Read La Papisa Online

Authors: Donna Woolfolk Cross

Tags: #Histórico, Romántico

La Papisa (27 page)

BOOK: La Papisa
13.1Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Andulf había muerto combatiendo. Pero ¿a quién? o ¿a qué? Geroldo examinó el paisaje con la mirada experta de un soldado. No había señal de ningún campamento, ni armas o materiales que hubieran quedado y pudieran dar indicación de lo que había pasado. El bosque que los rodeaba estaba inmóvil en la brillante tarde primaveral.

—¡Señor!

Sus hombres habían hallado los cuerpos de dos guardias más. Igual que Andulf, habían muerto peleando y las espadas seguían en sus manos. El descubrimiento los alentó a buscar más, pero sin frutos. No había signos de nadie más.

«¿Dónde están todos?». Habían dejado más de cuarenta personas en Villaris, no podían haberse desvanecido sin dejar huellas. El corazón de Geroldo albergó una chispa de esperanza. Juana estaba viva, debía estarlo. Quizás estaba cerca, escondida en el bosque con los otros que faltaban. ¡O quizás habían huido a la ciudad!

Montó a
Pistis
de un salto llamando a sus hombres. Galoparon hacia la ciudad y sólo se detuvieron al entrar en sus calles desiertas.

En silencio, Geroldo y sus hombres recorrieron la larga fila de casas. Mientras algunos hombres se dispersaban por las calles, Geroldo fue con Worad y Amalwin a la catedral. Las pesadas puertas de roble colgaban torcidas de sus bisagras. Desmontaron intrigados y se acercaron con las espadas en la mano. Al subir los escalones, Geroldo pisó algo resbaladizo. Sobre la madera gastada había un charco de sangre ennegrecida, alimentado por un lento pero firme gotear desde el otro lado de la puerta.

Entró.

Por un momento la compasiva oscuridad del interior le impidió ver.

Detrás de él, Amalwin empezó a vomitar. Geroldo sintió que su pecho se contraía, pero tragó con fuerza y logró dominarse. Se cubrió la boca y la nariz con la manga y avanzó por la nave central. Era difícil no tropezar con tal cantidad de cadáveres. Oyó a Worad y Amalwin maldiciendo, oyó el sonido de su respiración rápida y superficial. Seguía adelante como en un sueño, abriéndose camino entre los horrendos restos humanos, buscando.

Cerca del altar mayor encontró a los miembros de su casa. Estaban Wala, el capellán, y Wido, el mayordomo. Irminion, la camarera, yacía cerca, y en sus brazos sin vida seguía sosteniendo a su hijo muerto. Worad, su marido, soltó un aullido al verlos. Cayó de rodillas y los abrazó, tocando sus heridas y manchándose de sangre.

Geroldo apartó la vista. Su mirada cayó sobre un resplandor verde de esmeralda y plata que le era conocido. La diadema de Richild. Y a su lado estaba ella, caída de bruces, con el cabello negro disperso alrededor como un manto. Geroldo recogió la diadema y quiso colocarla en la cabeza de la muerta. Al contacto, la cabeza de Richild se torció en forma grotesca y rodó apartándose del cuerpo.

Sobresaltado, Geroldo retrocedió. Su pie tropezó con otro cadáver y faltó poco para que cayera. Miró abajo. Ahí yacía Duoda, su cuerpo estaba torcido como si hubiera tratado de esquivar el golpe de su atacante. Con un gemido, Geroldo cayó de rodillas junto al cadáver de su hija. La tocó con dulzura, acariciando su suave cabello infantil y acomodando los miembros de modo que pareciera más cómoda. Le besó la mejilla y le cerró los ojos. Todo estaba mal. Era ella la que debería haber cumplido aquel gesto de respeto final con él.

Con negros presentimientos se levantó y prosiguió la sombría búsqueda entre los cadáveres. Juana debía de estar en alguna parte, entre los otros; tenía que encontrarla.

Atravesó la catedral mirando cada una de las caras frías y muertas, reconociendo en cada una los rasgos de un aldeano, un vecino, un amigo. Pero no encontró a Juana.

¿Existía la posibilidad de que, milagrosamente, hubiera escapado? ¿Era posible? Geroldo apenas si se atrevía a esperarlo. Inició una segunda búsqueda.

—¡Señor! ¡Señor! —Eran voces que provenían del exterior de la catedral, llenas de apremio.

Geroldo llegó a la puerta en el momento en que sus hombres llegaban a los pies de la escalera.

—¡Son hombres del norte, señor! ¡Están río abajo, cargando sus barcos!…

Pero Geroldo ya corría hacia
Pistis
.

Galoparon a rienda suelta rumbo al río; los cascos de los caballos resonaban en la tierra dura del camino. No pensaron siquiera en aprovechar la sorpresa; locos de pena y furia, sólo podían pensar en la venganza.

Al dar la vuelta en un recodo, vieron una embarcación larga y baja, aunque con una alta proa de madera tallada en forma de cabeza de dragón con la boca abierta y largos dientes curvos. La mayoría de los hombres ya estaban a bordo, pero unos veinte seguían en tierra protegiendo el barco mientras se cargaba lo último del botín. Con un gran grito de guerra inarticulado, Geroldo espoleó a su caballo lanzándose hacia delante, con la lanza en alto. Sus hombres lo seguían de cerca. Los del norte, a pie, corrieron para ponerse a salvo; varios cayeron bajo los cascos en la estampida. Geroldo apuntó la lanza hacia el más cercano, un gigante de yelmo dorado con barba amarilla. El gigante se volvió, alzó el escudo y la punta de la lanza se clavó en él, estremeciéndolo.

De pronto el aire se llenó de flechas; las arrojaban desde el barco.
Pistis
retrocedió encabritado y se desplomó con una flecha clavada en un ojo. Geroldo se desprendió de la silla antes de la caída y tocó tierra con el pie izquierdo en mala postura. Sacó la espada y corrió cojeando hacia el gigante que trataba de arrancar la lanza del escudo. Geroldo pisó el extremo de la lanza, que tocaba el suelo, obligando al otro a bajar el escudo. El gigante lo miró con sorpresa y levantó el hacha, pero era demasiado tarde; de un solo golpe Geroldo le atravesó el corazón. Sin esperar a verlo caer, dio media vuelta y atacó a otro, al que hirió en la cabeza; la sangre le salpicó la cara y tuvo que frotarse los ojos para ver. Estaba en medio del combate. Levantó la espada y la hizo girar a su alrededor con una fuerza que liberaba las emociones contenidas durante la hora previa, una fuerza que se traducía en un delirio de matanza y sangre.

—¡Se van, se van!

Los gritos de sus hombres le sonaban en los oídos; miró hacia el río y vio que el barco con la cabeza de dragón se apartaba, con la vela roja agitándose al viento. Los hombres del norte huían.

Un caballo bayo con crines negras, sin jinete, bailoteaba nervioso a pocos metros. Geroldo saltó sobre él. El caballo tuvo un arranque de pánico, pero Geroldo sostuvo las riendas con firmeza. El bayo se volvió hacia la orilla; mientras gritaba a sus hombres que lo siguieran, Geroldo se lanzó al galope hacia el agua. Una lanza no usada colgaba de la silla. Geroldo la levantó y la arrojó con tanta fuerza que estuvo a punto de salir volando él mismo sobre la cabeza del caballo. La lanza cortó el aire, con su punta de hierro brillante hacia el sol, y cayó al agua, cerca de la boca del dragón.

En el barco recibieron el tiro con carcajadas. Los hombres del norte se burlaban en su lengua. Dos le enseñaban un saco dorado, pero no era un saco, era una mujer que colgaba con flaccidez entre ellos, una mujer de cabello castaño.

—¡Gisla! —gritó Geroldo al reconocerla.

¿Qué hacía su hija allí? Debería estar en su casa, a salvo, con su marido.

Al oír su voz, Gisla levantó la cabeza, aturdida.

—¡Padre! —gritó—. ¡Padreeeee! —Su grito resonaba en lo más hondo del cuerpo de Geroldo.

Espoleó al bayo, pero el animal relinchó y se echó atrás negándose a meterse más adentro en el agua que se hacía profunda y negra. Le clavó la punta de la espada en las ancas para obligarlo a obedecer, pero sólo logró asustarlo; se revolvió y perdió pie. Un jinete menos hábil habría caído, pero Geroldo siguió montado, esforzándose por doblegarlo a su voluntad.

—¡Señor! ¡Señor! —Sus hombres lo rodearon, asieron las riendas del caballo y lo condujeron a la orilla.

—Es imposible, señor. —Grifo, el lugarteniente de Geroldo, le gritaba al oído—. No podemos hacer nada.

Las velas rojas del barco vikingo ya no se agitaban: estaban hinchadas, y el barco adquiría velocidad. No había modo de perseguirlo; no había embarcaciones en las cercanías y ni Geroldo ni sus hombres habrían sabido guiarlas: el arte de la navegación había sido olvidado hacía muchos años en Franconia.

Geroldo, aturdido, dejó que Grifo llevara el caballo a la orilla tirando de las bridas. El grito de Gisla seguía resonando en sus oídos. «¡Padreeee!». Estaba perdida, perdida sin remedio. Había oído historias sobre mujeres jóvenes capturadas en las incursiones cada vez más frecuentes de los hombres del norte a las fronteras del imperio, pero Geroldo nunca había pensado, nunca había imaginado…

¡Juana! El recuerdo lo atravesó con la fuerza de una flecha, dejándolo sin aliento. ¡Se la llevaban a ella también! Los pensamientos desordenados de Geroldo buscaban una posibilidad, pero no encontró ninguna. Los bárbaros habían secuestrado a Juana y a Gisla, se las habían llevado a sus horrores inimaginables y no había nada, nada, que pudiera hacer para recuperarlas.

Su mirada cayó sobre uno de los bárbaros muertos. Se arrojó del bayo, cogió el hacha de mango largo de la mano del cadáver y empezó a golpearlo. El cuerpo inerte saltaba a cada hachazo. El yelmo dorado se desprendió, dejando ver el rostro sin barba de un joven, pero Geroldo siguió golpeando, descargando el hacha una y otra vez. La sangre que saltaba en todas direcciones le empapaba la ropa.

Dos de sus hombres quisieron detenerlo, pero Grifo se lo impidió.

—No —dijo sin alzar la voz—. Dejadlo.

Un momento después, Geroldo soltó el hacha y cayó de rodillas, cubriéndose la cara con las manos. Estaba cubierto de sangre caliente que se le pegaba en los dedos. Los sollozos le subieron por la garganta y ya no trató de impedirlo. Lloró con sollozos entrecortados, sin avergonzarse.

Trece

Colmar, 24 de junio de 833. Campo de la mentira

Anastasio apartó las pesadas cortinas que cubrían la entrada a la tienda del papa, y se deslizó adentro.

Gregorio, cuarto de su nombre que ocupaba el trono de san Pedro, seguía rezando, arrodillado en los almohadones de forro de seda colocados ante la figura de Cristo tallada en marfil que ocupaba el lugar de honor de su tienda. La imagen había sobrevivido al peligroso viaje a través de caminos y puentes en ruinas, a través de los altos y peligrosos pasos de los Alpes, sin un rasguño. Brillaba tanto allí, en una tienda de campaña levantada en aquella tierra franca, como lo había hecho en la seguridad de la capilla privada de Gregorio en el palacio de Letrán.


Deus illuminatio mea, Deus optimus et maximus
—rezaba Gregorio, con el rostro iluminado por la devoción.

Observando sin hacer ningún ruido desde la entrada, Anastasio se preguntaba: «¿Alguna vez he sido tan simple en mi fe?». Quizás una vez, cuando era muy pequeño. Pero su inocencia había muerto el día que su tío Teodoro había sido asesinado delante de él, en Letrán. «Mira —le había dicho entonces su padre—, y aprende».

Anastasio había mirado y aprendido: aprendido a disimular sus sentimientos bajo una máscara de buenos modales, a manipular y engañar, y aun a traicionar si era necesario. La recompensa por aquel conocimiento había sido gratificante. A los diecinueve años ya era
vestiarius
y era el que había llegado más joven a aquel puesto. Arsenio, su padre, estaba muy orgulloso de él. Anastasio se proponía darle más motivos de orgullo.

—Cristo Jesús, dame la sabiduría que necesito este día —seguía Gregorio—. Muéstrame cómo evitar esta guerra sacrílega y reconciliar a estos hijos belicosos con el emperador, su padre.

«¿Es posible que no sepa todavía lo que podría llegar a perder en el día de hoy?». A Anastasio le resultaba difícil creerlo. El papa era de una inocencia asombrosa. Anastasio sólo tenía diecinueve años, menos de la mitad de la edad de Gregorio, y ya sabía mucho más sobre el mundo.

«No tiene condiciones para ser papa», pensó Anastasio, y no por primera vez. Gregorio era un alma piadosa, nadie podía negarlo, pero la piedad era una virtud sobrevalorada. Aquel hombre tenía una naturaleza más apropiada para el claustro que para la corte papal, cuyas políticas sutiles siempre estaban más allá de su alcance. ¿En qué estaría pensando el emperador Ludovico cuando pidió a Gregorio que hiciera el largo viaje desde Roma al imperio de los francos para servir como mediador en aquella crisis?

Anastasio tosió discretamente para llamar la atención de Gregorio, pero éste estaba absorto en la plegaria con la mirada clavada en la imagen de Cristo y con un gesto de exaltación.

—Es hora, santidad. —Anastasio no vaciló en interrumpir las devociones del papa.

Gregorio llevaba más de una hora rezando y el emperador lo esperaba.

Sobresaltado, Gregorio miró a su alrededor y al ver a Anastasio asintió, se santiguó y se puso de pie, alisando la capa púrpura en forma de campana que llevaba sobre la dalmática papal.

—Veo que has obtenido fuerzas de la imagen de Cristo, santidad —dijo Anastasio ayudando a Gregorio a ponerse el palio—. Yo también he sentido su poder.

—Sí. Es hermoso, ¿no?

—Y tanto que lo es. Especialmente la cabeza, que es grande en proporción al cuerpo. Siempre me recuerda la primera Epístola a los Corintios: «Y la cabeza de Cristo es Dios». Una gloriosa expresión de la idea de que Cristo combina en su persona ambas naturalezas, la divina y la humana.

Gregorio movió la cabeza en un gesto de aprobación.

—No creo haberlo oído expresar nunca tan bien. Eres un excelente
vestiarius
, Anastasio; la elocuencia de tu juventud es una inspiración.

Anastasio quedó complacido. Aquel elogio papal podía traducirse en otro ascenso: a
nomenclator
, quizás, o incluso a
primicerius
. Era joven, es cierto, pero los más altos honores no estaban descartados. De hecho, eran simplemente pasos que cumpliría en el camino de la única ambición final en su vida: llegar a ser papa.

—Eres demasiado generoso, señor —dijo con lo que esperaba que fuera una correcta modestia—. Lo que merece tu elogio es la perfección de la escultura y no mis torpes palabras.

—Dicho con verdadera
humilitas
—comentó Gregorio sonriendo. Puso una mano cariñosamente sobre el hombro de Anastasio y añadió con gravedad—: Es un trabajo para Dios el que hacemos hoy, Anastasio.

Anastasio estudió su rostro. «No sospecha nada. Bien». Era evidente que Gregorio seguía creyendo que podría mediar en una paz entre el emperador y sus hijos y seguía sin saber nada sobre los acuerdos secretos que Anastasio había hecho con tanto cuidado como discreción, siguiendo las instrucciones explícitas de su padre.

BOOK: La Papisa
13.1Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Virtually Perfect by Mills, Sadie
Medicine Walk by Richard Wagamese
Theresa Monsour by Cold Blood
The Lottery by Shirley Jackson
Always Unique by Nikki Turner
Falling for Hadie by Komal Kant
Laura Abbot by Into the Wilderness