Read La paja en el ojo de Dios Online

Authors: Jerry Pournelle & Larry Niven

Tags: #Ciencia Ficción

La paja en el ojo de Dios (20 page)

BOOK: La paja en el ojo de Dios
7.43Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

La rodearon muchos otros, muy parecidos al primero. Llevaban extrañas vestiduras protectoras, la mayoría similares, y armas, pero no daban órdenes. El extranjero seguía intentando hablar con ella.

¿Es que no se daban cuenta de que ella no era un Mediador? Aquella nueva clase primitiva no era demasiado inteligente. Pero pertenecían a la especie que daba órdenes. El primero había gritado una orden clara.

Y no sabían hablar Idioma.

La situación exigía muy pocas decisiones. Un Ingeniero sólo debe ir a donde le conduzcan, reparar y rediseñar cuando se presenta la ocasión, y esperar a un Mediador. O a un Amo. Y había tanto que hacer, tanto...

La sala de suboficiales había sido convertida en sala de recepción para visitantes alienígenas. Los oficiales tuvieron que ocupar uno de los comedores de los infantes de marina, y éstos amontonarse en el otro. Hubo que hacer ajustes en toda la nave para acomodar a aquel enjambre de civiles y atender a sus necesidades.

Como laboratorio, la sala de oficiales carecía de algunos elementos, pero era un local seguro y disponía de agua corriente suficiente, grifos, placas caloríficas y elementos de refrigeración. Al menos no había nada que oliese a mesa de disección.

Después de discutirlo un rato, decidieron no intentar construir muebles que se ajustasen a las condiciones de los alienígenas. Cualquier cosa que construyesen sólo se acomodaría al pasajero de la sonda y
eso
parecía absurdo.

Había gran cantidad de televisores, y en consecuencia sólo se permitió entrar en la sala a un puñado de individuos clave, ya que el resto de la tripulación podía seguir los acontecimientos a través de los aparatos. Sally Fowler esperaba con los científicos, decidida a ganarse la confianza del pajeño. No le importaba en absoluto quién estuviese observando o lo que le costase conseguir lo que se proponía.

Resultó muy fácil ganarse la confianza del pajeño. Era en realidad un ser tan confiado como un niño. Lo primero que hizo al salir de la cámara neumática fue romper la bolsa de plástico que contenía las miniaturas y entregársela a la primera mano que se extendió solicitándola. No volvió a preocuparse por ellas.

Fue adonde lo condujeron, caminando entre los soldados hasta que Sally lo cogió de la mano a la puerta de la sala de recepción, y por donde pasaba miraba a su alrededor, haciendo girar su cuerpo como la cabeza de un búho. Cuando Sally lo dejó, se limitó a quedarse quieto esperando más instrucciones, observándolos a todos con la misma leve sonrisa.

No parecía comprender los gestos. Sally y Horvath y otros intentaron hablar con él, sin resultado. El doctor Hardy, lingüista y capellán, utilizó claves matemáticas, también sin resultado. El pajeño no entendía y no mostraba el menor interés.

Sin embargo le interesaban las herramientas y los instrumentos. En cuanto estuvo dentro intentó coger el arma del artillero Kelley. Ante la orden del doctor Horvath, Kelley descargó a regañadientes el arma y le permitió coger también uno de los proyectiles antes de entregársela. El pajeño la desmontó totalmente, para irritación de Kelley y diversión del resto, y luego volvió a montarla, correctamente, para asombro de Kelley. Luego examinó la mano del artillero, doblando los dedos hasta el límite y haciéndolos girar por las articulaciones, utilizando sus propios dedos para tantear los músculos y los complejos huesos de la muñeca. Examinó también la mano de Sally Fowler, comparando.

Luego sacó herramientas de su cinturón y comenzó a trabajar en la culata de la pistola, añadiéndole plástico que sacó de un tubo.

—Los pequeños son hembras —anunció uno de los biólogos—. Como la grande.

—Un minero asteroidal hembra —dijo Sally. Sus ojos adquirieron un brillo remoto—. Si usan hembras en un trabajo tan peligroso como éste, tienen que tener una cultura muy distinta de la del Imperio. —Contempló a la pajeña, pensativa. La alienígena respondió con una sonrisa.

—Lo mejor será que nos enteremos enseguida de lo que come —musitó Horvath—. No parece que traiga provisiones, y el capitán Blaine me informa que su nave se ha alejado con destino desconocido. —Contempló a los pajeños en miniatura, que se movían sobre la gran mesa que antes se utilizaba para jugar al ping-pong—. A menos que ésos sean las provisiones.

—Será mejor que no intentemos cocinarlos aún —dijo Renner desde la puerta—. Pueden ser niños. Pajeños inmaduros.

Sally se volvió de pronto y se quedó casi sin aliento antes de recuperar su frialdad científica. No era muy partidaria de cocinar algo antes de saber lo que era.

—Señor Renner —dijo Horvath—, ¿por qué se interesa el piloto jefe de la
MacArthur
en una investigación de anatomía extraterrestre?

—La nave descansa, el capitán se ha retirado y yo estoy fuera de servicio —dijo Renner; se olvidó interesadamente de mencionar las órdenes que el capitán había dado a la tripulación de no entrometerse en las tareas de los científicos—. ¿Me ordena usted acaso que me vaya?

Horvath lo pensó. Lo mismo hizo en el puente Rod Blaine, pero de todos modos no le gustaba Horvath. El Ministro de Ciencias hizo un gesto negativo.

—No. Pero creo que su comentario sobre los pequeños alienígenas fue una frivolidad.

—En absoluto. Pueden perder el segundo brazo izquierdo lo mismo que nosotros perdemos los dientes de leche. —Uno de los científicos hizo un gesto de asentimiento—. ¿Qué otras diferencias hay? ¿El tamaño?

—Ontogenia resume filogenia —dijo alguien.

—Oh, cállate —añadió otro.

La alienígena devolvió a Kelley su pistola y miró a su alrededor. Renner era el único oficial que había en la sala, y la alienígena se acercó a él y le pidió su pistola. Renner descargó el arma y se la entregó. La alienígena sometió luego la mano de Renner al mismo examen meticuloso. Esta vez trabajó mucho más deprisa, moviendo sus manos con una velocidad vertiginosa.

—Yo creo que son monos —dijo Renner—. Ancestros de los pajeños inteligentes. Lo que podría significar que usted tiene razón también. Hay gente que come carne de mono en una docena de planetas. Pero no podemos arriesgarnos aún.

La pajeña trabajó con el arma de Renner y luego la dejó sobre la mesa. Renner la recogió. Frunció el ceño al ver que la lisa culata tenía ahora una serie de protuberancias curvadas tan duras como el plástico original. Hasta el gatillo estaba reconstruido. Renner ajustó la pieza a su mano y de pronto se dio cuenta de que se adaptaba a la perfección. Era como una parte de su mano.

La contempló un momento, y advirtió luego que Kelley había vuelto a cargar la suya y la había guardado en la funda después de examinarla desconcertado. La pistola era perfecta, y a Renner le fastidiaría perderla; no era extraño, pues, que Kelley no hubiese dicho nada. El piloto jefe entregó su arma a Horvath.

El Ministro de Ciencias cogió la pistola.

—Parece ser que nuestra visitante sabe lo que son las herramientas —dijo—. No entiendo nada de armas, desde luego, pero esta pistola parece adaptarse perfectamente a la mano humana.

Renner la cogió de nuevo. Algo había en el comentario de Horvath que le molestaba. Le faltaba entusiasmo. ¿Ajustaría mejor el arma a su propia mano que a la de Horvath?

La pajeña echó un vistazo a la sala, girándose por el torso, contemplando a cada uno de los científicos y luego al resto del equipo y las instalaciones, mirando y esperando, esperando.

Una de las miniaturas estaba sentada con las piernas cruzadas frente a Renner, también mirándole y esperando. No parecía tener miedo alguno. Renner extendió una mano para rascarle detrás de la oreja
derecha.
Como la pajeña grande, carecía de oreja izquierda; los músculos del hombro del brazo izquierdo se asentaban en la parte superior de la cabeza. Pero parecía gustarle la caricia de Renner, que evitaba cuidadosamente la oreja misma, grande y frágil.

Sally observaba, preguntándose qué sucedería después, y preguntándose también qué era lo que le molestaba de la actitud de Renner. No era la incongruencia de que un oficial se dedicase a rascar la oreja de lo que parecía ser un mono alienígena, sino algo distinto, algo relacionado con la oreja misma...

16 • Sabio idiota

El doctor Buckman estaba de servicio en la sala de observación cuando llegó la cegadora señal láser del sistema interno.

Había frente a ellos un planeta, más o menos del tamaño de la Tierra, con una masa informe de atmósfera transparente. Cabeceó satisfecho; podían verse muchos detalles a aquella distancia. La Marina tenía buen equipo y lo utilizaba bien. Algunos de los oficiales podrían llegar a ser, sin duda, excelentes asistentes astronómicos; lástima que sus cualidades se desperdiciaran allí...

Lo que quedaba de su sección astronómica comenzó a analizar los datos que recogía del planeta, y Buckman llamó al capitán Blaine.

—Me gustaría que me devolviese algunos de mis hombres —dijo, quejoso—. Están todos en la sala de suboficiales observando a la pajeña.

Blaine se encogió de hombros. No podía dar órdenes a los científicos. El control del departamento de Buckman era asunto de Buckman.

—Haga usted lo que pueda, doctor. Todos sienten curiosidad por la alienígena. Incluso el piloto jefe, que no tiene por qué estar allí. ¿Qué es lo que ha descubierto hasta ahora? ¿Se trata de un planeta terrestre?

—Más o menos. Es algo más pequeño que la Tierra, con atmósfera hidroxigenada. Pero hay detalles del espectro que me intrigan. La línea de helio es muy fuerte, demasiado. Los datos me parecen sospechosos.

—¿Una fuerte línea de helio? ¿Uno por ciento o algo parecido?

—Sería algo así si la lectura fuese correcta, pero francamente... ¿por qué dice usted eso?

—El aire de respiración de la nave pajeña tenía un uno por ciento de helio, además de otros componentes bastante extraños; creo que su lectura es exacta.

—Pero, capitán, ¡es imposible que un planeta tipo Tierra pueda contener tanto helio!
Tiene
que ser una lectura errónea. Y algunas de las otras líneas son aún peores.

—¿Cetonas? ¿Complejos hidrocarbónicos?

—¡Sí!

—Doctor Buckman, creo que sería mejor que echase un vistazo al informe del señor Whitbread sobre la atmósfera de la nave pajeña. Está en la computadora. Hagan una lectura de neutrino, por favor.

—No me parece adecuado, capitán.

—Hágalo de todos modos —dijo Rod a la cara huesuda y terca de la pantalla del intercomunicador—. Necesitamos conocer su desarrollo industrial.

—¿Es que pretende usted luchar contra ellos? —preguntó Buckman.

—Aún no —contestó Blaine; y decidió no discutir este punto—. Mientras ajustan los instrumentos, hagan una lectura de neutrino en el asteroide del que salió la nave pajeña. Está bastante apartado del racimo del punto troyano, así que no tendrá usted problema con las emisiones de ambiente.

—¡Capitán, eso obstaculizará mi trabajo!

—Enviaré a un oficial para que le ayude. —Rod se puso a pensar rápidamente—. Potter. Le cederé al señor Potter como ayudante. —A Potter le gustaría aquello—. Este trabajo es necesario, doctor Buckman. Cuanto más sepamos de ellos, más fácil será comunicarnos. Cuanto antes podamos comunicarnos, antes podremos interpretar sus propias observaciones astronómicas. —Esto lo decía para encandilarle.

—Bueno, eso es cierto —convino Buckman frunciendo el ceño—. No lo había pensado.

—Muy bien, doctor. —Rod apagó la pantalla antes de que Buckman pudiese añadir otra protesta; luego se volvió al guardiamarina Whitbread, que estaba en la puerta—. Entre y siéntese, señor Whitbread.

—Gracias, señor. —Whitbread se sentó.

Las sillas de la cabina de observación del capitán estaban encajadas en una estructura de acero, muy ligera pero cómoda. Whitbread se sentó muy al borde de una de ellas. Cargill le entregó una taza de café, que sostuvo con ambas manos. Parecía penosamente tenso.

—Relájese, muchacho —dijo Cargill.

Era inútil.

—Whitbread —dijo Rod—, permítame que le diga algo. Todos los que viajan en esta nave quieren hablar con usted, e inmediatamente. Yo lo hago primero porque soy el capitán. Cuando acabemos, tendré que pasarle a Horvath y a su gente. Cuando ellos acaben con usted, si es que acaban, quedará libre. Pensará entonces que podrá dormir algo, pero no será así. La sala artillera querrá un relato completo. Y como hacen turnos constantemente, tendrá que repetirlo todo una docena de veces. ¿Se da cuenta de lo que le espera?

Whitbread parecía desalentado... tal como el capitán esperaba.

—Muy bien. Deje su café en la repisa. Bien. Ahora échese hacia atrás hasta que su columna toque el respaldo de la silla. ¡Ahora relájese! Cierre los ojos.

Whitbread obedeció. Unos instantes después sonreía beatíficamente.

—He desconectado la grabadora —le dijo Blaine, aunque no era cierto—. Ya haremos más tarde el informe oficial. Lo que quiero ahora son hechos, impresiones, todo lo que quiera usted decir. Mi problema inmediato es si debo o no detener esa nave pajeña.

—¿Podemos? ¿Todavía podemos, señor? Blaine miró a Cargill. El primer teniente asintió.

—Está sólo a media hora de distancia. Podremos pararla en cualquier momento en los dos próximos días. No tiene ningún Campo protector, ¿recuerda? Y el casco parecía bastante frágil a través de la cámara que llevaba usted. En dos minutos las baterías delanteras harían evaporarse toda la nave sin ningún problema.

—Podríamos también —dijo Blaine— capturarla, destruir su impulsor y remolcarla. El ingeniero jefe daría el sueldo de un año por poder desmontar el sistema electromagnético de fusión de esa nave. Y lo mismo la Asociación de Comerciantes Imperiales; es un aparato perfecto para la minería asteroidal.

—Yo votaría contra eso —dijo Whitbread con los ojos cerrados—. Si esto fuese una democracia, señor.

—No lo es, y el almirante prefiere que nos apoderemos de esa nave pajeña. Y lo mismo algunos científicos, pero Horvath se opone. ¿Por qué se opone usted?

—Sería el primer acto hostil, señor. Evitaría cualquier acto hostil mientras los pajeños no intentasen destruir la
MacArthur.
—Abrió los ojos—. Y hasta en ese caso, ¿no bastaría con el Campo? Estamos en su sistema natal, capitán, y vinimos a ver si podíamos llegar a un acuerdo con ellos... al menos eso creo yo, señor.

Cargill rió entre dientes.

—Habla como el doctor Horvath —dijo—, ¿verdad, capitán?

BOOK: La paja en el ojo de Dios
7.43Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Your Little Secret by Cooper, Bethan, Still, Kirsty-Anne
Damage Done by Virginia Duke
Genocide of One: A Thriller by Kazuaki Takano
The Weirdo by Theodore Taylor
Harmonia's Kiss by Deborah Cooke
Diary of a Mad Fat Girl by Stephanie McAfee
Devoted by Riley, Sierra
Dare to Breathe by Homer, M.