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Authors: Donna Woolfolk Cross

Tags: #Histórico, Romántico

La Papisa (12 page)

BOOK: La Papisa
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La puerta se cerró con un ruido hueco.

Juana corrió a la ventana y observó. Vio a Juan montando detrás del emisario del obispo; su simple túnica de lana contrastaba con el rojo brillante de la ropa del extraño. El canónigo se quedó cerca: su figura oscura y baja se recortaba contra el verde del paisaje. Con un último grito de adiós se marcharon.

Juana se apartó de la ventana. Gudrun estaba en medio del cuarto, mirándola.

—Pequeña perdiz… —empezó en tono vacilante.

Juana pasó a su lado como si no existiera. Cogió su pila de ropa para remendar y se sentó junto al hogar. Necesitaba pensar, prepararse. No había mucho tiempo y todo debía hacerse con el mayor cuidado.

Sería difícil, incluso peligroso. La mera idea la asustaba, pero no tenía alternativa. Con una certeza a la vez maravillosa y terrible, Juana sabía lo que tenía que hacer.

«No es justo», pensaba Juan. Iba ensimismado detrás del hombre del obispo, mirando ceñudo la insignia bordada en la túnica roja. «No quiero ir». Odiaba a su padre por hacerlo ir. Metió una mano dentro de su túnica, buscando el objeto que había cogido secretamente antes de partir. Sus dedos rozaron el mango pulido del cuchillo, el cuchillo de mango de hueso de su padre, uno de sus tesoros.

Una pequeña sonrisa vengativa pasó por los labios de Juan. Su padre estaría furioso cuando descubriera la pérdida. No importaba. Para entonces Juan estaría a muchos kilómetros de Ingelheim y su padre no podría hacer nada. Era un pequeño triunfo, pero se aferraba a él en la angustia de su situación.

«¿Por qué no ha mandado a Juana?», se preguntaba furioso. Un negro rencor hervía dentro de él. «Todo es culpa de ella», pensaba. Por culpa de Juana había sufrido más de dos años de lecciones de Esculapio, aquel tedioso anciano irritable. Y en aquel momento lo llevaban a la escuela de Dorstadt en lugar de «ella». Oh, era a Juana a la que quería el obispo, de eso estaba seguro. Tenía que ser Juana. Ella era la inteligente, ella sabía latín y griego, ella leía a san Agustín cuando él ni siquiera había pasado de los salmos.

Podría haberle perdonado eso y más. Después de todo era su hermana. Pero había una cosa que no podía perdonarle: Juana era la favorita de su madre. Las había oído muchas veces, riéndose y susurrando juntas en sajón e interrumpirse bruscamente cuando él se presentaba. Creían que no las oía, pero él lo sabía. Mamá nunca hablaba la antigua lengua con él. «¿Por qué? —se preguntaba Juan con amargura por enésima vez—. ¿Creía que se lo diría a mi padre? Jamás, por ningún motivo, no me importaría lo que me hiciera, ni aunque me pegara».

«No es justo —se repetía—. ¿Por qué tiene que preferir a Juana? Yo soy su hijo varón y todo el mundo sabe que eso es mejor que una hija inútil». Juana ni siquiera era buena como chica. No podía hilar ni coser la mitad de bien que otras chicas de su edad. Y después estaba su interés por los libros, cosa que todo el mundo sabía que no era natural. Hasta mamá veía que ahí había algo que estaba mal. Los otros niños de la aldea siempre se burlaban de Juana. Era una vergüenza tener una hermana como ella; Juan habría renegado de ella con gusto, de haber podido.

Inmediatamente después de pensarlo sintió un pinchazo en la conciencia. Juana siempre había sido buena con él, lo había defendido cuando su padre se enfadaba, le había hecho el trabajo que él no podía entender. Le agradecía su ayuda (lo había salvado de muchos azotes), pero al mismo tiempo sentía rencor. Era humillante. Después de todo, él era el hermano mayor. «Él» era el que debía protegerla y no al revés.

Y en aquel momento, por culpa de ella, iba en la grupa del caballo de aquel extraño, hacia un sitio que no conocía y hacia una vida que no quería. Se imaginó su vida en la escuela, encerrado en un salón siniestro todo el día, rodeado de montones de aburridos y horrendos libros.

¿Por qué su padre no podía comprender que él no quería ir? «No soy Mateo; nunca serviré para estudiar los libros». No quería ser un estudioso ni un monje. Sabía lo que quería: ser un soldado, un soldado en el ejército del emperador, combatiendo para someter a las hordas paganas. La idea se la había dado Ulfert, el guarnicionero, que había ido con la tropa del conde Hugo en la campaña del viejo emperador contra los sajones. ¡Qué cuentos maravillosos contaba el viejo, sentado en su taller, olvidadas por un momento las herramientas, con los ojos encendidos con el recuerdo de aquella gran victoria! «Como los ruiseñores que vuelan sobre los viñedos de otoño picoteando las uvas —Juan recordaba cada palabra que había dicho el viejo Ulfert—, arrasamos la tierra, con un cántico sagrado en los labios, atravesando a los paganos escondidos en los bosques y los pantanos, hombres, mujeres y niños por igual. No hubo uno de nosotros cuya lanza o espada no quedara roja de sangre al terminar aquel día. Por la noche no había quedado un alma viva que no hubiera renunciado a su religión sin dios y que no hubiera jurado eterna obediencia a la fe verdadera». Y el viejo Ulfert le había enseñado la espada que le había quitado, todavía caliente, a uno de los paganos muertos. Su empuñadura brillaba con gemas de colores; la hoja era de un amarillo brillante. A diferencia de las espadas francas, que estaban hechas de hierro, aquella era de oro, un material inferior, explicaba Ulfert, sin la solidez ni el filo de las armas francas, pero bella de todos modos. El corazón de Juan se había emocionado al verla. El viejo Ulfert se la había prestado y Juan la había empuñado, sintiendo su peso. Su mano se ajustaba al mango con gemas como si hubiera sido hecha para él. Blandió la espada sobre la cabeza; cortaba el aire con un zumbido que llevaba el ritmo del canto de su sangre. Sabía que había nacido para ser un guerrero.

Se oían rumores de una nueva campaña en la primavera. Quizás el conde Hugo volvería a responder a la llamada del emperador. Si era así, Juan planeaba ir con él, dijera su padre lo que dijera. Pronto cumpliría catorce años, la edad de un hombre; muchos habían ido a combatir a aquella edad, incluso antes de cumplirla. Si fuera necesario se escaparía; pero iría.

Por supuesto, ahora sería más difícil si quedaba prisionero en la escuela de Dorstadt. ¿Llegarían hasta allá las noticias de la nueva batalla?, se preguntaba. Y si llegaran, ¿podría ir?

Pensar en las probabilidades lo entristecía, así que se lo quitó de la cabeza. Prefirió volver a su fantasía favorita. Estaba en la primera línea de la batalla, los estandartes plateados del conde brillaban frente a él, impulsándolo hacia delante. Perseguían a los paganos dispersos y derrotados que huían, desesperados, las mujeres con largas cabelleras rubias flotando al viento. Él corría detrás, blandiendo con gran habilidad su espada, cortando y matando, sin dar tregua, hasta que al fin se sometían a él arrepentidos de su ceguera y dispuestos a aceptar la luz.

Las comisuras de los labios de Juan se levantaron en una soñadora sonrisa. Mientras, el paso firme del caballo señalaba su avance por el bosque oscuro.

Se oyó un zumbido, seguido de un golpe sordo.

—¡Ughh!

El hombre del obispo se echó hacia atrás. Uno de sus hombros golpeó a Juan y lo arrancó de su ensueño.

—¡Eh! —protestó Juan, pero el hombre ya se caía y el peso de su cuerpo arrastraba irremediablemente a Juan de la silla.

Tocaron el suelo los dos al mismo tiempo. Juan cayó sobre el hombre, que quedó inmóvil. Cuando estiró una mano para buscar apoyo y levantarse sus dedos se cerraron alrededor de algo largo, redondo y suave.

Era una flecha con plumas amarillas. La punta estaba profundamente hundida en el centro del pecho del hombre.

Se puso de pie, con los sentidos alerta. De entre los árboles muy juntos al otro lado del sendero salió un hombre vestido con harapos. En las manos llevaba un arco y a la espalda una aljaba llena de flechas con plumas amarillas.

«¿Querrá matarme a mí también?».

El hombre fue hacia él. Juan miró a su alrededor, buscando una vía de escape. El bosque era más denso en aquella parte; si corría, podría eludir a su atacante.

El hombre ya estaba casi sobre él, lo bastante cerca para que Juan pudiera leer la amenaza en sus ojos.

Trató de salir corriendo, pero era demasiado tarde. El hombre lo cogió por el brazo. Juan luchó para liberarse, pero el hombre, una cabeza más alto que él y muy robusto, lo sostenía con fuerza, levantándolo ligeramente de modo que sus pies apenas si tocaban el suelo.

Juan recordó el cuchillo. Con la mano libre buscó dentro de la túnica: sus dedos encontraron el mango de hueso, lo cogieron. Lo sacó y con un movimiento rápido lo clavó en el cuerpo del hombre. Con un sentimiento de euforia lo sintió hundirse profundamente en la carne, hasta tocar un hueso, antes de que Juan lo retirara con un giro que haría más daño aún. El hombre lanzó un juramento y se llevó la mano al hombro herido, dejando libre a Juan.

El niño corrió por el bosque. Las ramas le desgarraban la ropa y la piel, pero siguió corriendo. Pese a la luna, estaba oscuro bajo el dosel de árboles. Por mirar hacia atrás para ver si lo perseguían tropezó con un haya de ramas bajas. Saltó hacia la más cercana, se colgó y empezó a trepar rápido; su cuerpo delgado y ágil se deslizaba expertamente entre las ramas y sólo se detuvo cuando éstas se hicieron demasiado pequeñas para soportar su peso. Allí esperó.

No hubo otro sonido que el suave rumor de las hojas. Dos veces gritó un búho y el eco sonó fantásticamente en la quietud. Después, Juan oyó pasos que avanzaban por el bosque. Aferró el cuchillo conteniendo el aliento, agradecido por tener su túnica parda que se perdía tan bien en la oscuridad de la noche.

Los pasos se acercaban más y más. Ya podía oír la respiración jadeante y desigual del hombre.

Los pasos se detuvieron justo debajo de él.

Juana salió de la silenciosa oscuridad del
grubenhaus
a la noche iluminada por la luna. Las formas de los objetos familiares flotaban de forma fantasmal, transformadas por las sombras. Se estremeció recordando historias de
Waldleuten
: espíritus del mal y
trolls
que habitaban la noche. Recogiendo los pliegues de su manto de rudo cáñamo gris avanzó en la oscuridad, observando el paisaje tan cambiado en busca del sendero que atravesaba el bosque. La luz era buena (sólo faltaban dos días para la luna llena) y al cabo de un momento pudo distinguir el viejo roble, hendido por el rayo, que señalaba la entrada del sendero. Corrió rápidamente hacia él a través del prado.

En el borde del bosque se detuvo. Estaba oscuro ahí dentro, la luna se filtraba en pálidos hilos entre los árboles. Miró atrás, a la casa. Bañada por la luna, rodeada por las huertas y los corrales, era sólida, cálida, familiar. Pensó en su cama cómoda, la manta probablemente todavía tibia por el calor de su cuerpo. Pensó en su madre, a quien ni siquiera había dicho adiós. Dio un paso hacia la casa y se detuvo. Todo lo que importaba, todo lo que quería, estaba en la otra dirección.

Entró en el bosque. Los árboles se cerraron sobre su cabeza. El sendero estaba sembrado de rocas y maleza, pero avanzó rápido. Había unos veinticinco kilómetros hasta la venta y tenía que llegar antes del alba.

Se concentró en mantener un paso firme. No era sencillo; en la oscuridad era fácil desviarse hacia el borde del sendero, donde las ramas le desgarraban la ropa y el cabello. El sendero se volvía más y más desigual; varias veces tropezó con rocas o raíces; una vez se cayó y se raspó las manos y las rodillas.

Después de varias horas, el cielo empezó a iluminarse sobre el techo de árboles. Se acercaba el alba. Juana estaba agotada, pero aceleró el paso, a medias caminando, a medias corriendo. Tenía que llegar antes de que se fueran. Era necesario.

Su pie izquierdo tropezó con algo. Trató de recuperar el equilibrio, pero iba demasiado rápido y cayó, extendiendo los brazos torpemente para protegerse la cara.

Se quedó quieta, sin aliento. Le dolía el brazo derecho donde una rama afilada la había raspado, pero por lo demás no parecía herida. Se sentó.

En el suelo, a su lado, había un hombre tendido boca abajo. ¿Dormía? No. Se habría despertado al caer ella sobre él. Lo cogió por el hombro y lo hizo girar. Los ojos muertos del emisario del obispo la miraron, con los labios congelados en una mueca. Su túnica roja estaba desgarrada y ensangrentada. Le faltaba el dedo medio de la mano izquierda.

Juana saltó poniéndose de pie.

—¡Juan! —gritó.

Revisó el bosque y el suelo de los alrededores, temerosa de lo que pudiera encontrar.

—Aquí. —Un punto de piel pálida apareció en la oscuridad.

—¡Juan!

Corrió hacia él y se abrazaron, apretándose con fuerza.

—¿Por qué estás aquí? —preguntó Juan—. ¿Padre viene contigo?

—No, te lo explicaré más tarde. ¿Estás bien? ¿Qué ha pasado?

—Nos atacaron. Un bandido, creo, que quería el anillo de oro del emisario. Yo iba sentado detrás de él cuando lo atravesó la flecha.

Juana no dijo nada, pero lo apretó con más fuerza. Él se separó.

—Pero yo me defendí. —Los ojos le brillaban con un extraño entusiasmo—. Cuando me atacó lo herí con esto. —Enseñó el cuchillo de caza con mango de hueso del canónigo—. Le di en el hombro, me parece. De todas formas, pude salir corriendo.

Juana miraba el cuchillo manchado de sangre.

—¿El cuchillo de nuestro padre?

La expresión de Juan se volvió sombría.

—Sí, se lo quité. ¿Por qué no? Me obligó a irme… Y yo no quería.

—Está bien —dijo Juana—. Guárdalo. Debemos darnos prisa si queremos llegar a la venta antes del alba.

—¿La venta? Pero ahora no tengo que ir a Dorstadt. Después de lo que ha pasado… —Señaló con la cabeza en dirección al emisario muerto—, puedo irme a casa.

—No, Juan. Piensa. Ahora que nuestro padre conoce las intenciones del obispo, no te permitirá quedarte en casa. Encontrará algún modo de llevarte a la escuela, aunque tenga que hacerlo él mismo. Además… —señaló el cuchillo—, para cuando regresáramos ya habría descubierto que le robaste eso.

Juan pareció sobresaltado. Claro que no lo había pensado.

—Todo saldrá bien. Yo estaré contigo y te ayudaré. Ven.

Cogidos de la mano, bajo un cielo que se iluminaba rápidamente, los dos niños fueron rumbo a la venta, donde los hombres del obispo estaban esperando.

Siete

Cuando llegaron a la venta, el sol apenas asomaba por el horizonte, pero los hombres del obispo ya estaban despiertos, esperando con impaciencia el regreso de su compañero. Cuando Juan y Juana les dijeron que estaba muerto, los hombres sospecharon algo. Cogieron el cuchillo con mango de hueso de Juan y lo examinaron cuidadosamente. Juana dio gracias mentalmente por haber tenido la precaución de lavarlo en un arroyo del bosque, eliminando todo rastro de sangre. Los hombres fueron a caballo en busca del cuerpo de su compañero y llevaron a los niños con ellos; el descubrimiento de la flecha de plumas amarillas confirmó su versión. Pero ¿qué debían hacer con el cuerpo? No tenía sentido transportarlo hasta Dorstadt, en un viaje de quince días, con el sol de la primavera haciendo tan cálidos los días. Al final lo enterraron en el bosque, señalando el sitio con una tosca cruz de madera. Juana pronunció una plegaria sobre la tumba, cosa que impresionó a los hombres que, al igual que su compañero difunto, no sabían latín. Como la idea con la que habían ido era escoltar a una niña, al principio no quisieron llevar a Juan.

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