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Authors: Jerry Pournelle & Larry Niven

Tags: #Ciencia Ficción

La paja en el ojo de Dios (22 page)

BOOK: La paja en el ojo de Dios
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Ella no se preocupaba gran cosa de ellos, desde luego. Mató a todos los demás... pero ¿por qué traería dos a bordo? Y daba la sensación de que los elegía al azar...

Sally asintió de nuevo.

—Vimos cómo los cogía. —De pronto lanzó una carcajada—. ¡Y el señor Renner se preguntaba si serían bebés pajeños! Váyase a dormir, Jonathon. Hasta dentro de diez horas por lo menos.

17 • El desahucio del señor Crawford

El guardiamarina Whitbread llegó a su hamaca mucho antes de lo que había supuesto. Se hundió beatíficamente en la red y cerró los ojos... y abrió uno al sentir otros sobre él.

—Sí, señor Potter —dijo, suspirando.

—Señor Whitbread, me gustaría mucho que hablase usted con el señor Staley.

No era lo que él esperaba. Abrió el otro ojo.

—¿Por qué?

—No sé lo que pasa. Ya sabe cómo es, no se queja nunca, es capaz de dejarse morir antes que quejarse. Pero anda paseando como un robot, y no habla apenas con nadie salvo cuando le obliga la cortesía. Come solo... usted le conoce más que yo, y pensé que podría descubrir el motivo.

—Está bien, Potter. Lo intentaré. Cuando me despierte —cerró los ojos; Potter aún seguía allí—. Dentro de ocho horas, Potter. No puede ser
tan
urgente.

En otra parte de la
MacArthur
el piloto jefe Renner se encontraba en un camarote no mucho mayor que su litera. Era el tercer teniente, pero dos científicos habían pasado a ocupar la cabina de Renner, y el tercer teniente se había trasladado a otro camarote que compartía con un oficial de la infantería de marina.

Renner se incorporó de pronto en la oscuridad, persiguiendo mentalmente algo que podría haber sido un sueño. Luego encendió la luz y comenzó a accionar el tablero de intercomunicación del camarote, que le resultaba poco familiar. El operador que contestó mostró un notable control de sí mismo: ni gritó ni nada parecido.

—Póngame con la señorita Sally Fowler —dijo Renner.

El operador estableció el contacto, sin comentarios.
Debe de ser un robot,
pensó Renner. Sabía el aspecto que tenía.

Sally no estaba dormida. Ella y el doctor Horvath acababan de instalar a la pajeña en la cabina del oficial artillero. Su expresión y su voz cuando dijo «Sí, señor Renner» informaron a éste de que tenía en cierto modo el aspecto de un cruce de hombre y topo... Un notable logro de comunicación no verbal.

—Me acordé de una cosa —dijo Renner—. ¿Tiene usted su computadora de bolsillo?

—Desde luego —la sacó y se la enseñó.

—Pruébela, por favor.

Sally, algo desconcertada, trazó letras sobre la superficie lisa de la caja y planteó un pequeño problema, luego otro más complejo que exigía la ayuda de la computadora de la nave. Luego pidió una ficha de datos personales al azar a la memoria de la nave.

—Funciona perfectamente.

La voz de Renner tenía un tono somnoliento.

—¿Es cierto que la pajeña la desmontó y volvió a montarla?

—Lo es. Lo mismo hizo con la pistola de usted.

—Pero ¿una
computadora de bolsillo?
Sabe usted que eso es imposible, ¿no?

Ella pensó que era una broma.

—No, no lo sabía —dijo.

—Pues lo es. Pregúntele al doctor Horvath. —Renner colgó y volvió a dormirse.

Sally se puso en contacto con el doctor Horvath, que entraba entonces precisamente en su cabina. Le dijo lo de la computadora.

—Pero esas computadoras son un gran circuito integrado. Ni siquiera intentamos repararlas... —Horvath murmuró otras cosas para sí.

Mientras Renner dormía, Horvath y Sally despertaron al personal de ciencias físicas. Ninguno pudo dormir gran cosa en toda la noche.

En una nave espacial la «mañana» es una cosa relativa. El turno de mañana es de 0400 a 0800, período en que las especies humanas dormirían normalmente; pero en el espacio es distinto. Tanto en el puente como en las salas de máquinas se necesita un equipo completo sea la hora que sea. Como oficial de vigilancia, Whitbread hacía una guardia de cada tres, pero existía en la
MacArthur
gran confusión. Había apagado los relojes de la mañana y del mediodía para disfrutar de ocho deliciosas horas de sueño; sin embargo, se hallaba despierto en el comedor de oficiales a las 0900.

—No me pasa nada —protestó Horst Staley—. No sé qué te hace pensar eso. Olvídalo.

—De acuerdo —dijo Whitbread tranquilamente. Eligió zumo y cereales y los colocó en su bandeja. Iba detrás de Staley en la cola de la cafetería, lo que era bastante natural, pues había entrado después.

—Aunque agradezco tu preocupación —le dijo Staley. No había en su voz el menor rastro de emoción.

Whitbread asintió con un gesto. Cogió su bandeja y le siguió. Staley eligió como siempre una mesa vacía. Whitbread se sentó con él.

En el Imperio había numerosos mundos en que las razas dominantes eran blancos caucasianos. En esos mundos las imágenes de los carteles que llamaban a alistarse en la Marina siempre se parecían a Horst Staley. Tenía la mandíbula cuadrada, los ojos azul hielo. Su cara era toda ella planos y ángulos, bilateralmente simétricos y sin expresión. Tenía la espalda muy recta, los hombros anchos, el vientre liso y duro y bordeado de músculos. Constituía un agudo contraste frente a Whitbread, que había tenido que luchar durante toda su vida con un problema de peso, y era como mínimo ligeramente redondeado por todas partes.

Comieron en silencio un largo desayuno. Por último, con tono excesivamente despreocupado, Staley preguntó, como si tuviera que hacerlo obligatoriamente:

—¿Qué tal tu misión? Whitbread estaba preparado.

—Terrible. Lo peor fue la hora y media que la pajeña estuvo contemplándome. Mira. —Whitbread se levantó, dobló la cabeza hacia un lado y hundió las rodillas y bajó los hombros, como para ajustarse a un ataúd invisible de ciento treinta centímetros de altura—. Así durante hora y media. Una tortura, te lo aseguro. —Se sentó de nuevo—. No hacía más que pensar que ojalá te hubiesen elegido a ti.

Staley se ruborizó.

—Yo me ofrecí voluntario.

—Era mi vez. Tú fuiste uno de los que aceptaron la rendición de la
Defiant,
en Nueva Chicago.

—¡Dejé que aquel maníaco robara la bomba!

Whitbread posó el tenedor.

—¿Cómo?

—¿No lo sabías?

—Desde luego que no. ¿Crees que Blaine iba a contárselo a toda la tripulación? Ahora recuerdo que viniste muy nervioso de aquella misión. Nos preguntábamos por qué.

—Ahora ya lo sabes. Hubo quien intentó renunciar. El capitán de la
Defiant
no le dejó, pero podría haberlo hecho. —Staley hizo un gesto con la mano—. Me robó la bomba. ¡Y yo se lo permití! Habría dado cualquier cosa por tener la oportunidad de... —Staley se levantó bruscamente, pero Whitbread fue lo bastante rápido para cogerle por el brazo.

—Siéntate —dijo—. Puedo explicarte por qué no te eligieron.

—¿Es que puedes leerle el pensamiento al capitán? —Hablaban en voz baja por acuerdo tácito. Las divisiones interiores de la
MacArthur
tenían aislamiento sonoro, de todos modos, y sus voces, aunque bajas, eran muy claras.

—Adivinar el pensamiento de los oficiales es una buena práctica para un guardiamarina —dijo Whitbread.

—Dime entonces por qué. ¿Fue por la bomba?

—Indirectamente. Te habrías sentido tentado a demostrar de lo que eras capaz. Pero aun sin eso, tienes demasiado aspecto de héroe, Horst. Perfecta forma física, magníficos pulmones, entrega absoluta y ningún sentido del humor.

—Yo también tengo sentido del humor.

—No, no lo tienes.

—¿Que no?

—Ni rastro. La ocasión no exigía un héroe, Horst. Necesitaban a alguien al que no le importase quedar en ridículo por un buen motivo.

—Bromeas. Maldita sea, nunca sé exactamente cuándo estás bromeando.

—No sería una ocasión muy adecuada. No me burlo de ti, Horst. Escucha, no debería haberte contado esto. Estuviste viéndolo todo, ¿verdad? Sally me dijo que aparecía mi imagen en todas las pantallas de telecomunicación, en directo, en color y en tres dimensiones.

—Así es —dijo Staley con una breve sonrisa—. Deberían haberte enfocado la cara. Sobre todo cuando empezaste a gritar. No nos avisaron de ningún modo. Y nos sorprendió mucho oír cómo gritabas a la alienígena de pronto.

—¿Qué habrías hecho tú?

—Otra cosa. No sé. Seguiría órdenes, supongo. —Los ojos de hielo se achicaron—. No habría intentado resolverlo con un grito, ¿comprendes?

—¿Quizás un segundo de láser sobre el tablero de control? Para eliminar el campo de fuerza...

—No sin órdenes.

—¿Y qué me dices del lenguaje de signos? Estuve un rato haciendo gestos, esperando que la alienígena me entendiese, pero no me entendió.

—No podíamos ver eso. ¿Por qué?

—Ya te lo dije —explicó Whitbread—. La misión exigía alguien dispuesto a burlarse de sí mismo si era necesario. Piensa las veces que oíste a los demás reírse de mí mientras traía a la pajeña.

Staley asintió.

—Ahora olvídalo y piensa en la pajeña. ¿Qué te parece su sentido del humor? ¿Te gustaría que una pajeña se riese de ti, Horst? Nunca podrías estar seguro de si se reía o no; no sabes cómo es o cómo habla...

—No digas tonterías.

—Lo único que todos sabían era que la situación exigía a alguien capaz de descubrir si los alienígenas querían hablar con nosotros. No se necesitaba un héroe que defendiese el honor imperial. Ya habrá tiempo de sobra para eso cuando sepamos lo que nos aguarda. Ya habrá entonces tareas suficientes para los héroes, Horst. Siempre las hay.

—Es tranquilizador —dijo Staley. Había acabado el desayuno. Se levantó y se alejó deprisa, con la espalda muy recta, dejando a Whitbread pensativo.

Bueno, pensó Whitbread. Lo intenté. Y puede que...

En una nave de guerra el lujo siempre es algo relativo.

El artillero Crawford tenía una cabina que era del tamaño de su litera. Cuando levantaba la litera tenía espacio para cambiarse de ropa y un pequeño lavabo para lavarse los dientes. Para bajar la litera, al irse a dormir, tenía que salir al pasillo; y al ser alto para la talla de la Marina, Crawford se vio obligado a acostumbrarse a dormir encogido.

Una cama y una puerta con cierre, en vez de una hamaca o una serie de literas: lujo. Habría sido capaz de luchar por conservarlo; pero no había tenido posibilidad alguna. Ahora tenía que estar allí apretado mientras un monstruo alienígena ocupaba su cabina.

—No mide más de un metro de altura, así que le servirá —dijo Sally Fowler juiciosamente—. Aun así, es una habitación muy pequeña. ¿Creen que podrá soportarlo? Si no tendríamos que acomodarla en la sala de oficiales.

—Yo vi la cabina de su nave. No era mayor. Creo que podrá soportarlo —dijo Whitbread.

Era demasiado tarde para intentar dormir en la sala artillera, y tenía que decirles a los científicos todo lo que sabía: al menos eso serviría si Cargill le preguntaba por qué había estado atosigando a Sally.

—Supongo —añadió— que estará alguien vigilándola por el intercom.

Sally asintió. Whitbread la siguió a la sala de los científicos. Parte de la estancia estaba aislada por una red de alambre dentro de la cual se encontraban las dos miniaturas. Una de ellas mordisqueaba la cabeza de una col, utilizando cuatro brazos para sujetarla contra el pecho. La otra, con el abdomen hinchado por la preñez, jugaba con una linterna.

Exactamente igual que un mono, pensó Whitbread. Era la primera oportunidad que tenía de observar a las miniaturas. Tenían el pelo más tupido, y motas marrones y amarillas donde la grande tenía un pelo totalmente marrón claro. Los cuatro brazos eran casi iguales, cinco dedos en las manos izquierdas y seis en las derechas; pero los brazos y los dedos eran todos ellos delgados y con las mismas articulaciones. Sin embargo los músculos del hombro superior izquierdo estaban fijados a la parte superior del cráneo.

¿Qué otro motivo podría tener esto que el de proporcionar mayor fuerza y equilibrio?

Le encantó el que Sally le condujese a una mesita de un rincón, separada de donde los biocientíficos se rascaban la cabeza y discutían escandalosamente. Cogió café para los dos y preguntó a Sally por la extraña musculatura de las miniaturas; no era precisamente lo que le apetecía hablar con ella, pero era un principio...

—Creemos que se trata de un vestigio —dijo ella—. Evidentemente no lo necesitan; los brazos izquierdos no tienen, de todos modos, envergadura suficiente para realizar trabajos pesados.

—¡Entonces las pequeñas no son monos! Son crías de las grandes.

—O ambas son crías de algún otro ser. Tenemos ya más de dos clasificaciones. Mire.

Se volvió hacia la pantalla de intercomunicación en la que apareció una imagen de la habitación de la pajeña.

—Parece muy contenta —dijo Whitbread; sonrió al ver lo que estaba haciendo la pajeña—. Al señor Crawford no va a gustarle lo que está haciendo con su litera.

—Al doctor Horvath no le parece oportuno impedírselo. Puede hurgar todo lo que quiera mientras respete el aparato de intercomunicación.

La pajeña había acortado y doblado la litera. Le había dado una forma sumamente extraña, no sólo por las complejas articulaciones de su espalda, sino también porque al parecer dormía de costado. Había cortado y cosido el colchón y doblado y retorcido el somier. Había hecho encajes para sus dos brazos derechos, y una especie de pozo para la protuberancia del hueso de la cadera, y un saliente en la parte superior para que le hiciese de almohada...

—¿Por qué dormirá sólo del lado derecho? —preguntó Whitbread.

—Quizás pueda defenderse mejor con el izquierdo, si alguien la sorprende mientras duerme. El brazo izquierdo es mucho más fuerte.

—Puede ser. Pobre Crawford. Puede que la pajeña tema que intente cortarle el cuello una noche. —Observó que la pajeña comenzaba a manipular la lámpara—. Es de ideas fijas, ¿verdad? Podríamos sacar algo en limpio de todo esto. Quizás introduzca mejoras.

—Quizás. ¿Ha visto usted dibujos del alienígena diseccionado? Parecía una maestra. Ya tenía edad para serlo, además; pero era demasiado bonita, pensó Whitbread.

—Sí, los he visto —contestó.

—¿Advierte usted alguna diferencia?

—El color de la piel es distinto. Pero eso no tiene importancia. El otro llevaba cientos de años en animación suspendida.

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