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Authors: Donna Woolfolk Cross

Tags: #Histórico, Romántico

La Papisa (41 page)

BOOK: La Papisa
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Yo… yo… —Mamerto miró hacia arriba, buscando las palabras—. Hice una donación, una muy generosa donación, al altar de san Servando para acelerar el éxito de la empresa.

—Entonces estás bendecido —dijo Sergio—. Esa caridad tiene su propia recompensa porque sufrirás menos en la vida eterna.

—Pero…

—Tienes nuestra gratitud, Mamerto, por llamar nuestra atención sobre el mal estado en que se encuentra el Orfanato. Restaurarlo será nuestra ocupación inmediata.

La boca de Mamerto se abrió y cerró varias veces como la de un pez fuera del agua. Con una última mirada furiosa a Benedicto, salió del recinto.

Sergio le dirigió un guiño a Juana, quien sonrió a su vez.

Benedicto captó aquel intercambio. «Así que ahí está el secreto», pensó. Se reprendió a sí mismo por no haberlo notado antes. Era la época del año más provechosa para él, con la corte pontificia en sesión constante; había estado tan ocupado que no había prestado atención suficiente al grado de influencia que el curita extranjero había adquirido sobre su hermano.

«No importa —se dijo—. Lo que está hecho puede deshacerse. Todo hombre tiene su debilidad». Sólo se trataba de descubrir cuál era.

Juana iba deprisa por el corredor rumbo al triclinio. Como médico personal de Sergio se esperaba que cenara a su mesa, un privilegio que le permitía mantener bajo estricta vigilancia todo lo que el papa comía y bebía. Su estado de salud distaba mucho de ser bueno; el exceso de indulgencia podía provocar otro ataque de gota.

—¡Juan Ánglico!

Al volverse vio a Arighis, el
vicedominus
o mayordomo del palacio, que iba hacia ella.

—Una mujer está gravemente enferma en el Transtiberino; te llaman a atenderla.

Juana suspiró. Aquella semana ya la habían llamado tres veces a tales tareas. La noticia de la curación del papa Sergio se había difundido por la ciudad. Para gran preocupación de los miembros de la sociedad de médicos, los servicios de Juana como médico tenían gran demanda.

—¿Por qué no envías a un médico de la sociedad? —sugirió.

Arighis hizo un gesto de impaciencia. No estaba acostumbrado a que se replicara a sus órdenes: como
vicedominus
era su derecho y su deber ejercer control sobre todas las cuestiones relacionadas con el personal del papa, hecho que aquel insolente joven extranjero no parecía entender.

—Ya prometí que irías tú.

Juana se irritó por aquel tono de autoridad; en cuanto médico personal de Sergio, no estaba, estrictamente hablando, bajo órdenes de Arighis. Pero la cuestión no tenía tanta importancia como para discutir por ella y una llamada urgente de ayuda debía ser respondida, por inoportuno que fuera el momento.

—Muy bien —accedió—. Iré a buscar mi bolsa de medicamentos.

Al llegar a la dirección indicada Juana se encontró ante una gran residencia, del tipo de una vieja
domus
romana. Un sirviente la llevó a través de una serie de patios conectados y un jardín hasta una cámara interna profusamente decorada con mosaicos de colores brillantes, conchas de estuco y pinturas en perspectiva que creaban la ilusión de vistas distantes y salones inexistentes. El fantástico ámbito estaba impregnado de un olor dulce, que recordaba el de las manzanas maduras. En el otro extremo de la puerta había una gran cama de plumas, rodeada de cirios encendidos como un altar. En medio de la cama había una mujer lánguidamente acostada.

Era la mujer más hermosa que Juana había visto, más hermosa que Richild, más hermosa incluso que su madre, Gudrun, de quien Juana había creído hasta aquel momento que era la mujer más bella de la creación.

—Soy Marioza. —La voz de la mujer era miel líquida.

—Se… señora —tartamudeó Juana, asombrada ante tanta perfección—. Soy Juan Ánglico y vengo por tu llamada.

Marioza sonrió complacida con el efecto que causaba.

—Acércate, Juan Ánglico —pidió la voz de miel—. ¿O quieres examinarme desde ahí?

El olor de manzana se hacía más fuerte cerca de la cama. «Conozco ese olor», pensó Juana. Pero por el momento no lograba determinar qué era.

Marioza le tendió una copa de vino.

—¿No quieres beber a mi salud?

Por cortesía, Juana bebió, vaciando la copa según la costumbre. Desde cerca Marioza era más bella aún, su piel un marfil sin marcas, los ojos eran muy grandes, el iris, un círculo bordeado del violeta más intenso que se oscurecía hasta un negro de ébano en el centro.

«Demasiado grandes», comprendió de pronto Juana. Una dilatación tal de los ojos era decididamente anormal. La observación clínica rompió el hechizo de la belleza de Marioza.

—Dime, señora —preguntó dejando la copa—, ¿qué mal te aqueja?

—Tan apuesto —suspiró ella—, ¿y tan serio?

—Quiero ayudarte, señora. ¿Qué problema te hizo llamarme con tanta urgencia?

—Ya que insistes —dijo Marioza con una mueca de niña mimada—, es el corazón.

«Un problema inusual para una mujer de su edad», pensó Juana; Marioza no podía tener más de veintidós años. Es cierto que había antecedentes de niños nacidos bajo el signo de una mala estrella con un gusano en el corazón y cada aliento de su breve existencia era un tormento y una lucha. Pero los que sufrían de tales aflicciones no tenían el aspecto de Marioza, cuya persona, aparte de aquellos ojos misteriosamente dilatados, irradiaba buena salud.

Le cogió una muñeca para tomarle el pulso: era fuerte y regular. Le examinó las manos. El color era bueno y bajo las uñas la piel se veía rosada. Al contacto, la piel se recomponía sin marcas o decoloración. Examinó las piernas y pies de Marioza con igual cuidado, sin encontrar señales de necrosis; por todas partes, la circulación parecía saludable y fuerte.

Marioza seguía tendida en los almohadones mirándola con ojos medio cerrados.

—¿Buscas mi corazón? —bromeó—. No lo encontrarás ahí, Juan Ánglico. —Se entreabrió la túnica de seda y aparecieron un par de perfectos pechos de marfil.

«¡Benedícite!», pensó Juana. Aquélla debía de ser la legendaria Marioza, la más celebrada hetaira, o cortesana, de toda Roma. Se decía que entre sus clientes estaban algunos de los hombres más importantes de la ciudad. «Está tratando de seducirme», comprendió. Lo absurdo de la idea la hizo sonreír.

Malinterpretando la sonrisa de Juana, Marioza se envalentonó. Aquel cura no sería tan difícil de seducir como le había dicho Benedicto cuando le pagó por sus servicios con este fin. Cura o no, Juan Ánglico era de todos modos un hombre y no había nacido el hombre que pudiera resistírsele.

Con estudiado desinterés Juana se concentró en su examen. Tocó los costados de Marioza buscando costillas golpeadas; el dolor en aquellos sitios solía tomarse por problemas del corazón. Marioza no parpadeó ni manifestó signo alguno de molestia.

—Qué buenas manos tienes —ronroneó, torciéndose de tal modo que resaltaran las curvas de su cuerpo— Qué manos tan buenas y fuertes.

Juana dio un salto.

—¡La manzana de Satán!

«Qué típico de un cura —pensó Marioza—, que hable de pecado en un momento así». Bueno, no era el primer cura que trataba; sabía qué hacer con aquellas crisis de conciencia de último momento.

—No reprimas tus emociones, Juan, porque son naturales y vienen de Dios. ¿No está escrito en la Biblia: «Los dos se volverán una carne»? —En realidad, Marioza no estaba segura de que la frase estuviera en la Biblia, pero lo consideraba probable; se la había dicho, en circunstancias muy similares, un arzobispo— Además —añadió—, nadie sabrá nunca lo que pase aquí entre nosotros salvo nosotros mismos.

Juana sacudió la cabeza con vehemencia.

—No me refería a eso. El olor en el cuarto… es mandrágora… y a veces se la llama «la manzana de Satán». —El fruto amarillo era un narcótico; eso explicaba que los ojos de Marioza estuvieran tan dilatados—. Pero ¿de dónde viene el olor? —Juana olió una vela cerca de la cama—. ¿Qué haces mezclando su jugo con la cera de la vela?

Marioza suspiró. Había visto reacciones parecidas antes en otros prelados vírgenes. Tímidos e inseguros, trataban de desviar la conversación a un campo más seguro.

—Ven —le dijo—, olvídate de las pociones. Hay modos mejores de pasar el tiempo. —Pasó la mano por la túnica de Juan Ánglico buscando sus partes íntimas.

Anticipándose a su juego Juana dio un paso atrás. Sopló la vela y cogió las manos de Marioza con firmeza.

—Escúchame, Marioza. La mandrágora… Tú la usas por sus cualidades afrodisíacas, lo sé. Pero debes tener cuidado porque sus emanaciones son venenosas.

Marioza frunció el ceño. Aquello no marchaba de acuerdo con el plan. De algún modo debía alejar a aquel hombre de sus pensamientos profesionales.

Oyó pasos en el corredor. No había tiempo para la persuasión. Se cogió el borde superior de la túnica con ambas manos y con un fuerte movimiento la desgarró hasta abajo.

—¡Oh! —gimió—, ¡me viene un dolor! Escucha. —Cogió la cabeza de Juana y la acercó con firmeza a su pecho.

Juana trató de apartarse, pero Marioza la retenía con todas sus fuerzas.

—Oh, Juan. —Su voz ahora era pura miel—. ¡No puedo resistirme a la fuerza de tu pasión!

La puerta se abrió de golpe. Una docena de guardias papales irrumpieron en el cuarto y asieron a Juana de los brazos, levantándola con violencia de la cama.

—Bueno, padre, es una extraña clase de comunión —dijo burlándose el jefe de los guardias.

Juana protestó.

—Esta mujer está enferma; me hicieron venir aquí para atenderla.

El hombre se rió.

—Sé que muchas mujeres han sido curadas de su esterilidad con ese remedio.

Se oyó un estallido de risas roncas. Juana le dijo a Marioza:

—Diles la verdad.

Marioza se encogió de hombros y la túnica desgarrada se deslizó por su cuerpo.

—Nos vieron. ¿Por qué negarlo?

—¡No eres el primero, cura! —se burló uno de los guardias—. La cantidad de amantes de Marioza llenaría el Coliseo hasta reventarlo.

Hubo otra explosión de carcajadas a las que se unió Marioza.

—Vamos, padre. —El jefe de la guardia cogió a Juana por el brazo, llevándola hacia la puerta.

—¿Adónde me lleváis? —preguntó Juana, aunque sabía la respuesta.

—A Letrán. Responderás ante el papa por esto.

Juana se liberó de su mano. Le dijo a Marioza:

—No sé por qué has hecho esto, o para quién, pero te advierto, Marioza: no lo apuestes todo en favor de los hombres porque resultarán tan fugitivos como tu belleza.

La risa de Marioza murió en sus labios.

—¡Bárbaro! —le dijo con desdén.

En medio de un coro de risas se llevaron a Juana del cuarto.

Flanqueada por los guardias, Juana caminó en silencio a través de las calles oscuras. No podía odiar a Marioza. Juana podría haber terminado como ella, si el destino no la hubiera conducido por otro camino. Las calles de Roma estaban llenas de mujeres que se ofrecían por no más que el precio de una comida. Muchas habían ido a la Ciudad Santa como piadosas peregrinas y hasta como monjas; al encontrarse sin abrigo ni medios de comprar el pasaje de vuelta, se entregaban a la alternativa más fácil. El clero atronaba contra aquellas «siervas del demonio» desde la seguridad de sus púlpitos. Mejor morir castamente, decían, que vivir en pecado. «Pero es que ellos nunca han conocido el hambre», pensaba Juana.

No, la culpa no era de Marioza; ella era sólo un instrumento. «Pero entonces, ¿de quién? ¿Quién gana desacreditándome?».

Enodio y los otros miembros de la sociedad de médicos eran realmente capaces de algo así. Pero seguramente habrían preferido desacreditarla en cuestiones de medicina, no de moral.

«Y si no son ellos, ¿quién?». La respuesta se le ocurrió de inmediato: «Benedicto». Desde el caso del Orfanato desconfiaba de ella, celoso de su influencia sobre su hermano. Le bastó comprenderlo para sentirse más animada; al menos sabía quién era el enemigo. Y no dejaría que Benedicto se saliera con la suya. Claro que era el hermano de Sergio, pero ella era su amiga; y le haría ver la verdad.

Al llegar a Letrán, Juana se alarmó al ver que los guardias la conducían más allá del triclinio, donde Sergio cenaba con los otros altos funcionarios de la corte papal, y la llevaban rumbo a los aposentos de Benedicto.

—Bien, bien, ¿qué tenemos aquí? —dijo en tono burlón Benedicto cuando Juana y los guardias entraron—. ¿Juan Ánglico rodeado por guardias como un vulgar ladrón? —Se dirigió al jefe de la guardia—: Habla, Tarasio, y dime la naturaleza del crimen de este cura.

—Mi señor, lo apresamos en el cuarto de la puta Marioza.

—¡Marioza! —Benedicto puso un gesto de seria reprobación.

—Lo hallamos en la cama de la mujer, abrazado a ella —añadió Tarasio.

—Fue una trampa —dijo Juana—. Me llamaron con el falso pretexto de que Marioza necesitaba un médico. Ella notó que los guardias se acercaban y me atrajo contra su pecho inmediatamente antes de que entraran.

—¿Esperas que crea que te pudo dominar una mujer? ¡Qué vergüenza, falso cura!

—La vergüenza es tuya, Benedicto, no mía —respondió Juana con vehemencia—. Tú lo has dispuesto todo para desacreditarme. Has hecho que Marioza me llamara con el pretexto de que estaba enferma y has mandado a los guardias sabiendo que nos encontrarían juntos.

—Lo admito.

Aquello desarmó a Juana.

—¿Confiesas tu engaño?

Benedicto cogió una copa de vino y bebió saboreándolo.

—Sabiéndote poco casto y como no quería que mi hermano saliera perjudicado por su confianza en ti, busqué pruebas de tu perfidia, eso es todo.

—Soy casto y no tienes razones para pensar otra cosa.

—¿Casto? —se burló Benedicto—. Dime otra vez dónde lo hallaste, Tarasio.

—Mi señor, estaba con la mujer en la cama y ella estaba desnuda en sus brazos.

—Vaya, vaya. Piensa lo que sentirá mi hermano al oír un testimonio semejante… tanto más cuanto que ha puesto en ti su confianza.

Por primera vez, Juana comprendió lo grave de su situación.

—No hagas eso —dijo—. Tu hermano me necesita porque no está fuera de peligro todavía. Sin adecuada atención médica, sufrirá otro ataque… y el próximo podría matarlo.

—Enodio se ocupará de mi hermano de ahora en adelante —respondió Benedicto en tono cortante—. Tus manos pecadoras ya han hecho bastante daño.

—¿«Yo» le he hecho daño? —La ira hizo que Juana perdiera el poco control que le quedaba—. ¿Te atreves a decir eso, tú que has sacrificado a tu hermano por tu envidia y codicia?

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