La paja en el ojo de Dios (29 page)

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Authors: Jerry Pournelle & Larry Niven

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La paja en el ojo de Dios
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La luz iluminó al pajeño.

Era una gran abertura, grande incluso para Whitbread. Tras ella: luz solar difusa, como la de una tormenta. Whitbread siguió al pajeño hacia lo que tenía que ser uno de los toroides. Se vio inmediatamente rodeado de alienígenas.

Eran todos idénticos. Los colores del pelo, aparentemente caprichosos, se repetían en todos ellos. Por lo menos una docena de caras ladeadas y sonrientes le rodearon a cortés distancia. Hablaban entre sí con voces rápidas y vibrantes.

De pronto la charla se interrumpió. Uno de los pajeños se aproximó a Whitbread y le habló con varias frases cortas que debían de ser idiomas distintos, aunque para Whitbread nada significaba ninguna de ellas.

Whitbread se encogió de hombros, ostentosamente, agitando las manos.

El pajeño repitió el gesto, instantáneamente, con increíble exactitud. Whitbread se elevó. Braceó desesperadamente en caída libre, cacareando como un pollo.

Blaine habló en su oído, con voz serena y metálica:

—Está bien, Whitbread, todos se están riendo también aquí. El asunto es...

—¡Oh, no! Señor, ¿estoy otra vez en el intercomunicador?

—Lo importante es lo que puedan pensar los pajeños que está haciendo usted, señor Whitbread.

—Está bien, señor. Lo hice sin darme cuenta. —Whitbread se había calmado—. Es el momento de mi
strip-tease,
capitán. Por favor, apague ese intercomunicador...

El indicador de su barbilla estaba en amarillo, por supuesto. Veneno lento; pero esta vez no iba a respirarlo. Inspiró profundamente y levantó su casco. Reteniendo la respiración, cogió el mecanismo respiratorio de la sección exterior de su traje y se ajustó la boquilla entre los dientes. Abrió la espita de aire; funcionaba.

Lentamente, empezó a desvestirse. Primero se quitó la cubierta general que contenía la instalación electrónica y los instrumentos de apoyo. Luego desabotonó las cintas protectoras de las cremalleras y abrió la tupida tela del traje de presión propiamente dicho. Las cremalleras corrían a lo largo de cada uno de los miembros y del pecho; sin ellas costaría horas entrar y salir de un traje, que parecía una media que cubriese todo el cuerpo o unos leotardos. Las fibras elásticas se adaptaban a cada curva de su musculatura, y así había de ser para que no explotase en el vacío; con su auxilio, su propia piel era en cierto modo su traje de presión, y sus glándulas sudoríparas el sistema regulador de temperatura.

Los tanques flotaban libres frente a él mientras se afanaba con el traje. Los pajeños se movían lentamente, y uno de ellos —marrón, sin fajas, idéntico a la minera que estaba a bordo de la
MacArthur—
se acercó a ayudarle.

Utilizó un instrumento de su caja de herramientas para fijar el casco a la pared de plástico translúcido. Sorprendentemente, no pudo hacerlo. El pajeño marrón advirtió instantáneamente sus dificultades. Él (o ella o ello) sacó un tubo de algún material desconocido y frotó con él el casco de Whitbread; tras esto pudo fijarlo. Jonathon dirigió la cámara hacia él, y fijó el resto de su traje al lado.

Los humanos se habrían alineado con las cabezas en la misma dirección, como si hubiesen de definir una ruta hacia arriba antes de poder hablar cómodamente. Los pajeños estaban situados en todos los ángulos. Evidentemente no les importaba gran cosa la posición. Esperaban, sonriendo.

Whitbread se quitó el resto de su traje, hasta quedar sin nada.

Los pajeños se acercaron a examinarle.

El Marrón destacaba entre todos los demás. Era más bajo que los otros, con las manos algo más grandes, y tenía algo extraño en la cabeza; a Whitbread le parecía exactamente igual que la minera. Los otros se parecían al que había muerto en la sonda de vela de luz pajeña.

El Marrón examinaba ahora su traje, parecía hurgar en la caja de herramientas; pero los demás examinaban detenidamente a Whitbread, tanteando su musculatura y localizando las articulaciones de su cuerpo, buscando puntos donde la presión provocase reflejos.

Dos examinaron sus dientes, que Whitbread mantenía firmemente apretados. Otros rastrearon sus huesos con los dedos; sus costillas, su espina dorsal, el contorno del cráneo, la pelvis, los huesos de los pies. Palparon sus manos y movieron los dedos en sentidos distintos a su articulación normal. Aunque actuaban con bastante delicadeza, resultaba desagradable.

Su charla aumentó de volumen. Algunos de los sonidos eran tan agudos que resultaban casi chillidos y silbidos inaudibles, pero tras ellos había tonos melodiosos de intensidad media. Parecían repetir constantemente una frase en tono agudo. Luego se situaron todos detrás de él, mostrándose unos a otros el perfil de su columna vertebral. La columna vertebral de Whitbread parecía interesarles mucho. Un pajeño le hizo una señal, cerrando un ojo inclinándose luego hacia adelante y hacia atrás. Las articulaciones restallaron como si tuviese rota la espalda en dos puntos. A Whitbread le resultaba incómodo ver aquello, pero entendió la idea. Se encogió en posición fetal, se incorporó y se encogió de nuevo. Una docena de pequeñas manos alienígenas tantearon su espalda.

De pronto retrocedieron. Uno se aproximó y pareció invitarle a explorar su propia anatomía. Whitbread hizo un gesto negativo con la cabeza y apartó ostentosamente la vista. Aquello era para los científicos.

Recogió su casco y habló por el micrófono.

—Preparado para informar, señor. No estoy seguro de lo que debo hacer ahora. ¿Debo intentar llevar conmigo a la
MacArthur
a algunos de ellos? La voz del capitán Blaine parecía tensa.

—Desde luego que no. ¿Puede usted salir de su nave?

—Puedo, señor, si tengo que hacerlo.

—Preferiríamos que lo hiciese. Informe por una línea segura, Whitbread.

—De acuerdo, señor.

Jonathon hizo una señal a los pajeños, indicando su casco y luego la cámara neumática. El que le había conducido hasta allí asintió. Whitbread se colocó de nuevo el traje con ayuda del Marrón, ajustó las cremalleras y fijó su casco. Un Marrón-y-blanco le condujo hasta la cámara neumática.

No había ningún lugar conveniente fuera para fijar la línea de seguridad, pero después de una ojeada su acompañante pajeño fijó un gancho en la superficie de la nave. Aquel gancho no parecía esencial. Jonathon se preguntó qué podría ser. Luego frunció el ceño. ¿Dónde estaba el anillo en que se apoyó el pajeño cuando Whitbread penetró en la nave? Había desaparecido. ¿Por qué?

Bueno, la
MacArthur
estaba cerca. Si se rompía el gancho podrían salir a cogerle. Cautelosamente se separó de la nave pajeña hasta colgar en el espacio vacío. Utilizó el visor de su casco para alinearse exactamente con las antenas que sobresalían de la superficie totalmente negra de la
MacArthur.
Luego tocó con la lengua el mecanismo de seguridad.

Un fino rayo de luz concentrada brotó de su casco. Brotó otro de la
MacArthur,
tras el suyo, y fue a dar en un pequeño receptáculo instalado en el casco. El anillo que rodeaba aquel receptáculo permanecía en la oscuridad; si la luz se desbordaba, el sistema de control que había en la
MacArthur
la corregiría; si la luz alcanzaba un tercer anillo que rodeaba las antenas receptoras de Whitbread, cortaría totalmente la comunicación.

—Seguro, señor —informó. Dejó que una nota irritada pero desconcertada asomara en su voz. Después de todo, pensó, tengo derecho a una
pequeña
manifestación de mis opiniones.

Blaine contestó inmediatamente.

—Señor Whitbread, la razón de esta medida de seguridad no es hacerle sentirse incómodo. Los pajeños aún no entienden nuestro idioma, pero pueden hacer grabaciones; luego acabarán entendiendo el ánglico. ¿Me comprende?

—Sí, señor, perfectamente. —Demonios, el capitán es previsor.

—Bueno, señor Whitbread, no podemos permitir que ningún pajeño suba a bordo de la
MacArthur
hasta que quede resuelto el problema de las miniaturas, y no podemos permitir que los pajeños sepan que tenemos este problema. ¿Ha comprendido?

—Perfectamente, señor.

—Muy bien. Voy a enviar a un equipo de científicos a su encuentro... ahora que ha roto usted el hielo, como si dijésemos. Por cierto, le felicito. Antes de que envíe a los científicos, ¿quiere usted hacer algún comentario?

—Bueno. Sí, señor. Primero, que hay dos pequeños a bordo. Los vi colgados a la espalda de dos adultos. Son mayores que las miniaturas y del mismo color que los adultos.

—Más prueba de sus propósitos pacíficos —dijo Blaine—. ¿Qué más?

—Bueno, no tuve oportunidad de contarlos, pero debe de haber unos veintitrés Marrones-y-blancos y dos Marrones como la minera del asteroide. Los dos niños estaban con los Marrones. No sé por qué.

—Pronto podremos preguntárselo. De acuerdo, Whitbread, ahora enviaremos a los científicos. Ellos ocuparán el transbordador. Renner, ¿me escucha?

—Le escucho, señor.

—Establezca un rumbo. Quiero que la
MacArthur
se sitúe a cincuenta kilómetros de la nave pajeña. No sé lo que harán los pajeños cuando nos acerquemos, pero el transbordador estará allí antes.

—¿Vamos a poner en marcha la nave, señor? —preguntó Renner incrédulo. Whitbread sintió ganas de reír, pero se contuvo.

—Sí.

Nadie dijo nada durante largo rato.

—Está bien —capituló Blaine—. Lo explicaré. El almirante está muy preocupado por las miniaturas. Cree que podrían comunicarse con esa nave. Tenemos orden de no dar a las miniaturas huidas oportunidad de comunicarse con un pajeño adulto, y está muy cerca un klick.

Hubo más silencio.

—Eso es todo, señores. Gracias, señor Whitbread —dijo Rod—. Señor Staley, informe al doctor Hardy de que puede subir a bordo del transbordador cuando quiera.

Bueno, ya está, pensó el capellán Hardy. Era un hombre grueso y lento, de ojos soñadores, y pelo rojizo que empezaba a encanecer. Salvo los domingos, que salía a celebrar los oficios religiosos, se había mantenido voluntariamente encerrado en su camarote durante la mayor parte del viaje.

No es que David Hardy fuese antipático. Cualquiera podía ir a su camarote a tomar café, a echar un trago, a jugar al ajedrez o a charlar; lo hacían muchos. Simplemente le desagradaba la gente en gran número. Era incapaz de comunicarse con los demás en un grupo grande.

Conservaba también su inclinación profesional a no discutir su trabajo con aficionados y a no publicar resultados hasta tener pruebas suficientes. Esto, se decía, sería imposible ahora. Y ¿qué
eran
los alienígenas? Desde luego eran seres inteligentes. Y desde luego ocupaban un puesto en el plan divino del universo. Pero ¿cuál?

Varios miembros de la tripulación trasladaron el equipo de Hardy al transbordador. Una biblioteca de cintas grabadas, libros para niños, obras de referencia (no muchas, pues la computadora del transbordador podía utilizar la biblioteca de la nave; pero a David aún le gustaban los
libros,
por muy poco prácticos que fuesen). Había más equipo: dos pantallas de proyección de transductores de sonido, registros de tono, filtros electrónicos para moldear sonidos orales, para elevar o bajar el tono, y para cambiar el timbre y la fase. Había intentado cargar él mismo los instrumentos, pero el primer teniente Cargill le había convencido de que no lo hiciese. Los infantes de marina eran especialistas en aquella tarea, y las preocupaciones de Hardy por el posible deterioro no eran nada comparadas con las suyas; si rompían algo tenían que vérselas con Kelley.

Hardy se encontró con Sally en la cámara neumática. Tampoco ella viajaba con las manos vacías. Por su gusto, se lo habría llevado
todo,
hasta los huesos de las momias de la Colmena de Piedra; pero el capitán sólo le permitía llevar holografías, e incluso éstas quedarían ocultas hasta que pudiese determinarse la actitud de los pajeños hacia los ladrones de tumbas. Por la descripción que Cargill había hecho de la Colmena, los pajeños no tenían costumbres funerarias especiales, pero eso era absurdo.
Todo el mundo
tenía costumbres funerarias, hasta los humanos más primitivos.

Tampoco podía disponer de la minera pajeña, ni de la miniatura que quedaba, que se había hecho hembra de nuevo. Y los hurones y los infantes de marina seguían buscando a la otra miniatura y a la cría (y,
¿por qué
se había escapado con la otra miniatura y no con su madre?). Sally se preguntaba si el escándalo que había organizado por las órdenes que había dado Rod a los infantes de marina sería la causa de que hubiese podido conseguir tan fácilmente un puesto en el transbordador. Sabía que no estaba siendo realmente justa con Rod. Rod cumplía órdenes del almirante. ¡Pero era un error! Las miniaturas no iban a hacer daño a nadie. Se necesitaba ser un paranoico para temerlas.

Siguió al capellán Hardy al interior del transbordador. El doctor Horvath estaba ya allí. Ellos tres serían los primeros científicos que subirían a bordo de la nave alienígena, y Sally estaba emocionada. ¡Había tanto que aprender!

Una antropóloga (se consideraba ya plenamente cualificada y, desde luego, nadie podría discutírselo), un lingüista y Horvath, que había sido un físico muy competente antes de incorporarse a la administración. Era el único del grupo que no tenía utilidad, pero su cargo le permitía ocupar aquel puesto si lo exigía. Sally no creía que esto pudiese aplicarse también a ella, aunque sí lo creyesen la mitad de los científicos que iban a bordo de la
MacArthur.

Tres científicos, un piloto, dos técnicos espaciales expertos y Jonathon Whitbread. Ningún soldado y ningún arma a bordo. La emoción casi disolvía el miedo que brotaba de un punto indeterminado de su interior. Por supuesto, tenían que ir desarmados; pero aun así se habría sentido mejor si hubiese ido también Rod Blaine. Y eso era imposible.

Luego habría más gente en el transbordador. Buckman con un millón de preguntas después de que Hardy resolvió el problema de la comunicación. Los biólogos tenían que ir forzosamente. Un oficial de la Marina, probablemente Crawford, para estudiar las armas pajeñas. Un oficial de ingeniería. Cualquiera, salvo el capitán. Era improbable que Kutuzov permitiese a Rod Blaine abandonar su nave para ir a comprobar si eran o no pacíficos los pajeños.

De pronto Sally sintió nostalgia. Su hogar estaba en Esparta, en Charing Cióse, a unos minutos de la Capital. Esparta era el centro de la civilización; pero ella parecía estar viviendo en una serie de vehículos espaciales de tamaño decreciente, con el campo de concentración como un intermedio para dar mayor variedad al espectáculo. Al licenciarse en la Universidad había tomado una decisión: sería una persona, no un simple adorno, especialmente si se trataba del hombre adecuado, aunque... No. Ella debía ser la mujer de sí misma.

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