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Authors: Jerry Pournelle & Larry Niven

Tags: #Ciencia Ficción

La paja en el ojo de Dios (21 page)

BOOK: La paja en el ojo de Dios
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—Además, señor, ¿qué daño podría hacernos la nave pajeña?

—Bueno, hay que tener en cuenta que se dirige sola hacia su planeta, probablemente con un mensaje.

—No creo que lleve un mensaje, señor. El tripulante no hizo nada que pudiese asociarse a escribir, y no
habló
tampoco.

—La tripulante —le corrigió Blaine—. Según los biólogos es una hembra. También los dos pequeños son hembras, y una está preñada.

—Preñada. Debería haberme dado cuenta de eso...

—¿Qué habría buscado usted? —dijo Blaine con una sonrisa—. ¿Dónde? Ni siquiera se dio usted cuenta de que los pequeños tenían cuatro brazos.


¿Cuatro?...


No se preocupe por eso, señor Whitbread. Usted no vio ningún mensaje, pero tampoco pudo darse cuenta de que la pajeña estaba programando, o construyendo, un piloto automático hasta que la nave comenzó a moverse. Y una nave vacía es suficiente mensaje por sí sola. ¿Estamos preparados para recibir visitas, Jack?

—Lo estamos —dijo Cargill—. Y aunque no lo estuviéramos nosotros, no le quepa duda de que la
Lenin
lo está.

—No debemos contar demasiado con la ayuda que pueda prestarnos la
Lenin.
Kutuzov piensa que puede ser interesante comprobar lo que puede hacer por sí sola la
MacArthur
contra los pajeños. Quizás se limite a observar y luego se vuelva a casa.

—Eso... no parece muy propio del almirante, señor —protestó Cargill.

—Sí que lo es. Y pensaría usted lo mismo si hubiese oído la discusión que tuvo con el doctor Horvath. Nuestro Ministro de Ciencias no hace más que decirle al almirante que se aparte de nuestro camino, y Kutuzov está a punto de seguir su consejo. —Blaine se volvió al guardiamarina—. No debe usted contar eso en la sala artillera, Whitbread.

—De acuerdo, señor.

—Ahora que tenemos tiempo, veamos qué puede recordar sobre esa nave pajeña. —Blaine accionó los controles y aparecieron sobre las pantallas de su pared varias imágenes de la nave alienígena—. Esto es lo que la computadora sabe hasta ahora —explicó—. Hemos trazado ya un mapa de parte del interior. No había ninguna protección contra nuestras sondas, nada que ocultar, pero eso no nos permite comprender mejor las cosas.

Blaine cogió un puntero.

—Esas áreas contienen hidrógeno líquido. Aquí hay maquinaria pesada; ¿vio usted algo de esto?

—No, señor, pero ese panel posterior parecía como si estuviese alzado.

—Bien. —Blaine asintió y Cargill hizo un boceto de él con el trazador de la pantalla.

—¿Así? —preguntó—. De acuerdo. —Accionó el botón de la grabadora—. Sabemos que había mucho combustible de hidrógeno oculto. Y su impulsor ioniza, calienta y enriquece el hidrógeno con vapor carbónico caliente. Para esto se necesita mucha maquinaria. ¿Dónde estaba?

—¿No debería estar aquí el ingeniero jefe, señor?


Debería
estar aquí, señor Whitbread. Desgraciadamente están sucediendo unas diez cosas a la vez en esta nave, y el teniente Sinclair hace falta en todas partes. Enseguida podrá hablar con usted... Jack, no olvidemos la filosofía de los pajeños sobre el diseño de naves y aparatos. Seguimos buscando mecanismos separados para cada tarea, pero en esta sonda todos los aparatos hacen cuatro o cinco funciones distintas al mismo tiempo. Puede que estemos buscando demasiada maquinaria.

—Puede, señor... pero, de cualquier modo, esa nave tenía que realizar un número mínimo de funciones.
Necesariamente.
Y no somos capaces de encontrar el equipo necesario para desarrollar la mitad de ellos.

—No con nuestra tecnología, en realidad —dijo Blaine pensativo; luego sonrió, una sonrisa amplia e impertinente, de joven—. Quizás debiéramos buscar una combinación de horno microondular, ionizador de combustible y sauna. Bueno, pasemos ahora a la alienígena. Explique sus impresiones, Whitbread. ¿Le pareció un ser inteligente?

—No entendía nada de lo que le decía. Salvo aquella vez que grité: «¡Desconecta el campo de fuerza!». Lo entendió inmediatamente. Lo demás no.

—Ha exagerado usted un poco eso, amigo —dijo Cargill—. Pero no importa. ¿Qué piensa usted? ¿Cree que la alienígena entiende ánglico y está fingiendo?

—No lo sé. No entendió mis gestos, salvo uno. Cuando le entregué su traje... y era muy fácil entender lo que quería decir, señor.

—Quizás sea simplemente estúpida —sugirió Rod.

—Es una minera asteroidal, capitán —dijo lentamente Cargill—. De eso no hay duda. Al menos su nave corresponde a ese trabajo. Los ganchos y las abrazaderas parece que sirven para manejar una carga compacta, como mineral en bruto y rocas que contienen aire.

—¿De veras? —dijo Blaine.

—He conocido algunos mineros asteroidales, capitán. Pueden ser tercos, independientes y seguros de sí mismos hasta la excentricidad. Y muy callados. Confían unos en otros profundamente, salvo en cuestión de mujeres y de propiedad. Y llegan a olvidarse de hablar; o al menos lo parece.

Ambos miraron esperanzadamente a Whitbread.

—No sé, señor —dijo éste—. No sé. No me parece ninguna estúpida. Tendrían que haber visto cómo utilizaba las manos en el tablero de instrumentos, construyendo nuevos circuitos, reordenando media docena de cosas a la vez. Quizás... quizás nuestro lenguaje de signos no funcione en este caso. Ignoro el motivo.

Rod se frotó la nariz.

—Sería sorprendente que funcionase —dijo pensativo—. Y es sólo un ejemplar de una raza completamente extraña a nosotros. Si nosotros fuésemos alienígenas y nos encontrásemos con un minero asteroidal, ¿qué conclusiones sacaríamos sobre el Imperio? —Blaine llenó su taza de café y luego la de Whitbread—. Bueno, lo más probable es que el equipo de Horvath descubra más cosas que nosotros. Tienen a la pajeña en sus manos.

Sally Fowler miró a la pajeña con un sentimiento de profunda decepción.

—No consigo saber quién es la estúpida, si ella o yo. ¿Vieron lo que hizo cuando tracé un esquema del teorema de Pitágoras?

—Sí —dijo Renner con una risilla que nada ayudaba a aclarar las cosas—. Desmontó su computadora de bolsillo y volvió a montarla. No dibujó nada. En algunos sentidos es estúpida, no hay duda —dijo más en serio—. Sin que con ello quiera insultar a nuestras personas absolutamente dignas de confianza, me parece demasiado confiada. Quizás tenga un nivel de instinto de supervivencia muy reducido.

Sally asintió mientras miraba trabajar a la pajeña.

—Es un genio construyendo cosas —dijo Renner—. Pero no comprende nuestro lenguaje, nuestros gestos ni nuestros dibujos. ¿Es posible que esta condenada alienígena sea imbécil y genial al mismo tiempo?

—Sabia idiota —murmuró Sally—. Pasa también con los humanos, pero es muy raro. Hay niños imbéciles capaces de extraer mentalmente raíces cúbicas y logaritmos. Genios matemáticos que no saben atarse los zapatos.

—Hay una diferencia de percepciones —Horvath se había dedicado a hacer un estudio más concienzudo de las pequeñas pajeñas—. Uno tiene que
aprender
que un dibujo es un dibujo. Sus dibujos... Dios mío, ¿qué está haciendo ahora?

Alguien lanzó un grito en la entrada.

En teoría Cargill había ido a entregar a Whitbread a los científicos. En realidad estaba seguro de que Whitbread podía llegar solo hasta el salón donde había llevado a los alienígenas mientras los artesanos construían una jaula para las miniaturas en la sala de suboficiales. Pero sentía curiosidad.

En mitad de la sala vio por primera vez a la alienígena. Estaba desmontando la cafetera... un acto malévolo que resultaba aún más diabólico por la inocencia de su sonrisa.

Ante el grito de Cargill interrumpió su trabajo... y el primer teniente vio que era demasiado tarde. Se desparramaron sobre la mesa pequeños tornillos y piezas diminutas. La alienígena había roto el tubo de filtraje posiblemente para analizar la técnica de soldado. Las pequeñas piezas del mecanismo estaban ordenadamente dispuestas. La pajeña había abierto el cilindro por la soldadura.

Cargill vio de pronto que el Ministro de Ciencias le cogía por el brazo.

—Está usted asustando a la alienígena —dijo Horvath ásperamente—. Váyase, por favor.

—Doctor, tenga la bondad de decirme...

—En otra parte.

Horvath le empujó hasta el otro extremo de la sala. Cargill vio de pasada a las pequeñas alienígenas sobre la mesa de juego, rodeadas de miembros del grupo de ciencias biológicas y de muestras de alimentos: cereales, pan, zanahorias y carne, cruda y cocinada.

—Ahora, explíqueme —dijo Horvath— qué es lo que pretende con...

—Ese monstruo nos ha destrozado la cafetera...

—Hemos tenido suerte —dijo irreverente el guardiamarina Whitbread—. Intentó desmontar el mecanismo de la cámara neumática número cuatro; menos mal que la detuvimos.

—Lo único que le interesan son las herramientas y los mecanismos.

—Horvath procuraba ignorar la agitación de Cargill—. Por una vez estoy de acuerdo con el almirante Kutuzov. No se debe permitir que la alienígena vea el Impulsor Alderson y los generadores del Campo. Parece capaz de deducir para qué son las cosas y cómo funcionan casi sin tocarlas.

—¡Eso no importa! —dijo Cargill—. ¿No podían haber dado otra cosa a la pajeña para jugar? Esa cafetera está a medio reparar. Nadie ha podido descubrir cómo funciona desde que Sandy Sinclair acabó con ella. Y la pajeña ha roto algunas piezas.

—Si eran tan fáciles de romper, probablemente puedan arreglarse —dijo suavemente Horvath—. Mire, podemos darle una de las urnas de los laboratorios, o uno de nuestros... ah, señorita Fowler, ¿se ha calmado ya la alienígena? Bueno, señor... ¿Whitbread?, nos alegramos mucho de verle aquí; estábamos esperándole, pues es usted el único hombre que ha llegado a comunicarse realmente con la alienígena. Oiga, teniente Cargill, no se acerque a la pajeña...

Pero Cargill había cruzado ya la mitad del salón. La alienígena se encogió un poco, pero Cargill se mantuvo a buena distancia de ella. La miró irritado pensando en su cafetera. Pero la cafetera estaba otra vez montada.

La pajeña se apartó de Sally Fowler. Encontró un recipiente de plástico de forma cónica, lo llenó de agua y lo utilizó para llenar la cafetera. Uno de los camareros de la sala de oficiales soltó una risotada.

La pajeña echó dos cuencos de agua, insertó el cubilete inferior y esperó.

El camarero miró a Cargill, que hizo un gesto de asentimiento. Sacó la lata de café, utilizó la cuchara especial y puso en funcionamiento la máquina. La alienígena observaba detenidamente todas las operaciones. Lo mismo hacía una de las miniaturas, pese a que un biólogo agitaba constantemente una zanahoria frente a su cara.

—Antes estuvo mirando cómo hacía yo el café, señor —dijo el camarero—. Creí que a lo mejor querría un poco, pero los científicos no le ofrecieron.

—Quizás tengamos un buen barullo aquí dentro de un minuto, Ednie. Prepárese para limpiar. —Cargill se volvió a Sally—. ¿Qué tal se le da a este monstruo montar las piezas de los aparatos?

—Muy bien —contestó Sally—. Me arregló mi computadora de bolsillo. El agua comenzó a hervir. Cargill se sirvió vacilante una taza y probó.

—Vaya, está excelente —dijo. Pasó la taza a la pajeña. Ésta probó el negro y amargo brebaje, lanzó un grito y tiró la taza contra el mamparo.

Sally condujo a Whitbread hasta la despensa de la sala de oficiales. —Usted consiguió que la pajeña le entendiese. ¿Cómo?

—Fue sólo aquella vez —dijo Whitbread—. He estado preguntándome si no cometería un error. ¿No podría haber decidido ella dejarme libre cuando abrí mi casco y lancé un grito?

—Lo único que hace ella es
estar
ahí —dijo Sally—. Ni siquiera parece darse cuenta de que
intentamos
hablar con ella. Y nunca intenta conectar... —bajó la voz, murmurando casi para sí—. Es una característica básica de las especies inteligentes. El intentar comunicarse. Whitbread, ¿cuál es su nombre?

Whitbread la miró sorprendido.

—Jonathon, señora.

—Muy bien, Jonathon, yo me llamo Sally. De hombre a mujer, Jonathon, ¿qué es lo que estoy haciendo mal? ¿Por qué no intenta ella hablar conmigo?

—Bueno, Sally —dijo Whitbread, vacilante; le gustaba el sonido de aquel nombre, y ella no tenía más de dos años más que él—. Lo cierto es que podría pensar en media docena de razones. Quizás sea capaz de leer el pensamiento.

—Pero ¿qué tiene que ver eso con...?

—Y no entender lo que es un idioma. Lo que usted intenta enseñarle no tendría sentido para ella. Puede que sea capaz de leer
nuestros
pensamientos sólo cuando estamos muy excitados, como estaba yo.

—O como estaba el teniente Cargill... —dijo Sally pensativa—. Entonces se apartó de la cafetera. Pero no por mucho tiempo, No, no lo creo.

—Ni yo tampoco. Creo que ella está mintiendo.

—¿Mintiendo?

—Haciéndose la tonta. No sabe qué decirnos y entonces no nos dice nada. Quiere ganar tiempo. Lo que le interesa es nuestra maquinaria. Y así gana tiempo para estudiarla.

—Uno de los biólogos —dijo Sally, asintiendo lentamente— tuvo la misma idea. Dijo que estaba esperando instrucciones, y aprendiendo todo lo posible hasta que ellos vinieran... Jonathon, ¿cómo podríamos poner en evidencia su juego?

—No creo que podamos —contestó Whitbread—. ¿Cómo cazar a un ratón inteligente que se hace el tonto, si nunca hemos visto un ratón?

—Bueno, tendremos que intentarlo —frunció el ceño, pensando en la actuación de la pajeña con la cafetera, y luego dirigió una mirada larga y pensativa a Whitbread—. Está usted agotado, váyase a dormir, no le necesitamos para nada en este momento.

—De acuerdo —dijo Whitbread bostezando; hubo un repiqueteo tras él y ambos se volvieron rápidamente, pero no vieron nada—. Hablando de ratones —dijo Whitbread.

—¿Cómo pueden vivir en una nave de acero? —preguntó Sally. Whitbread se encogió de hombros.

—Llegan a bordo con los suministros de alimentos —dijo— e incluso entre los artículos personales. De vez en cuando evacuamos parte de la nave, y despejamos la zona para cazarlos, pero nunca conseguimos dar con ellos. En este viaje, con tanto personal extra a bordo, no hemos podido hacer eso siquiera.

—Es curioso —dijo Sally—. Los ratones pueden vivir prácticamente en todos los sitios en que pueden vivir los humanos... ¿sabe usted que probablemente haya tantos ratones como personas en la galaxia? Los hemos transportado a casi todos los planetas. Jonathon, ¿cree usted que las miniaturas son
ratones?

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