La paja en el ojo de Dios (49 page)

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Authors: Jerry Pournelle & Larry Niven

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La paja en el ojo de Dios
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Da,
almirante.

—Parece aproximarse.


Da,
almirante. Su campo se está expandiendo.

—¿Expandiendo? —Kutuzov se volvió a Rod—. ¿Tiene usted alguna explicación?

—No, señor. —Rod no quería otra cosa que el olvido; hablar era dolor, calvario inevitable; pero... intentó pensar—. Los Marrones deben de haber reconstruido el generador, señor. Y siempre mejoran lo que reconstruyen.

—Es una lástima destruirla —murmuró Kutuzov—. Expandiéndose así, con esa superficie de radiación tan grande, la
MacArthur
podría enfrentarse con cualquier nave de la flota...

El Campo de la
MacArthur
había pasado a ser violeta, e inmenso. Llenaba las pantallas, y Kutuzov ajustó la suya multiplicando el aumento por un factor diez. La nave era un gran globo violeta recorrido por hilos verdes. Esperaron, fascinados. Pasaron diez minutos. Quince.

—Ninguna nave había sobrevivido tanto tiempo en violeta —murmuró Kutuzov—. ¿Está usted seguro aún de que tratamos sólo con
animales,
capitán Blaine?

—Los científicos están convencidos, señor. Y me convencieron a mí —añadió lentamente—. Me gustaría que estuviese aquí ahora el doctor Horvath. Kutuzov lanzó un gruñido como si le golpearan en el vientre.

—Ese imbécil. Pacifista. No entendería lo que viese. Permanecieron observando en silencio durante otro minuto, hasta que sonó una llamada en el intercomunicador.

—Almirante, hay señal de la nave embajadora pajeña —anunció el oficial de comunicaciones. Kutuzov frunció el ceño.

—Capitán Blaine, contestará usted a esa llamada.

—¿Cómo dice, señor?

—Conteste a la llamada de los pajeños. Yo no debo hablar directamente con ningún alienígena.

—De acuerdo, señor.

Su cara era como la de cualquier pajeño, pero se sentaba incómodamente erguido, y Rod no se sorprendió al oírle decir:

—Soy el Fyunch(click) del doctor Horvath. Tengo malas noticias para usted, capitán Blaine. Por cierto que agradecemos el aviso que nos dio... no entendemos por qué quiere usted destruir su nave, pero si hubiésemos estado allí...

—Estamos combatiendo una plaga. Quizás destruyendo la
MacArthur
podamos cortarla. Eso esperamos. Perdone, pero estamos muy ocupados en este momento. ¿Cuál es su mensaje?

—Sí, por supuesto. Capitán, los tres pequeños vehículos que escaparon de la
MacArthur
intentaron volver a entrar en Paja Uno. Lo siento, pero no sobrevivieron.

El puente de la
Lenin
pareció convertirse en niebla.

—¿Aterrizar con botes salvavidas? Es una estupidez. No deberían...

—No, no intentaron aterrizar. Les localizamos a mitad de camino... Capitán, tenemos imágenes de ellos. Ardieron completamente...

—¡Maldita sea! ¡Estaban seguros!

—Lo sentimos mucho.

La cara de Kutuzov era una máscara.

—Imágenes —murmuró por fin.

Rod asintió. Se sentía muy cansado.

—Nos gustaría ver esas imágenes —dijo al pajeño—. ¿Está usted seguro de que no sobrevivió ninguno de mis jóvenes oficiales?

—Completamente seguro, capitán. Lo sentimos mucho. Naturalmente, no teníamos idea de que fuesen a intentar una cosa así, y, dadas las circunstancias, no pudimos hacer nada.

—Claro, por supuesto. Gracias. —Rod apagó la pantalla y desvió la vista hacia la batalla que tenía lugar frente a él.

—Así que no hay ningún cadáver ni restos de naufragio —murmuró Kutuzov—. Muy conveniente.

Tocó un botón del brazo de su silla de mando y dijo:

—Capitán Mijailov, envíe, por favor, un transbordador para que busque a los guardiamarinas. —Se volvió a Rod—. No encontrarán nada, por supuesto.

—No cree usted a los pajeños, ¿verdad, señor? —preguntó Rod.

—¿Y usted, capitán?

—Yo... yo no sé, señor. No veo qué podemos hacer.

—Ni yo, capitán. El transbordador buscará y no encontrará nada. No sabemos en qué punto intentaron descender. El planeta es grande. Aunque sobreviviesen y estuviesen libres, podríamos buscar días y días sin encontrarles. Y si están prisioneros, nunca les encontraremos. —Lanzó un nuevo gruñido y habló por su circuito de mando—. Mijailov, ocúpese de que el transbordador busque bien. Y utilice torpedos para destruir esa nave, por favor.

—De acuerdo, señor.

El capitán de la
Lenin
hablaba quedamente en su puesto, al otro lado del gran puente. Una hilera de torpedos partieron hacia la
MacArthur.
No podrían atravesar el Campo; la energía almacenada allí los fundiría inmediatamente. Pero estallaron todos a la vez, una salva perfecta y cronometrada, y alrededor de la superficie violeta brillante de la
MacArthur
se alzó un gran oleaje de luz multicolor. Puntos blancos brillantes aparecieron y desaparecieron.

—Penetración en nueve puntos —anunció el oficial artillero.

—¿Penetración en qué? —preguntó Rod inocentemente. Era aún su nave, y estaba defendiendo su vida valerosamente...

El almirante resopló. La nave estaba a quinientos metros de la infernal superficie violeta; los brillantes relampagueos podían incluso haberla alcanzado, o podían haber errado el tiro por completo.

—Que los cañones continúen disparando. Lancen otra andanada de torpedos —ordenó Kutuzov.

Otra hilera de luminosos dardos salió hacia la
MacArthur.
Todos
explotaron
a lo largo de la temblorosa superficie violeta. Se marcaron en ella más puntos y hubo una oleada desbordante de llamas violeta.

Y luego la
MacArthur
apareció tal como era. Un globo de fuego violeta de un kilómetro de diámetro, cruzado por hilos de luz verde.

Un camarero entregó a Rod una taza de café. Este lo bebió con aire ausente. El sabor era horrible.

—¡Disparen! —ordenó Kutuzov; miraba furiosamente y con odio a las pantallas—. ¡Fuego!

Y de pronto sucedió. El Campo de la
MacArthur
se expandió enormemente, se volvió azul, amarillo... y se desvaneció. Los localizadores automáticos giraron y el aumento de las pantallas creció. La nave estaba allí.

Era toda ella un resplandor rojo, y muchas de sus partes se habían fundido. No debería estar allí. Cuando un Campo queda destruido, todo lo que hay dentro de él se evapora...

—Deben de estar asados ahí dentro —dijo mecánicamente Rod.


Da.
¡Fuego!

Las luces verdes brotaron otra vez. La
MacArthur
pareció cambiar y burbujear, expandirse, convertirse en aire en el espacio. Un torpedo se acercó casi con lentitud hasta ella y estalló. Las baterías de láser dispararon. Cuando Kutuzov ordenó finalmente que el fuego cesase, no quedaba más que vapor.

Rod y el almirante estuvieron largo rato mirando las pantallas vacías. Por último, el almirante apartó la vista.

—Llame a los botes, capitán Mijailov. Volvemos a casa.

33 • Aterrizaje

Tres pequeños conos, cayendo. En cada uno de ellos anida un hombre, como un huevo en una copa.

Horst Staley iba a la cabeza. Podía ver delante una pequeña pantalla cuadrada, pero la visión posterior dependía exclusivamente de él. Estaba desprotegido para el espacio salvo por el traje de presión. Se volvió y vio que otros dos conos con una llama en el vértice le seguían. En algún punto situado muy lejos, detrás del horizonte, estaba la
MacArthur
y la
Lenin.
No había ninguna posibilidad de que la radio de su traje alcanzase tan lejos, pero de todos modos la activó y habló.

No hubo respuesta.

Todo había sucedido muy deprisa. Los conos habían disparado retrocohetes, y cuando llamó a la
Lenin
era ya demasiado tarde. Quizás el personal de comunicaciones estuviese ocupado en otra cosa, quizás él hubiese sido lento... Horst se sintió de pronto solo.

Seguía cayendo. Los cohetes iban apagándose.

—¡Horst! —era la voz de Whitbread. Staley contestó.

—¡Horst, estos vehículos descienden hacia el planeta!

—Sí. No hay modo de evitarlo. ¿Qué podemos hacer?

En el fondo, no esperaba una respuesta. En solitario silencio, tres pequeños conos caían hacia el planeta verde claro. Luego: reentrada.

No era para ninguno de ellos la primera vez. Conocían los colores del campo plasmático que se crea delante del morro de la nave. Los colores difieren según la composición química del casco ablativo. Pero esta vez estaban prácticamente desnudos. ¿Habría radiación? ¿Calor?

La voz de Whitbread llegó hasta Staley por encima de las interferencias.

—Estoy intentando pensar como un pajeño, y no es fácil. Ellos conocen nuestros trajes. Saben cuántas radiaciones evitan. ¿Cuántas creen que podemos soportar? ¿Y el calor?

—He cambiado de idea —oyó decir Staley a Potter—. No voy a bajar.

Staley intentó ignorar su risa. Estaba al cargo de tres vidas, y se lo tomaba muy en serio. Intentó relajar sus músculos y esperó calor, turbulencias, radiaciones indetectables, movimientos del cono, incomodidad y muerte.

El paisaje se extendía bajo él difuminado por las distorsiones plasmáticas. Mares redondos y arcos de ríos. Vastas extensiones urbanas. Montañas coronadas de hielo y rascacielos; la ciudad seguía llenando las lomas hasta los picos nevados. Una gran extensión de océano... ¿flotarían aquellos condenados conos? Más tierra. Los conos iban reduciendo la velocidad, los perfiles del terreno eran cada vez más claros. Ahora azotaba el viento a su alrededor. Barcas en un lago, pequeñas manchas, hordas de ellas. Una extensión de bosque verde, rodeado y cruzado por carreteras.

El borde del cono de Staley se abrió y brotó una especie de paracaídas. Staley se hundió profundamente en el asiento modificado. Durante un instante no vio más que cielo azul. Luego hubo un «zump» estremecedor. Lanzó mentalmente una maldición. El cono se tambaleó y se derrumbó de lado.

En los oídos de Staley sonó la voz de Potter.

—He encontrado los controles de vuelo. Mire a ver si encuentra una manilla deslizante que hay hacia el centro, si es que estos animales la han hecho igual. Ése es el control de propulsión, y moviendo todo el tablero de control sobre su apoyo, el cohete se inclina.

Lástima que no lo hubiese descubierto antes, pensó Staley.

—Acérquese a la superficie y manténgase volando sobre ella. Quizás se acabe el combustible. ¿Encontró usted el mecanismo que acciona el paracaídas, Potter?

—No. Cuelga debajo de mí. La llama del cohete debe de haber quemado el suyo ya. ¿Dónde está usted?

—Estoy debajo. Déjeme librarme de esto...

Staley abrió la red de choque y se levantó. Sacó sus armas y abrió un agujero en la pared para examinar el espacio de abajo. Una espuma extraña llenó el compartimiento.

—Cuando descienda, asegúrese de que no hay Marrones a bordo del bote salvavidas —ordenó ásperamente.

—¡Maldita sea! Casi lo estropeo todo —dijo la voz de Whitbread—. Estas cosas son tan...

—¡Le veo, Jonathon! —gritó Potter—. Manténgase en el aire e iré por usted.

—Luego busque mi paracaídas —ordenó Staley.

—No le veo. Podemos estar a veinte kilómetros de distancia. Su señal es muy débil —contestó Whitbread.

Staley se puso de pie trabajosamente.

—Lo primero es lo primero —murmuró.

Examinó cuidadosamente el bote salvavidas. No había ningún lugar donde pudiera ocultarse una miniatura y sobrevivir a la penetración en el planeta, pero lo examinó de nuevo todo para asegurarse. Luego cambió de frecuencia e intentó llamar a la
Lenin...
no esperaba respuesta y no llegó. Las radios de los trajes sólo operaban en la línea visual y eran por diseño poco potentes, porque si no el espacio se llenaría con la charla de los hombres de los trajes. Los botes salvavidas rediseñados no tenían nada que pudiese parecer una radio. ¿Cómo pretendían los Marrones que llamasen los supervivientes pidiendo ayuda?

Staley se levantó titubeante, aún no adaptado a la gravedad. A su alrededor todo eran campos cultivados, alternando hileras de matas color púrpura de un fruto parecido a la berenjena con coronas de hojas oscuras que le llegaban hasta el pecho, y matas bajas llenas de semillas. Las hileras continuaban hasta el infinito en todas direcciones.

—Aún no le hemos localizado, Horst —informó Whitbread—. Esto no nos lleva a ninguna parte. Horst, ¿ve usted un edificio grande y bajo que brilla como un espejo? Es el único edificio que se ve.

Staley lo localizó; era un objeto metálico y brillante más allá del horizonte. Quedaba bastante lejos, pero era el único hito que destacaba.

—Ya lo veo.

—Iremos hacia él y nos reuniremos allí.

—Está bien. Espérenme.

—Vamos hacia allá, Gavin —dijo Whitbread.

—De acuerdo —fue la respuesta.

Hubo más conversación entre los otros dos, y Horst Staley se sintió solo, muy solo.

—¡Ay! ¡Mi cohete se ha apagado! —gritó Potter. Whitbread vio cómo el cono de Potter caía hacia tierra. Cayó invertido, vaciló unos instantes y luego se derrumbó sobre las plantas.

—¿Todo bien, Gavin?

Una serie de sonidos desconcertantes. Luego Whitbread oyó:

—Bueno, a veces me duele el codo derecho cuando hace mal tiempo... Es una lesión del fútbol. Llegue hasta donde pueda, Jonathon. Me reuniré con los dos en el edificio.

—De acuerdo. —Whitbread lanzó el cono hacia adelante, impulsado por el cohete. El edificio estaba aún lejos de él.

Era
grande. Al principio no tenía ninguna referencia que le permitiese establecer una escala; ahora llevaba diez minutos o más volando hacia él.

Era una cúpula con los costados rectos que se fundían en un techo bajo y redondeado. No tenía ventanas, y ningún otro rasgo salvo un hueco rectangular que podía haber sido una puerta, ridiculamente pequeña en aquella inmensa estructura. El brillo de la luz del día en el techo era más potente; tenía una luminosidad de espejo.

Whitbread fue descendiendo lentamente. Había algo sobrecogedor en aquel edificio asentado en mitad de campos de cultivo interminables. Sentía esto con más intensidad que el temor a que su motor pudiese arder, y su primer impulso de situarse sobre aquella estructura se debilitó.

El cohete se mantenía en marcha. Las miniaturas quizás hubiesen cambiado la composición química del combustible sólido. Los pajeños jamás construían dos cosas idénticas. Whitbread aterrizó junto a la entrada rectangular. Allí la puerta se elevaba acechante sobre él. El edificio le había convertido en un enano. Le había empequeñecido.

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