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Authors: Jerry Pournelle & Larry Niven

Tags: #Ciencia Ficción

La paja en el ojo de Dios (27 page)

BOOK: La paja en el ojo de Dios
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Abajo, en la cubierta hangar, Whitbread se vio obligado a trabajar junto con todos los demás que andaban por allí. Cargill había traído una serie de objetos de la Colmena de Piedra, y tenían que desempaquetarlos. Whitbread fue lo bastante hábil para ofrecerse voluntario como ayudante de Sally antes de que Cargill le diese otro trabajo.

Descargaron esqueletos y momias para el laboratorio de antropología. Eran miniaturas del tamaño de muñecas, muy frágiles, similares a las miniaturas vivas que había en la nave. Otros esqueletos, que según Staley eran muy numerosos en la Colmena, eran similares a la minera pajeña que se alojaba ahora en el camarote de Crawford.

—¡Vaya! —gritó Sally. Estaba sacando otra momia.

—¿Qué pasa? —preguntó Whitbread.

—Esta, Jonathon. Es igual que el pajeño de la cápsula. Aunque la inclinación de la frente... pero, claro está, tuvieron que escoger a la persona más inteligente para que hiciera de emisario en Nueva Caledonia. Éste es el primer contacto con alienígenas también para ellos.

Había una momia pequeña de cabeza diminuta, sólo un metro de longitud y manos largas y frágiles. Los largos dedos de las tres manos estaban rotos. Había una mano seca que Cargill había encontrado flotando libremente, y que era distinta a lo que habían visto hasta entonces: los huesos fuertes, rectos y gruesos, las articulaciones grandes. ¿Artritis?, se preguntó Sally. La colocaron cuidadosamente y pasaron a la caja siguiente, los restos de un pie que también flotaba libre. Tenía una espina pequeña y aguda en el talón, y la parte delantera del pie era tan dura como el casco de un caballo, muy aguda y afilada, a diferencia de las estructuras de los otros pies de los pajeños.

—¿Mutaciones? —dijo Sally; se volvió al guardiamarina Staley, que había sido reclutado también para descargar—. ¿Dice usted que la radiación había desaparecido?

—Por completo —contestó Staley—. Pero en otros tiempos tuvo que haber allí una radiación infernal.

—Me pregunto —dijo Sally— de qué época estaremos hablando. ¿Hace miles de años? Dependería de lo limpias que fuesen esas bombas que utilizaron para impulsar el asteroide.

—No había modo de determinarlo —dijo Staley—. Pero el
lugar parecía
viejo, Sally. Muy viejo. Lo más viejo con que puedo compararlo es la Gran Pirámide de la Tierra. Parecía más viejo aún.

—Bueno —dijo ella—. Pero no hay ninguna
prueba,
Horst.

—No. Pero aquel lugar era viejo. Lo sé.

El análisis de los hallazgos tendría que esperar. Sólo descargarlos y almacenarlos les llevó hasta bien entrada la primera guardia, y todos estaban cansados. Eran las 0130, tres campanadas en el primer reloj, cuando Sally fue a su cabina y Staley a la sala artillera. Jonathon Whitbread se quedó solo.

Había tomado demasiado café en la cabina del capitán y no estaba cansado. Ya dormiría más tarde. De hecho tenía que hacerlo, pues la nave pajeña se situaría a la altura de la
MacArthur
durante la guardia de mediodía. Pero eso quedaba a nueve horas de distancia, y Whitbread era joven.

Los pasillos de la
MacArthur
brillaban con la mitad de las luces de día de la nave. Estaban casi vacíos y las puertas de los camarotes cerradas. Las voces humanas, siempre presentes durante el día de la
MacArthur
en todos los pasillos, interfiriendo unas con otras hasta el punto de no poder distinguirse ninguna voz aislada, habían dejado paso... al silencio.

Sin embargo, persistía la tensión del día. La
MacArthur
no volvería a descansar mientras siguiese dentro del sistema alienígena. Y allí fuera, invisible, las pantallas alzadas y la tripulación haciendo guardias dobles, estaba la gran masa cilíndrica de la
Lenin.
Whitbread pensó en el inmenso cañón láser de la nave de combate: en aquel momento debía de estar apuntando a la
MacArthur.

A Whitbread le encantaban las guardias nocturnas. Había espacio para respirar y para estar solo. Había además compañía, los demás miembros de la tripulación de guardia, los científicos que trabajaban hasta muy tarde... Sólo entonces parecía que todos se hubiesen ido a dormir. Bueno, siempre podía mirar a las miniaturas por el intercomunicador, tomar un último trago, leer un poco e irse a dormir después. Lo agradable de la primera guardia era que habría laboratorios desocupados en que sentarse.

La pantalla del intercomunicador siguió en blanco cuando marcó la clave de los pajeños. Whitbread frunció el ceño por un segundo... Luego sonrió y se dirigió hacia la sala de oficiales.

No había duda: Whitbread esperaba encontrar a las dos miniaturas consagradas a sus prácticas sexuales. Después de todo un guardiamarina debía buscarse su propia diversión.

Abrió la puerta... y algo chocó con sus pies y desapareció, un resplandor amarillo y marrón. La familia de Whitbread había tenido perros. Esto le había proporcionado ciertos reflejos. Saltó hacia atrás muy rápido, cerró la puerta de golpe para impedir que saliese algo más, y luego miró hacia el pasillo.

Lo vio claramente un instante antes de que se escabullese en la cocina de la tripulación. Uno de los pequeños pajeños; y su contorno no tenía que ser la cría.

El otro adulto debía de seguir en la sala de oficiales. Whitbread vaciló un instante. Estaba acostumbrado a coger perros siguiéndoles
inmediatamente.
Estaba en las cocinas... pero no le conocía, no estaba acostumbrado a su voz y, maldita sea,
no era un perro.
Whitbread frunció el ceño. Aquello no iba a resultar divertido. Acudió al intercomunicador y llamó al oficial de guardia.

—Demonios, John —dijo Crawford—. Está bien, ¿así que dice usted que uno de esos condenados seres sigue aún en la sala de oficiales? ¿Está usted seguro?

—No, señor. En realidad no he mirado dentro. Pero sólo localicé a uno fuera.


No
mire dentro —ordenó Crawford—. Permanezca junto a la puerta y no deje entrar a
nadie.
Tendré que llamar al capitán.

La idea no le gustaba nada a Crawford. El capitán podía enfadarse si le despertaban sólo por una escapada sin importancia de uno de aquellos animalejos, pero las órdenes decían terminantemente que debía informarse de modo inmediato al capitán de cualquier actividad de los alienígenas.

Blaine era una de esas personas afortunadas que son capaces de despertar inmediatamente sin transición. Escuchó el informe de Crawford.

—Muy bien, Crawford, vaya con un par de soldados a relevar a Whitbread y dígale al guardiamarina que venga. Quiero que me explique lo que vio. Coja otros dos soldados y despierte a los cocineros. Tienen que buscar en las cocinas hasta localizarlo. —Cerró los ojos para pensar—. Mantenga cerrada la sala de oficiales hasta que llegue allí el doctor Horvath.

Apagó el intercomunicador. Debo llamar a Horvath, pensó.

Y debo llamar al almirante. Mejor aplazar
eso
hasta que sepa lo que ha sucedido. Pero eso podía ser demasiado tiempo. Se puso el capote antes de llamar al Ministro de Ciencias.

—¿Que se
escaparon?
¿Cómo? —exigió Horvath.

El Ministro de Ciencias no era una de esas personas afortunadas. Tenía los ojos enrojecidos, el pelo revuelto. Movía la boca, evidentemente poco satisfecho con su gusto.

—No sabemos —explicó pacientemente Rod—. La cámara estaba desconectada. Uno de los oficiales fue a investigar.

Esto bastará para los científicos, pensó. No permitiré que un puñado de civiles machaquen al muchacho. Si hay que castigarle, lo haré yo mismo.

—Doctor —continuó—, ahorraremos tiempo si baja usted inmediatamente allí.

El pasillo de la sala de oficiales estaba atestado. Horvath vestía una bata de seda roja; había cuatro infantes de marina, y estaban también Leyton, el segundo oficial de guardia, Whitbread y Sally Fowler con bata pero con el pelo recogido y sin huellas de sueño en la cara. Estaban también dos de los cocineros y un oficial de cocina, murmurando todos mientras apartaban cacerolas, buscando al pajeño, mientras otros soldados buscaban también desesperadamente.

—Cerré la puerta de golpe —decía Whitbread— y miré hacia el pasillo. El otro quizás escapase en la otra dirección...

—Pero usted cree que aún sigue ahí dentro.

—Sí, señor.

—Está bien, veamos si podemos entrar ahí sin dejarle salir.

—Capitán... ¿sabe usted si muerden? —preguntó un cabo—. Podríamos dar a los hombres guanteletes.

—No hará falta —aseguró Horvarth—. No han mordido nunca a nadie.

—Está bien, señor —dijo el cabo.

—Eso mismo dicen de las ratas colmeneras —murmuró uno de sus hombres, pero nadie le hizo caso.

Seis hombres y una mujer formaban un semicírculo alrededor de Horvath, que se disponía a abrir la puerta. Estaban todos tensos y ceñudos, los soldados con las armas dispuestas, preparados para cualquier cosa. Rod sintió por primera vez grandes deseos de reír. Los reprimió. Por aquel pobre y diminuto ser...

Horvath entró rápidamente. No salió nada.

Esperaron.

—Está bien —dijo el Ministro de Ciencias—. Ya lo veo. Entren, uno a uno. Está debajo de la mesa.

La miniatura les observaba mientras se deslizaban al interior, uno a uno, y la rodeaban. Si estaba esperando una vía de escape, nunca llegó a verla. Cuando se cerró la puerta y siete hombres y una mujer rodearon su refugio, se rindió. Sally la cogió en brazos.

—Pobrecilla —dijo. La pajeña miró a su alrededor, evidentemente asustada.

Whitbread examinó lo que quedaba de la cámara. Estaba cortocircuitada. Se había mantenido el cortocircuito el tiempo suficiente para que metal y plástico se fundieran y gotearan, dejando un hedor que aún no había eliminado la planta aérea de la
MacArthur.
También se había fundido, dejando un gran agujero, la alambrada que había detrás de la cámara. Blaine se acercó a examinar el desastre.

—Sally —preguntó—, ¿podrían ser tan inteligentes como para planear esto?

—¡No! —respondieron inmediatamente y a coro Sally y Horvath.

—El cerebro es demasiado pequeño —amplió el doctor Horvath.

—Ah —dijo para sí Whitbread. Pero no olvidaba que la cámara estaba dentro de la alambrada.

Llamaron inmediatamente a los técnicos de la sección de telecomunicaciones para que repararan el agujero. Soldaron encima una red nueva, y Sally volvió a meter a las miniaturas en su jaula. Los técnicos instalaron otra videocámara, que montaron
fuera
de la red. Nadie hizo ningún comentario. La búsqueda continuó durante toda la guardia. Nadie encontró a la hembra ni a la cría. Intentaron que les ayudase la pajeña grande, pero evidentemente no comprendió lo que le dijeron o no se interesó. Por último, Blaine volvió a su cabina a dormir un par de horas. Cuando despertó aún no habían aparecido las miniaturas.

—Podríamos echar a los hurones tras ellas —sugirió Cargill durante el desayuno en la sala de guardia. Un torpedero tenía un par de roedores del tamaño de gatos y los utilizaba para mantener libre de ratas y ratones el castillo de proa. Los hurones eran sumamente eficaces en esta tarea.

—Matarían a las pajeñas —protestó Sally—. No son peligrosas. Desde luego, no son más peligrosas que las ratas. ¡No podemos matarlas!

—Si no las encontramos rápidamente, el almirante me matará a

—gruñó Rod, pero aceptó la objeción. La búsqueda continuaba cuando Blaine acudió al puente.

—Póngame con el almirante —dijo a Staley.

—De acuerdo, señor. —El guardiamarina habló por el circuito de comunicación.

Unos instantes después aparecieron en la pantalla los ásperos rasgos barbudos del almirante Kutuzov. El almirante estaba en su puente, tomando té de un vaso. Rod cayó en la cuenta de que nunca había hablado con Kutuzov sin que éste estuviese en el puente. ¿Cuándo dormía? Blaine informó sobre la desaparición de los pajeños.

—¿Aún no tiene ni idea de lo que son esas miniaturas, capitán? —preguntó Kutuzov.

—Así es, señor. Hay varias teorías. La más popular es que están relacionados con los pajeños lo mismo que los monos con los humanos.

—Eso es interesante, capitán. Supongo que esas teorías explicarán también por qué ese minero llevaba dos monos en su nave. Y por qué llevó dos monos a bordo de la
MacArthur.
Nosotros no acostumbramos a llevar monos, ¿verdad, capitán Blaine?

—No, señor.

—La sonda pajeña llegará en tres horas —murmuró Kutuzov—, y las criaturas escaparon la noche pasada. Esta relación me parece interesante, capitán. Creo que esas miniaturas son espías.

—¿Espías, señor?

—Espías. Le han dicho a usted que no son inteligentes. Quizás sea verdad, pero ¿pueden memorizar? No me parece imposible que puedan. Usted me ha hablado de las habilidades mecánicas de la alienígena grande. Ella ordenó a las miniaturas que devolviesen su reloj al
comerciante.
Capitán, no puede permitirse bajo ninguna circunstancia que la alienígena adulta establezca contacto con las miniaturas que han escapado. No debe permitírsele a ningún alienígena grande. ¿Ha comprendido?

—Sí, señor...

—¿Quiere saber el motivo? —preguntó al almirante—. Si hay alguna posibilidad de que esos seres descubran los secretos del Impulsor y el Campo, capitán...

—Comprendido, señor. Tomaré las medidas necesarias.

—Así lo espero, capitán.

Blaine se quedó un momento contemplando la pantalla en blanco, y luego volvió la vista hacia Cargill.

—Jack, usted viajó una vez con el almirante, ¿verdad? ¿Cómo es realmente por detrás de toda esa imagen legendaria?

Cargill ocupaba un asiento próximo a la silla de mando de Blaine.

—Yo sólo era guardiamarina cuando él era capitán, señor. La relación era demasiado distante. Lo cierto es que todos le respetábamos. Quizás sea el oficial más duro del Cuerpo y no excusa a nadie, y menos aún a sí mismo. Pero si hay que combatir, las posibilidades de regresar con vida son mucho mayores si es el Zar quien está al mando.

—Eso he oído. Ha ganado más combates que ningún otro oficial en servicio; pero, demonios, qué duro es el maldito.

—Desde luego que sí, señor.

Cargill estudió detenidamente a su capitán. No llevaban juntos mucho tiempo, y era más fácil hablar con Blaine de lo que habría sido con un capitán más viejo.

—No ha estado usted nunca en St. Ekaterina, ¿verdad, capitán? —preguntó.

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