—¿Nada más?
—Creo que el otro era más alto. Aunque no estoy seguro.
—
Mire la cabeza de ésta.
—No veo nada especial —dijo Whitbread, frunciendo el ceño.
Sally utilizó su computadora de bolsillo. La máquina ronroneó levemente indicando que había establecido comunicación con la memoria central de la nave. En algún punto de la
MacArthur
un láser recorría líneas holográficas. La memoria de la nave contenía todo lo que sabía la Humanidad sobre los pajeños. La computadora localizó la información que Sally quería; en la superficie de la caja lisa apareció un dibujo.
Whitbread lo estudió y luego miró a la pantalla donde estaba la pajeña.
—La frente ¡Es más inclinada!
—Eso es lo que nosotros pensamos, el doctor Horvath y yo.
—No es fácil darse cuenta. Como tiene la cabeza tan ladeada...
—Lo sé. Pero no hay duda. Creemos que las manos son también distintas. Aunque la diferencia sea muy pequeña.
Sally frunció el ceño y aparecieron tres cortas arrugas entre sus cejas marrones. Se había cortado el pelo muy corto para el espacio, y el ceño fruncido y el pelo corto la hacían parecer muy eficiente. Esto no le gustó a Whitbread.
—Así que tenemos tres tipos distintos de pajeños —dijo—. Y sólo cuatro pajeños. Esto significa un porcentaje muy alto de mutación, ¿no le parece?
—Yo... No me sorprendería... —Whitbread recordó las lecciones de historia que había dado el capellán Hardy a los guardiamarinas durante el viaje—. Están atrapados en este sistema. Embotellados. Si tuviesen una guerra atómica, tendría que seguir viviendo después, ¿no es cierto? —pensó en la Tierra y se estremeció.
—No hemos descubierto ninguna prueba de guerras atómicas.
—Salvo el porcentaje de mutación. A Sally se echó a reír.
—Argumenta usted en círculos. De cualquier modo, no tiene sentido. Ninguno de estos tres tipos puede considerarse una deformación. Están todos muy bien adaptados y perfectamente sanos... salvo el muerto, claro, y eso no cuenta, pues difícilmente elegirían a un lisiado para pilotar la sonda.
—Sí, desde luego. ¿Cuál es entonces la solución?
—Usted los vio primero, Jonathon. Podemos considerar al de la sonda un tipo A. ¿Cuál era la relación entre los tipos B y C?
—No lo sé.
—Pero usted los vio juntos.
—No tenía sentido. Los pequeños se mantenían apartados de la grande, al principio, y la grande no les hacía caso. Luego yo indiqué a la grande que quería que me acompañase a la
MacArthur.
Entonces cogió a los dos primeros pequeños que se pusieron a su alcance, los metió en la bolsa y mató al resto sin previo aviso.
Whitbread se detuvo, pensando en el torbellino que le había expulsado de la cámara neumática de la nave pajeña.
—Eso me dijo usted. ¿Qué son los pequeños? ¿Animales domésticos? ¿Niños? Pero ella los
mató.
¿Parásitos? ¿Por qué salvar a esos dos? ¿Animales que le sirven de alimentación? ¿Ha considerado eso?
—¿Cómo vamos a comprobarlo? —dijo Sally hoscamente—. ¿Cree usted que vamos a cocinar a una de las pequeñas para ofrecérsela a la grande? Sea razonable.
La alienígena de la cabina de Crawford sacó un puñado de una especie de semilla y lo comió.
—Palomitas de maíz —dijo Sally—. Probamos primero con las pequeñas. Quizás sirviesen para eso, para probar los alimentos.
—Quizás.
—Come también coles. Bueno, no se morirá de hambre. Pero quizás pueda morirse por deficiencia vitamínica. Lo único que podemos hacer es observar y esperar... Supongo que llegaremos muy pronto al planeta de donde proceden. Mientras tanto, usted es el único hombre que ha visto la nave pajeña. ¿Estaba doblado el asiento del piloto? Sólo pude verlo un instante a través de la cámara de su casco.
—Sí, lo estaba. De hecho se ajustaba a ella como un guante. Advertí algo más. El tablero de control estaba situado del lado derecho del asiento. Sólo para las manos derechas...
Recordaba mucho de la nave minera, en realidad. El explicarlo le permitió seguir disfrutando de la agradable compañía de la señorita Fowler hasta que tuvo que volver a hacerse cargo del servicio de vigilancia. Sin embargo, ninguno de los datos que recordaba resultó particularmente útil.
Apenas había ocupado Whitbread su puesto en el puente, llamó el doctor Buckman preguntando por el capitán.
—Una nave, Blaine —dijo Buckman—. Procede del mundo habitable, Paja Uno. No la localizamos porque estaba oculta por culpa de esa condenada señal láser.
Blaine hizo un gesto de asentimiento. También sus pantallas habían mostrado la nave pajeña nueve minutos antes. La tripulación de Shattuck no estaba dispuesta a dejar que los civiles tuviesen un sistema de observación mejor que la Marina.
—Nos alcanzará en unas ochenta y una horas —dijo Buckman—. Está acelerando a cero ochenta y siete gravedades, que es la gravedad que existe en la superficie de Paja Uno por una curiosa coincidencia. Desprende constantemente neutrinos. En general actúa como la primera nave, aunque es mucho más grande. Si descubrimos algo más se lo comunicaré.
—De acuerdo. Continúe vigilando, doctor. —Blaine hizo un gesto y Whitbread desconectó el circuito; el capitán se volvió a su segundo—. Compare, por favor, lo que sabemos con el archivo de Buckman, Número Uno.
—De acuerdo, señor. —Cargill accionó los controles de la computadora durante unos minutos—. ¿Capitán?
—¿Sí?
—Mire el momento inicial. Esa nave alienígena se puso en camino poco más de una hora después del encuentro. Blaine lanzó un silbido.
—¿Está usted seguro? Eso significa que tardaron diez minutos en detectarnos, otros diez en determinar nuestro rumbo y cuarenta en prepararse y despegar. Jack, ¿qué tipo de nave despega en cuarenta minutos?
Cargill frunció el ceño.
—Ninguna, que yo sepa. La Marina
podría
hacerlo, mantener una nave con tripulación completa en situación de alerta...
—Exactamente. Creo que esa nave que avanza hacia nosotros es una nave de guerra. Será mejor que se lo comunique al almirante y luego a Horvath. Whitbread, póngame con Buckman.
—¿Sí? —el astrofísico parecía inquieto.
—Doctor, necesito todo lo que su gente pueda descubrir sobre esa nave pajeña. Inmediatamente. ¿No podría estudiar detenidamente su aceleración? Me parece bastante extraña.
Buckman estudió los números que Blaine transmitió a su pantalla.
—Creo que está bastante claro. Salieron de Paja Uno o de una luna próxima cuarenta minutos después de que llegáramos nosotros. ¿Cuál es el problema?
—Si despegaron a esa velocidad, es casi seguro que se trata de una nave de guerra. Nos gustaría creer lo contrario. Buckman parecía molesto.
—Piense lo que quiera, capitán, pero lo estropeará todo. Hayan despegado en cuarenta minutos o... bueno, el vehículo pajeño podría haber partido de algún punto situado a unos dos millones de kilómetros de este lado de Paja Uno; esto les daría más tiempo... pero no lo creo.
—Tampoco yo. Quiero que se asegure respecto a esto, doctor Buckman. ¿Qué podríamos suponer que les daría más tiempo para despegar?
—Déjeme pensar... No estoy acostumbrado a calcular en términos de cohetes, ¿sabe? Mi campo son más bien las aceleraciones gravitatorias, veamos...
Buckman adoptó una extraña expresión, con los ojos en blanco. Durante unos instantes pareció un imbécil.
—Hay que considerar un período de deslizamiento. Una aceleración mucho mayor que el mecanismo de lanzamiento. Muchísimo mayor.
—¿Cuánto cree usted que pudo prolongarse el primer período?
—Varias horas por cada una que quiera usted darles para tomar una decisión. Capitán, no comprendo su problema. ¿Por qué no van a poder lanzar una nave científica de investigación en cuarenta minutos? ¿Por qué tenemos que suponer que es una nave de guerra? Después de todo la
MacArthur
es ambas cosas, y le costó a usted un tiempo absurdamente largo despegar. Yo estaba listo varios días antes.
Blaine apagó la pantalla. Le retorcería el cuello de muy buena gana, se dijo. Pero tendría que comparecer ante un tribunal militar. De todos modos alegaría homicidio justificado. Citaría como testigos a todos los que conocían a Buckman. No tendrían más remedio que absolverme. Apretó varias teclas.
—Cargill, ¿qué ha conseguido?
—Ellos lanzaron la nave en cuarenta minutos.
—Lo cual significa que es una nave de guerra.
—Eso piensa el almirante, señor. El doctor Horvath no está convencido.
—Ni yo tampoco, pero tendremos que estar preparados por si acaso. Y tendremos que saber más sobre los pajeños de lo que están descubriendo el doctor Horvath y su gente con nuestra pasajera. Cargill, quiero que coja usted el transbordador y vaya hasta el asteroide en que estaba la pajeña. No hay ninguna señal de actividad allí, así que supongo que se trata de un lugar seguro... quiero saber exactamente qué es lo que estaba haciendo allí la pajeña. Podría darnos la clave.
Horace Bury observaba a las pajeñas de treinta centímetros de estatura que jugaban detrás de la pantalla de alambre.
—¿Muerden? —preguntó.
—No lo han hecho aún —contestó Horvath—. Ni siquiera cuando los biotécnicos les extrajeron muestras de sangre.
Bury le desconcertaba. El Ministro de Ciencias, Horvath, se consideraba muy capaz para juzgar a la gente (cuando abandonó la ciencia para entrar en la política, tuvo que aprender deprisa), pero no podía descubrir cuáles eran los procesos mentales de Bury. La fácil sonrisa del comerciante era sólo una fachada pública; tras ella, y sin emociones, Bury observaba a los pajeños como Dios juzgando una creación dudosa.
Bury pensaba: qué feos son. Qué horror. Al menos podrían ser útiles como animales domésticos... Avanzó hasta un agujero que había en la red, lo bastante grande para un brazo pero no para un pajeño.
—Detrás de la oreja —sugirió Horvath.
—Gracias.
Bury se preguntó si se acercaría alguna a investigar su mano. Se acercó la más delgada, y Bury le rascó detrás de la oreja, cuidadosamente, pues la oreja parecía frágil y delicada. Pareció gustarle.
Son espantosos como animales domésticos, pensó Bury, pero podrían venderse a varios miles cada uno. Durante un tiempo. Antes de que dejasen de ser novedad. Era mejor actuar en todos los planetas simultáneamente. Si se crían en cautividad, y podemos mantenerlos alimentados, y si dejo de vender antes de que la gente deje de comprar...
—¡Por Alá...! ¡Me ha quitado el reloj!
—Les encantan los aparatos. Habrá visto usted esa linterna que les dimos.
—A mí eso no me importa, Horvath. ¿Cómo voy a recuperar mi reloj? Por Alá... ¿cómo consiguió soltarlo?
—Entre y sáquelo. O déjeme a mí. —Horvath lo intentó; el espacio era demasiado grande y la pajeña no quería devolver el reloj; Horvath renunció—. No quiero molestarlas demasiado.
—¡Horvath, ese reloj vale ochocientas coronas! No sólo indica la hora y la fecha sino que... —Bury hizo una pausa—. En realidad, es a prueba de golpes. Anunciamos que cualquier golpe que pueda parar un Cronos matará también al propietario. No creo que pueda romperlo.
La pajeña examinaba el reloj de pulsera de forma serena y concentrada. Bury se preguntó si habría gente a quien aquellos gestos le resultasen cautivadores. Ningún animal doméstico se comportaba así. Ni siquiera los gatos.
—¿Hay cámaras filmando?
—Por supuesto —dijo Horvath.
—Quizás a mi empresa le interese comprar esta secuencia. Para fines publicitarios.
Esto era algo, pensaba Bury. Ahora se acercaba a ellos una nave pajeña, y Cargill se iba en un transbordador a algún sitio. Nunca conseguía sacarle nada a Cargill, pero le acompañaría Buckman. Quizás al final pudiera sacarle algún beneficio al café que bebía el astrofísico...
La idea le entristeció confusamente.
Aquel transbordador era el mayor de los vehículos que había en la cubierta hangar. Tenía un cuerpo elevado, con una superficie lisa arriba que se ajustaba a una de las paredes del hangar. Tenía escotillas de acceso propias, para llegar a la cámara neumática desde las regiones habitables de la
MacArthur
porque, normalmente, la cubierta hangar estaba en condición de vacío.
A bordo del transbordador no había ni generador de Campo Langston ni Impulsor Alderson. Pero su impulsor era eficaz y potente y tenía un depósito de combustible considerable, aun sin los tanques portátiles. El casco de protección ablativo del morro servía para un reingreso en una atmósfera terrestre de hasta veinte kilómetros por segundo, o varios reingresos si podían realizarse más lentamente. Estaba diseñado para una tripulación de seis individuos, pero podía llevar más. Podía ir de planeta en planeta, pero no viajar entre estrellas. Vehículos espaciales más pequeños que aquel transbordador de la
MacArthur
habían hecho historia una y otra vez.
Había media docena de hombres viviendo en él ahora. Uno de ellos había sido desplazado de su sitio para dejar espacio a Crawford cuando le había expulsado de su cabina una alienígena de tres brazos.
Cargill sonrió al ver esto.
—Me llevaré a Crawford —decidió—. Sería una vergüenza trasladarle de nuevo. Lafferty como timonel. Tres soldados... —Se inclinó sobre su lista de tripulantes—. Staley como guardiamarina—. Se alegraría mucho de tener una posibilidad de demostrar su valía, y cumplía las órdenes con bastante asiduidad.
El interior del transbordador estaba limpio y pulido, pero había pruebas de las reparaciones chapuceras de Sinclair a lo largo de la pared de estribor donde los lásers de la
Defiant
habían atravesado el caparazón ablativo; pese a las largas distancias en que se había desarrollado la lucha el transbordador había recibido graves daños.
Cargill extendió sus cosas en la única habitación cerrada y revisó los posibles rumbos que podía emprender. A aquella distancia podían ir todo el camino a tres gravedades. Porque la roca no tuviese una planta de fusión no iban a creer a ciegas que estaba deshabitada.
Jack Cargill recordó la velocidad con que la pajeña había reconstruido el gran filtro de su cafetera. ¡Incluso sin saber a lo que sabía el café! ¿Estarían
más allá
de la fusión? Dejó sus utensilios y se puso un traje de presión, una prenda tejida muy ajustada al cuerpo, lo bastante porosa para permitir que saliese el sudor, con un control de temperatura de regulación automática; con la ayuda de aquella tela tupida, su propia piel podía soportar la salida al espacio. El casco iba sellado en el cuello. En caso de combate, sobre aquella vestimenta se colocaba una pesada armadura, pero para realizar inspecciones bastaba aquello.