía pedirle consejo, pero por mera cortesía. Rod no tenía ni mando ni deberes. Había perdido su nave, su carrera había terminado... Cavilar sobre esto y lamentarlo no le hacía sin embargo ningún bien.
—Yo creo, señor, que deberíamos mantener la amistad con los pajeños. No deberíamos olvidar las intenciones del gobierno...
—¿Quiere usted decir que yo hago eso? —preguntó Kutuzov.
—Ni mucho menos, señor. Pero es probable que el Imperio quiera comerciar con la Paja. Como dice el doctor Horvath, no han hecho nada hostil.
—¿Qué me dice de sus guardiamarinas? Rod tragó saliva.
—No sé, señor. Puede que Potter o Whitbread no fuesen capaces de controlar sus botes salvavidas y Staley intentase salvarles. Sería muy propio de él...
Kutuzov frunció el ceño.
—Tres botes salvavidas, capitán. Los tres intentan aterrizar y los tres arden.
Miró lo que pasaba a su alrededor: en una pantalla los infantes de marina se disponían a cubrir con gas venenoso un bote que estaba penetrando en la bodega hangar de la
Lenin.
¡En
su
barco insignia no se escaparía ningún alienígena!
—¿Qué le gustaría decir a los pajeños, doctor?
—No les diré lo que me
gustaría
decir, almirante —respondió ásperamente Horvath—. Me atendré a su historia de la plaga. Es casi cierta, además. Una plaga de miniaturas. Pero, almirante, debemos dejar abierta la posibilidad de una segunda expedición.
—Ellos sabrán que usted les miente —dijo Kutuzov—. Blaine, ¿qué me dice usted? ¿Es mejor que los pajeños oigan explicaciones en las que no creen?
«Maldita sea, ¿es que no sabe que no quiero pensar en los pajeños? Ni en ninguna otra cosa... ¿De qué sirve mi consejo? El consejo de un hombre que ha perdido su nave...»
—Almirante, no veo qué habría de malo en que el ministro Horvath hablase con los pajeños —Rod subrayó «ministro»; Horvath no sólo era un destacado ministro del Consejo, sino que tenía poderosas relaciones en la Liga de la Humanidad e influencia en la Asociación de Comerciantes Imperiales, además.
La combinación resultaba decisiva.
—Alguien debe hablar con ellos, no importa mucho quién. No hay hombre a bordo que pueda engañar a su Fyunch(click).
—Está bien.
Da.
Capitán Mijailov, que comunicaciones llame a la nave embajadora pajeña. El doctor Horvath hablará con ellos.
Se iluminaron las pantallas y apareció la cara semisonriente de un Marrón-y-blanco. Rod frunció el ceño, y luego alzó los ojos rápido para confirmar que su propia pantalla no estaba encendida.
El pajeño miró a Horvath.
—Fyunch(click).
—Ah. Estaba esperando hablar con usted. Nos vamos ya. No hay más remedio.
La expresión del pajeño no cambió.
—Es evidente, pero nos disgusta mucho, Anthony. Tenemos que hablar de muchas cosas, de acuerdos comerciales, del alquiler de bases en el Imperio...
—Sí, sí, pero no tenemos autoridad para firmar tratados ni acuerdos comerciales —protestó Horvath—. En realidad hemos conseguido mucho, y ahora
tenemos
que irnos. Hubo una plaga en la
MacArthur,
algo nuevo para nuestros médicos, y desconocemos el centro focal de infección y el vector. Y dado que esta nave es nuestro único medio de volver, el al... el decisor de nuestra nave cree que es mejor que nos vayamos mientras dispongamos aún de una tripulación completa. ¡Volveremos!
—¿Volverá usted? —preguntó el pajeño.
—Ojalá. Me gustaría mucho. —No tuvo que esforzarse por parecer sincero en
esto.
—Será bienvenido. Serán bienvenidos todos los humanos. Tenemos puestas grandes esperanzas en el comercio entre nuestras razas, Anthony. Podemos aprender mucho todos. También nosotros tenemos regalos... ¿No Pueden llevarlos a su nave?
—Bueno, gracias... yo... —Horvath miró a Kutuzov. El almirante estaba a punto de explotar. Negó violentamente con la cabeza.
—No sería prudente —dijo Horvath con tristeza—. Mientras no sepamos la causa de la plaga, es mejor no añadir nada a lo que no estuviésemos expuestos antes. Lo siento mucho.
—Lo mismo digo, Anthony. Hemos advertido que los ingenieros de ustedes son... ¿cómo puedo expresarlo delicadamente? No están tan avanzados como los nuestros en muchos sentidos. Quizás estén subespecializados. Hemos pensado que esto podría remediarse en parte con nuestro regalo.
—Yo... perdone un momento —dijo Horvath; se volvió a Kutuzov después de bloquear el sonido—. Almirante, ¡no puede usted rechazar una oportunidad así! ¡Puede ser el acontecimiento más significativo de la historia del Imperio!
El almirante asintió lentamente. Sus ojos oscuros se achicaron.
—Piense también que si los pajeños se hacen con el Campo Langston y el Impulsor Alderson serán la amenaza más significativa de la historia de la Humanidad, ministro Horvath.
—Soy consciente de ello —replicó Horvath; desbloqueó el sonido—. Me temo que...
El pajeño le interrumpió diciendo:
—¿No puede usted venir a ver nuestros regalos, Anthony? Podría sacar fotografías, examinarlos detenidamente y construir luego otros modelos. ¿Cree usted que eso sería peligroso para personas que han estado en el propio planeta Paja?
Horvath pensó todo esto rápidamente.
¡Tenia
que conseguir aquellos regalos! Bloqueó de nuevo el sonido y sonrió suavemente al almirante.
—Creo que tiene razón. ¿No podríamos meterlos en el transbordador? Kutuzov parecía estar saboreando leche amarga. Asintió. Horvath se volvió al pajeño, aliviado.
—Gracias. Si colocan ustedes los regalos en el transbordador, los estudiaremos en el camino de vuelta y podrán recuperar después los regalos y el transbordador, que es un obsequio que les hacemos, en el punto de Eddie el Loco dentro de dos semanas y media.
—Magnífico —dijo calurosamente el pajeño—. Pero no necesitarán el transbordador. Uno de nuestros regalos es una nave espacial con controles adaptados a las manos y las mentes humanas. Los demás regalos irán a bordo de esta nave.
Kutuzov pareció sorprenderse y asintió en seguida. Horvath se dio cuenta y sonrió para sí.
—Eso es maravilloso. Les traeremos regalos cuando volvamos. Deseamos corresponder adecuadamente a su hospitalidad...
El almirante Kutuzov decía algo. Horvath se apartó de la pantalla para escuchar.
—Pregúntele por los guardiamarinas —ordenó el almirante.
—¿Se sabe algo más de nuestros guardiamarinas? —preguntó Horvath. La voz del pajeño adquirió un tono dolorido.
—¿Qué podría saberse, Anthony? Murieron al intentar aterrizar y su vehículo ardió por completo. Les hemos enviado imágenes, ¿no las han recibido?
—Bueno.., yo no las vi —contestó Horvath.
Era verdad, pero no por eso resultaba más fácil decirlo. ¡Aquel almirante condenado no creía nada de lo que le decían! Él creía que los muchachos habían sido capturados y que estaban torturándolos para obtener información.
—Lo siento, me ordenaron preguntar.
—Comprendemos muy bien su postura. Los humanos se preocupan mucho por sus jóvenes de la clase que toma decisiones. Lo mismo sucede con los pajeños. Nuestras razas tienen mucho en común. Ha sido un placer hablar de nuevo con usted, Anthony. Esperamos que vuelva pronto.
En los tableros del puente parpadeó una alarma. El almirante Kutuzov frunció el ceño y escuchó atentamente algo que Horvath no podía oír. Al mismo tiempo un altavoz anunció el informe del piloto.
—Los botes de la nave están ya seguros, señor. Listos para partir. El pajeño había oído algo sin duda.
—Esa nave que les obsequiamos puede alcanzarles si no aceleran a más de... —hubo una pausa en la que el pajeño escuchó algo— tres de sus gravedades.
Horvath miró interrogante a Kutuzov. El almirante cavilaba y parecía a punto de decir algo. Pero en vez de ello hizo un gesto de asentimiento a Horvath.
—En este viaje iremos a una gravedad y media —dijo Horvath al pajeño.
Parpadearon las pantallas y el receptor de Horvath se apagó. La voz del almirante Kutuzov resonó en el oído del ministro.
—Acaban de informarme de que ha salido una nave de Paja Uno y se dirige hacia el Punto Alderson a 1,74 gravedades. Dos gravedades pajeñas. Pídale, por favor, que nos explique lo que pretende esa nave. —La voz del almirante era bastante pausada, pero el tono era imperativo.
Horvath tragó saliva y volvió al pajeño. Activó de nuevo su pantalla. Preguntó, vacilante, con miedo a ofender.
—¿Lo sabe usted? —concluyó.
—Desde luego —contestó suavemente el pajeño—. Acabo de enterarme. Los Amos han enviado a nuestros embajadores en el Imperio a reunirse con ustedes. Son tres, y les suplicamos que los lleven hasta su capital imperial, donde representarán a nuestra raza. Tienen plena autoridad para negociar con ustedes.
Kutuzov tomó aliento. Parecía a punto de ponerse a gritar, y tenía la cara congestionada, pero sólo dijo, muy bajo, para que el pajeño no pudiese oírle:
—Dígale que debemos discutir eso. Capitán Mijailov, acelere cuando lo juzgue conveniente.
—Muy bien, señor.
—Ahora nos vamos —dijo Horvath al pajeño—. Yo... nosotros... Tenemos que discutir la cuestión de los embajadores... Esto es una sorpresa... Me hubiese gustado que viniese usted mismo. ¿Vendrán como embajadores algunos de nuestros Fyunch(click)? —Hablaba rápidamente, captando señales de avisos que sonaban tras él.
—Habrá tiempo para que discutan todo lo necesario —le aseguró el pajeño—. Y, no, ningún embajador pajeño podría identificarse con un humano individual; deben representar todos ellos a nuestra raza. Supongo que lo entiende... Han sido elegidos los tres de modo que representen todos los puntos de vista, y si actúan con unanimidad pueden comprometer en un acuerdo a todos los pajeños. Dada la amenaza de la plaga, podrían permanecer en cuarentena hasta que ustedes estén seguros de que no hay nada que amenace su salud... —Sonó en la
Lenin
una señal más fuerte que las anteriores—. Adiós, Anthony. Adiós a todos ustedes. Y vuelvan pronto.
Resonaron las últimas señales y la
Lenin
inició su viaje. Horvath contempló la pantalla en blanco mientras los demás iniciaban la discusión tras él.
El crucero modelo presidente
Lenin
de su Imperial Majestad estaba lleno hasta su capacidad y aún más con la tripulación de la
MacArthur
y los científicos.
Los técnicos espaciales compartían las hamacas de rotación con los auxiliares. Los infantes de marina dormían en los pasillos y los oficiales se hacinaban tres y más en camarotes previstos para uno. Había artefactos pajeños salvados de la
MacArthur
en la cubierta hangar, que Kutuzov insistió en mantener en vacío, bajo constante vigilancia, con inspecciones. No había lugar a bordo donde pudiese celebrarse una asamblea de la nave.
Si necesitasen un punto de reunión no podrían encontrarlo. La
Lenin
permanecería en situación de alarma de combate hasta que abandonasen el sistema pajeño, incluso durante los servicios fúnebres dirigidos por David Hardy y el capellán de la
Lenin,
George Alexis. No era una situación insólita para ninguno de los dos; aunque era tradicional que todos los viajeros se reuniesen si era posible, los servicios fúnebres se hacían a veces con la tripulación en situación de alarma de combate. Mientras se colocaba una estola negra y se volvía al misal que un soldado sostenía abierto, David Hardy pensó que probablemente hubiese dirigido más réquiems de aquel modo que ante toda la tripulación reunida.
Resonó en la
Lenin
un toque de trompeta.
—Posición de descanso —dijo suavemente el piloto jefe.
—Que Dios les conceda el descanso eterno —entonó Hardy.
—Y que alumbre sobre ellos la luz perenne —respondió Alexis.
Ambos conocían muy bien cada versículo y cada respuesta, como todos los que llevaban en la Marina tiempo suficiente para formar parte de la tripulación de la
Lenin.
—
Yo soy la resurrección y la vida, dice el Señor. Quien crea en mí, aunque muera vivirá: y quien viva y crea en mí, jamás morirá.
El servicio continuó, los tripulantes contestando desde sus puestos de combate, un suave murmullo por toda la nave.
—Yo oí una voz del cielo diciéndome, escribe. Que sean benditos los muertos que mueren en el Señor: eso dice el Espíritu; pues descansan de sus trabajos.
Descanso, pensó Rod. Hay eso, de todos modos, descanso para los muchachos. Se estremeció. He visto perderse muchas naves, y muchos hombres a mi mando los encontraron a cientos de parsecs de su hogar. Inspiró profundamente, pero la tensión de su pecho siguió inalterable.
Se difuminaron las luces por toda la
Lenin,
y las voces grabadas del coro de la Marina Imperial cantaron un himno al que se unieron los tripulantes.
—Día de cólera y de combate inminente, palabras de David con ecos de Sibila: Cielos y mundos que en cenizas concluyen...
¿Sibila?, pensó Rod. Dios mío, eso debe de ser antiguo. El himno seguía y concluyó con un estallido de voces viriles.
¿Creo yo en todo esto? Se preguntó Rod. Hardy cree, basta verle la cara. Y Kelley, dispuesto a lanzar a sus camaradas por los tubos de torpedos, cree también. ¿Por qué no puedo creer yo como ellos? Pero yo creo también ¿no es cierto? Siempre creí que creía, que el universo, este universo, ha de tener algún sentido. Piensa en Bury. Ésta no es siquiera su religión, pero le conmueve. ¿Qué pensará?
Horace Bury miraba fijamente los tubos de torpedos. ¡Cuatro cuerpos y una cabeza! La cabeza de un infante de marina que los Marrones habían utilizado de caballo de Troya. Bury la había visto sólo una vez girando en el espacio en una nube de niebla y cristal fragmentado y Marrones agonizantes. Recordaba una mandíbula cuadrada, una boca ancha y firme, brillantes ojos muertos. Alá tenga misericordia de ellos, y que sus legiones caigan sobre la Paja...