—Sí.
—Por supuesto.
—Claro.
Charlie gorjeó algo.
—Pueden saberlo, no hay problema —dijo la pajeña de Whitbread—. Murió porque no había nadie que pudiese dejarla embarazada. —Hubo un largo silencio—. Ése es todo el secreto. ¿Aun no lo entienden? En todas las variedades de mi especie, las hembras tienen que quedar embarazadas después de haber sido hembras durante un tiempo. Niño, varón, hembra, preñez, varón, hembra, preñez. Y así sucesivamente. Y si cuando es hembra no queda embarazada en determinado período, muere. Incluso nosotros. Y nosotros los Mediadores no
podemos
procrear. Somos híbridos estériles.
—Pero... —Whitbread hablaba como un niño al que acabasen de decir quiénes son en realidad los Reyes Magos—. ¿Y cuánto tiempo viven los Mediadores?
—Unos veinticinco años de los vuestros. Quince años después de la madurez. Pero los Ingenieros, los Agricultores y los Amos (¡sobre todo los Amos!) tienen que procrear en un período de dos años de los vuestros. Esa Ingeniera que recogisteis debía de estar ya muy cerca del punto límite.
Continuaban avanzando en silencio por el subterráneo.
—Pero... Dios mío —dijo lentamente Potter—. Eso es terrible.
—«Terrible». Maldita sea. Por supuesto que es terrible. Sally y su...
—¿Qué pasa con Sally? —preguntó Whitbread.
—Pildoras anticonceptivas. Le preguntamos a Sally Fowler qué hacía una humana cuando no quería tener hijos. Utiliza pildoras anticonceptivas.
Pero las chicas honradas no las utilizan. Lo que hacen es prescindir de las relaciones sexuales —dijo ferozmente.
El vehículo continuaba su camino. Horst iba sentado en la parte posterior, que era ahora la delantera, mirando atento con el arma dispuesta. Se giró un poco. Ambos pajeños miraban a los humanos con los labios un poco abiertos para mostrar los dientes, ampliando su sonrisa; pero la amargura de las palabras y del tono desmentía las miradas cordiales.
—¡Lo que hacen es prescindir de las relaciones sexuales! —dijo de nuevo la pajeña de Whitbread—. ¡Fyoofwffle(silbido)! Ahora ya sabéis por qué tenemos guerras. Guerras siempre...
—Explosión demográfica —dijo Potter.
—Sí. Cuando una civilización sale de la barbarie, los pajeños dejan de morirse de hambre... ¡Vosotros los humanos no sabéis lo que es la presión demográfica! Podemos controlar el crecimiento de las especies inferiores, pero ¿qué pueden hacer los que dan órdenes con los de su propia casta? ¡Lo más próximo al control de la natalidad que conocemos es el infanticidio!
—Y no podéis practicarlo —dijo Potter—. Un instinto así hay que eliminarlo de la raza. Así que al final todo se convierte en una lucha generalizada por apoderarse de los alimentos que existen.
—Exactamente. —La pajeña de Whitbread parecía ahora más tranquila—. Cuanto más elevada es la civilización, más prolongado es el período de barbarie. Y siempre aparece Eddie el Loco intentando modificar la ley de los Ciclos, y empeorando aún más las cosas. En este momento estamos muy próximos al colapso, caballeros, por si no lo han advertido. Cuando ustedes llegaron había una terrible lucha por problemas jurisdiccionales. Ganó mi Amo...
Charlie gorjeó y ronroneó un segundo.
—Sí. El Rey Pedro intentó eso, pero no pudo lograr suficiente apoyo. No era seguro que pudiese ganar en una lucha contra mi Amo. Lo que estamos haciendo ahora nosotros probablemente provoque esa guerra. No importa. Tenía que estallar tarde o temprano.
—¿Plantan ustedes cultivos en las azoteas por la presión demográfica? —dijo Whitbread.
—No, eso es simple sentido común. Como lo de instalar parcelas de tierra de cultivo en las ciudades. Siempre sobreviven algunos, para iniciar de nuevo el ciclo.
—Debe de ser duro, edificar una civilización sin disponer siquiera de materiales radiactivos —dijo Whitbread—. ¿Y han de pasar directamente a la fusión de hidrógeno cada vez?
—Claro. Veo que va entendiendo algo.
—No estoy seguro de entenderlo bien.
—Bueno, ha sido siempre así, durante toda la historia escrita. Mucho tiempo para nuestra medida. Salvo el período en que se descubrieron materiales radiactivos en los asteroides troyanos. Allí vivían unos cuantos grupos que trajeron la civilización aquí. Los materiales radiactivos habían sido explotados concienzudamente por otra civilización más antigua, pero todavía quedaba algo.
—Demonios —dijo Whitbread—. Pero...
—Pare el vehículo, por favor —pidió Staley.
La pajeña de Whitbread gorjeó y el vehículo se detuvo lentamente.
—Me pone nervioso seguir por aquí —dijo Staley—. Tienen que estar esperando. Los soldados que matamos no han comunicado nada ...y si eran hombres de vuestro Amo, ¿dónde están los del Encargado? Además, quiero probar las armas de los Guerreros.
—Que las examine el Marrón —dijo la pajeña de Whitbread—. Pueden estar cargadas.
Aquellas armas tenían un aspecto mortífero. Y no había dos idénticas. El tipo más corriente era un lanzametralla, pero había también lásers manuales y granadas. Las culatas de las armas estaban individualizadas. Unas se apoyaban en el hombro superior derecho, otras en ambos. Los visores variaban también. Había modelos para zurdos. Staley recordó confusamente haber sacado un cadáver zurdo.
Había también un lanzacohetes de quince centímetros de apertura.
—Que revise esto —dijo Staley.
La pajeña de Whitbread entregó el arma al Marrón, aceptando a cambio un lanzametralla que metió debajo del asiento.
—Éste estaba cargado —el Marrón miró el lanzacohetes y gorjeó—. Está bien —dijo la pajeña de Whitbread.
—¿Y las municiones? —Staley las examinó. Había varios tipos distintos, y ninguna de las piezas era exactamente igual a otra. El pajeño gorjeó de nuevo.
—El cohete mayor estallaría si intentasen cargarlo —dijo la pajeña de Whitbread—. Quizás ellos acertasen en eso. De todos modos, prepararon trampas suficientes. Yo suponía que los Amos les consideraban a ustedes una especie de Mediadores ineptos. Era lo que pensábamos
nosotros,
al principio. Pero esas trampas significan que creen que pueden ustedes matar Guerreros.
—Vaya. Yo habría preferido que siguieran considerándonos unos ineptos. Además, estaríamos muertos sin las armas del museo. Por cierto, ¿por qué conservan armas utilizables en un museo?
—No ha entendido usted el objetivo de un museo, Horst. Es para la ascensión siguiente en los Ciclos. Los bárbaros empiezan a edificar otra civilización, y cuanto más deprisa puedan hacerlo, más tiempo transcurrirá hasta el colapso siguiente, porque su capacidad crecerá más deprisa que la población. ¿Entienden? Así, con los museos, los bárbaros pueden elegir elementos de una serie de civilizaciones previas, y las armas necesarias para poner en marcha una nueva. ¿Se fijó usted en el cierre?
—No.
—Yo sí —dijo Potter—. Es necesario tener ciertos conocimientos astronómicos para abrirlo. Supongo que es para impedir que los bárbaros dispongan de las armas y de las demás piezas del museo antes de que estén preparados.
—Exactamente. —El Marrón entregó un cohete de morro muy grande con un gorjeo—. Ha arreglado éste. Es seguro. ¿Qué es lo que planea hacer usted con él, Horst?
—Que me prepare más armas. Potter, usted llevará ese láser de rayos X. ¿A qué distancia estamos de la superficie?
—Bueno... la estación de —silbido de pájaro— está a sólo un tramo de escaleras de la superficie. En esta región el terreno es muy llano. Yo diría que estamos de tres a diez metros por debajo del nivel del suelo exterior.
—¿A qué distancia estamos de otro medio de transporte?
—Una hora de camino hasta... —silbido de pájaro—. ¿Piensa usted agujerear el túnel? ¿Sabe usted durante cuánto tiempo se ha estado utilizando este túnel?
—No. —Horst abrió la puerta lateral del vehículo. Caminó unos cuantos metros hacia atrás por el camino que habían recorrido. Las armas aún podían estar trucadas y matarles cuando intentasen utilizarlas.
El túnel se extendía en línea recta hasta el infinito delante de él. Lo habían marcado sin duda con un láser y excavado luego con un tipo de taladro capaz de fundir la roca.
La voz de la pajeña de Whitbread descendió por el túnel.
—¡Once mil años!
Staley disparó.
El proyectil alcanzó el techo, bastante abajo. Horst se encogió ante las vibraciones del impacto. Cuando se incorporó había mucho polvo en el túnel.
Sacó otro proyectil y disparó.
Esta vez brotó una rojiza luz del día. Se acercó a examinar el agujero. Sí, podían subir hasta allí.
Once mil años.
—Envíe el vehículo sin nosotros —dijo Horst.
La pajeña de Whitbread gorjeó y el Marrón abrió el tablero de control. Trabajaba a una velocidad vertiginosa. Whitbread recordó a la Minera asteroidal que había vivido y muerto eones atrás, cuando su hogar era la
MacArthur
y los pajeños eran seres desconocidos, cordiales y fascinantes.
El Marrón se apartó de un salto. El vehículo vaciló un segundo y luego aceleró suavemente. Caminaron hasta la rampa que Horst había formado y escalaron en silencio.
El mundo exterior lucía todos los matices del rojo cuando salieron. Surcos interminables de cultivos plegaban sus hojas ante la inminencia de la noche. Alrededor del agujero había un anillo de plantas que se inclinaban entremezcladas.
Algo se movió entre las plantas. Tres armas se alzaron. Alguien avanzó hacia ellos... y Staley dijo:
—Tranquilos. Es un Agricultor.
La pajeña de Whitbread se colocó entre los guardiamarinas, sacudiéndose la tierra con todas sus manos.
—Tiene que haber más por aquí. Quizás se pongan a tapar el agujero. Los Agricultores no son demasiado inteligentes. No tienen por qué serlo. ¿Qué pasa ahora, Horst?
—Caminaremos hasta que podamos encontrar un vehículo. Si veis aviones...
—Detectores de infrarrojos —dijo la pajeña.
—¿Hay tractores por estos campos? ¿Podríamos coger uno? —preguntó Staley.
—Están guardados ahora. No suelen trabajar de noche... Claro que los Agricultores pueden traer uno para rellenar ese agujero. Staley caviló un momento.
—En realidad será mejor prescindir de ellos. Un tractor destacaría demasiado. Ojalá parezcamos Agricultores en una pantalla infrarroja.
Caminaron. Tras ellos el Agricultor comenzó a enderezar las plantas y a alisar el suelo alrededor de sus raíces. Gorjeó algo, pero la pajeña de Whitbread no se molestó en traducir. Staley se preguntó vagamente si los Agricultores sabrían siquiera
decir
algo, o se limitarían a maldecir, pero no quería hablar en aquel momento. Tenía que pensar.
El cielo se oscureció. Sobre ellos brilló un punto rojo: el Ojo de Murcheson; y frente a ellos brillaban lejanas las luces de Silbido de Pájaro. Caminaron en silencio, los guardiamarinas alerta, con las armas dispuestas, los pajeños siguiéndoles, con un rítmico balanceo del torso.
Al rato Staley dijo a la pajeña:
—Me pregunto qué sacan ustedes en limpio personalmente de esto.
—Dolor. Esfuerzo. Humillación. Muerte.
—Ahí está. Por eso precisamente me pregunto por qué lo hacen.
—No, usted no, Horst. Usted sigue preguntándose por qué no lo hizo su Fyunch(click).
Horst la miró. El se
había
preguntado aquello. ¿Qué estaba haciendo su mente gemela mientras los demonios cazaban a su propio Fyunch(click) por todo un mundo? Esto le causó un sordo pesar.
—Los dos somos seres adictos al deber, Horst, su Fyunch(click) y yo. Pero el deber de su Fyunch(click) es para ella, digamos, su oficial superior. Gavin...
—Sí.
—Intenté hablar con su Fyunch(click) para que viniera, pero se le ha metido en la cabeza esa idea a lo Eddie el Loco de que podemos acabar con los Ciclos enviando nuestros excedentes de población a otras estrellas. Pero al menos tampoco ayudará a los otros a encontrarnos.
—Horst, su pajeña debe de saber exactamente dónde está usted, al suponer que yo llegué aquí; y estará segura de eso cuando sepa que han muerto los Guerreros.
—La próxima vez, será mejor tirar una moneda al aire, para elegir.
Eso
no puede predecirlo ella.
—Ella no ayudará. Un Mediador nunca ayudaría a cazar a su propio Fyunch(click).
—Pero ¿no tiene usted que obedecer las órdenes de su Amo? —preguntó Staley.
La pajeña balanceó rápidamente su cuerpo. Era un gesto que ellos no habían visto antes, y evidentemente no lo copiaban de nada humano.
—Escuche —dijo—. Los Mediadores nacimos para poner fin a las guerras. Representamos a los decisores. Hablamos en su nombre. Para hacer nuestro trabajo se necesita cierta independencia de juicio. Los ingenieros genéticos se esfuerzan por hallar un equilibrio. Con demasiada independencia dejamos de representar adecuadamente a los Amos. Entonces prescinden de nosotros y empiezan las guerras.
—Sí —intervino Potter—. Y una independencia escasa resulta insoportable, y estalla la guerra de todos modos... —Potter caminó en silencio un momento—. Pero si la obediencia es un elemento específico de la especie, no podrán ayudarnos solos. Tendrán que llevarnos a otro Amo porque no tienen elección.
Staley apretó con más fuerza el lanzacohetes.
—¿Es verdad eso?
—En parte —admitió la pajeña de Whitbread—. No tan absolutamente como piensan. Pero, sí, es más fácil elegir entre varias órdenes que intentar actuar sin ninguna.
—¿Y qué cree el Rey Pedro que hay que hacer? —preguntó Staley—. ¿Qué vamos a hacer?
El otro pajeño gorjeó. La pajeña de Whitbread le contestó. La conversación se prolongó varios segundos, lo que significaba mucho para los pajeños. La luz del crepúsculo se apagó, y el Ojo de Murcheson resplandeció cien veces más brillante que la luna llena terrestre. No había más estrellas en el Saco de Carbón. A su alrededor los campos de cultivo eran de un rojo oscuro, con agudas sombras negras de profundidad infinita.
—Sinceramente —dijo por fin Charlie—, mi Amo cree que debemos ser honrados con ustedes. Es mejor vivir con la ley vieja de los Ciclos que arriesgarse a la destrucción total y condenar a muerte a toda nuestra descendencia.
—Pero... —tartamudeó confuso Potter—, pero ¿por qué no pueden colonizar otras estrellas? En la galaxia hay sitio para todos. No atacarían al Imperio ¿verdad?
—No, nada de eso —protestó la pajeña de Whitbread—. Mi propio Amo no quiere más que comprar tierras para establecer bases en los mundos del Imperio y luego pasar al territorio exterior al Imperio. Después colonizaríamos mundos y habría intercambios comerciales. No creo que intentásemos compartir los mismos planetas.