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Authors: Donna Woolfolk Cross

Tags: #Histórico, Romántico

La Papisa (36 page)

BOOK: La Papisa
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Sus esfuerzos fueron interrumpidos por el regreso del abad Rabano. Poco después de su llegada, llamó a Juana a su despacho y la recibió con severa desaprobación.

—El canon de la misa es sagrado. ¿Cómo te has atrevido a mancillarlo?

—Padre, el cambio es sólo en la forma no en la sustancia. Y creo que está salvando vidas.

Juana empezó a explicar lo que había observado, pero Rabano no la dejó hablar.

—Esas observaciones son inútiles porque no provienen de la fe sino de los sentidos físicos, en los que no se debe confiar. Son herramientas del demonio con las que aparta a los hombres de Dios y los hace caer en las trampas del intelecto.

—Si Dios no hubiera querido que observáramos el mundo material —replicó Juana—, ¿por qué nos dio ojos para ver, oídos para oír, una nariz para oler? No puede ser pecado usar los dones que Él mismo nos ha dado.

—Recuerda las palabras de san Agustín: «La fe nos hace creer lo que no vemos».

Juana respondió al instante.

—Agustín también dice que no podríamos creer si no tuviéramos raciocinio. No habría querido que despreciáramos lo que nos indican los sentidos y la razón.

Rabano gruñó. Su intelecto estaba hecho en un molde rígidamente convencional y sin imaginación, por lo que le disgustaba el intercambio de razonamientos y prefería el campo más seguro de la autoridad.

—«Recibe el consejo de tu padre y obedécelo» —citó sentenciosamente—. Regresa a Dios por el camino difícil de la obediencia porque lo has ofendido siguiendo tu propia voluntad.

—Pero padre…

—¡Basta, he dicho! —exclamó Rabano. Su rostro estaba lívido—. Juan Ánglico, a partir de este momento quedas relevado de tus deberes de sacerdote. Aprenderás a ser humilde volviendo a la enfermería, donde ayudarás al hermano Odilón, sirviéndole con debida y verdadera obediencia.

Juana quiso hablar, pero lo pensó mejor y no lo hizo. Rabano había sido llevado hasta su límite; más discusión la pondría en grave peligro. Con gran fuerza de voluntad inclinó la cabeza.

—Como mandéis, padre abad.

Reflexionando más tarde sobre lo que había sucedido, Juana comprendió que Rabano tenía razón; ella había sido orgullosa y desobediente. Pero ¿para qué servía la obediencia si otros sufrían por ella? La
inctintio
estaba salvando vidas: estaba segura de eso. Pero ¿cómo podría convencer al abad? Él no toleraría más discusión de su parte. Pero podía ser persuadido por el peso de la autoridad vigente. De modo que ahora, además del
opus Dei
y sus deberes en la enfermería, Juana añadió horas de estudio en la biblioteca, buscando algo en los textos de Hipócrates, Oribasios y Alejandro de Tralles, cualquier cosa que pudiera apoyar su teoría. Trabajó con constancia, durmiendo sólo dos o tres horas por noche aun a riesgo de llegar al agotamiento.

Un día, revisando una sección de Oribasios, encontró lo que necesitaba. Estaba copiando el pasaje crucial en traducción cuando empezó a sentir dificultades para escribir: le dolía la cabeza y no podía sostener la pluma con firmeza. Lo interpretó como consecuencia natural del poco sueño y siguió trabajando. Hasta que la pluma inexplicablemente se le escapó de la mano y rodó por la página, manchando de tinta el pergamino. «Maldita suerte —pensó—. Tendré que borrar y empezar de nuevo». Trató de coger la pluma, pero los dedos le temblaban tanto que no pudo hacerlo.

Se puso de pie cogiéndose del borde del pupitre para combatir el mareo. Fue tambaleándose hacia la puerta y logró salir antes de que una arcada la doblara por la cintura y la obligara a ponerse a cuatro patas en el suelo; vomitó todo lo que tenía en el estómago.

De algún modo logró arrastrarse hasta la enfermería. El hermano Odilón la hizo acostar en una cama vacía y le puso la mano en la frente. Ella sintió la mano fría como el hielo y parpadeó de sorpresa.

—¿Te has lavado con agua fría?

El hermano Odilón negó con la cabeza.

—Mis manos no están frías, hermano Juan. Eres tú el que arde de fiebre. Me temo que la peste te ha atacado.

«¡La peste! —pensó aturdida Juana—. No, no puede ser. Estoy cansada, eso es todo. Bastará con que descanse un rato…»

El hermano Odilón le puso un trozo de tela mojado en agua de rosas sobre la frente.

—Ahora quédate quieto mientras mojo unas telas. No tardaré.

Su voz parecía llegar de muy lejos. Juana cerró los ojos. Sentía la frialdad del trapo contra la piel. Le reconfortaba quedarse quieta con aquel aroma dulce envolviéndola, hundiéndose pacíficamente en una oscuridad que se agradecía.

De pronto abrió los ojos. El paso siguiente era cubrirla con telas mojadas para bajar la fiebre. Para ello tendrían que desnudarla.

Tenía que impedirlo. Pero comprendió que por más que se resistiera (y en sus condiciones no podría presentar batalla) sus protestas serían descartadas como meros delirios de la fiebre.

Se sentó y sacó los pies de la cama. De inmediato volvió el dolor en la cabeza, intenso y persistente. Fue hacia la puerta. El cuarto giraba de manera vertiginosa, pero trató de seguir adelante y salir. Fue directamente hacia el portal de salida. Respiraba con fuerza, para mantenerse firme cuando pasara por delante de Hatto, el portero. Éste la miró con curiosidad, pero no hizo nada por detenerla. Una vez fuera, fue directa hacia el río.

«Benedícite». El pequeño bote de la abadía estaba allí amarrado con una cuerda a una rama. Lo desató y subió a él, empujando desde la orilla para ponerlo en marcha. Cuando el bote se hubo alejado unos metros, se dejó caer en su interior.

Durante un largo rato el bote quedó flotando inmóvil en el agua. Entró en una corriente que lo giró antes de comenzar a correr río abajo.

El cielo giraba lentamente retorciendo las altas nubes blancas de formas exóticas. Un sol rojo oscuro tocaba el horizonte y sus rayos quemaban más que el fuego la cara de Juana y le agostaban los ojos. Pero lo miraba fascinada, viendo cómo en sus bordes ardientes se formaban y disolvían formas humanas.

La cara de su padre flotaba frente a ella, una horrenda calavera sonriente desnuda de carne bajo la línea oscura de las cejas. La boca sin labios se abrió: Mulier!, gritó, pero no era la voz de su padre, sino la de su madre. La boca se abrió más y Juana vio que no era una boca sino una terrible puerta que se abría a una inmensa oscuridad. Al fondo de la oscuridad ardían fuegos, lanzando hacia arriba grandes columnas de llamas rojas y azules. Había gente dentro de las llamas y sus cuerpos se retorcían en grotescas máscaras de dolor. Uno de ellos miró a Juana. Con un estremecimiento reconoció los ojos azules y el pelo rubio sajón de la mujer. Su madre la llamaba tendiéndole los brazos. Juana fue hacia ella; de pronto el suelo cedió bajo sus pies y se sintió caer, caer hacia la horrible puerta abierta. ¡Mamaaaaaa!, gritaba al entrar entre las llamas…

Estaba en un campo cubierto de nieve. Villaris se alzaba a lo lejos y el sol fundía la nieve sobre sus tejados; las gotas que caían reflejaban la luz como millares de pequeñas gemas. Oyó el trueno de cascos de caballos y se volvió para ver a Geroldo, que iba hacia ella montando a
Pistis
. Corrió hacia él cruzando el campo; él llegó a su lado, se inclinó y la levantó. Ella se dejó coger, aliviada por encontrarse entre sus fuertes brazos. Estaba a salvo. Ya nada podía pasarle porque Geroldo no lo permitiría. Juntos cabalgaron hacia las torres de Villaris y los pasos del caballo se hacían cada vez más largos, la acunaban suavemente, la acunaban…

El movimiento había cesado. Juana abrió los ojos. Por encima del borde del bote, las copas de los árboles perfilaban sus siluetas negras e inmóviles contra el fondo del cielo crepuscular. El bote se había detenido.

Un murmullo de voces llegó de alguna parte pero Juana no entendía las palabras. Hubo manos que la sujetaron y la levantaron del bote. Oscuramente recordaba: no debía dejar que la cogieran, no mientras estuviera enferma, no debía dejar que la llevaran de vuelta a Fulda. Golpeó ferozmente con brazos y piernas. Oyó unas maldiciones lejanas. Hubo un breve dolor agudo en su mandíbula y después nada más.

Juana se alzaba lentamente de un mar de tinieblas. La cabeza le latía y tenía la garganta tan seca como si se la hubieran raspado. Se humedeció los labios resquebrajados, extrayendo pequeñas gotitas de sangre de las llagas. Tenía un fuerte dolor en la mandíbula. Hizo una mueca mientras los dedos tocaban un punto doloroso en la barbilla. «¿Dónde me he hecho esto? —se preguntó. Y luego, con más apremio—. ¿Dónde estoy?».

Permanecía echada en un colchón de plumas en un cuarto que no reconocía. A juzgar por la cantidad y calidad de los muebles, el dueño de la casa era próspero: además de la enorme cama en la que se hallaba, había bancos tapizados con telas suaves, una silla de respaldo alto cubierta con almohadones, una mesa larga, un pupitre y varios baúles y cofres finamente tallados. Cerca ardía el fuego de un hogar, con un par de troncos recién puestos; su aroma cálido apenas si empezaba a subir.

A poca distancia de ella había una mujer joven y robusta que le daba la espalda y estaba amasando. Terminó, se limpió la harina de la túnica y miró a Juana. Fue rápidamente hacia la puerta y llamó.

—¡Esposo! ¡Ven rápido! ¡Nuestra huésped se ha despertado!

Un joven de rostro tosco, alto y desgarbado como una cigüeña, entró corriendo.

—¿Cómo está? —preguntó.

«¿Nuestra?». Juana se sobresaltó al oír la palabra. Se miró y vio que no tenía puesto su hábito de monje; en su lugar tenía una túnica femenina de lino azul.

«Lo saben».

Se esforzó por levantarse de la cama, pero sentía los miembros pesados y a la vez débiles como agua.

—No debes moverte.

El joven le tocó el hombro devolviéndola a la postura acostada. Tenía un rostro agradable y honrado, con ojos redondos y azules como flores de aciano.

«¿Quién es? —se preguntó Juana—. ¿Le dirá lo que sabe al abad y a los otros o ya se lo habrá dicho?, ¿soy una huésped como han dicho o una prisionera?».

—Tengo… sed —dijo en un gemido.

El joven metió una copa en un cubo de madera junto a la cama y la retiró llena de agua. La acercó a los labios de Juana y la fue inclinando con cuidado, de modo que un delgado hilo le entrara por la boca.

Juana cogió la copa y la inclinó para beber más rápido. El líquido frío era más dulce que cualquier otra cosa que hubiera saboreado en su vida.

El joven le advirtió:

—Será mejor no beber demasiado rápido. Hace más de una semana que no tomas nada más que unas pocas cucharadas.

¡Más de una semana! ¿Tanto tiempo había estado allí? No podía recordar nada después de haber subido al pequeño bote.

—¿Do… dónde estoy? —tartamudeó con voz ronca.

—Estás en la propiedad del señor Riculf, a ochenta kilómetros río abajo de Fulda. Encontramos tu bote enganchado a unas ramas en la orilla. Estabas medio loca de fiebre. Enferma como estabas, luchaste por impedir que te sacáramos del bote.

Juana se tocó el punto doloroso en la barbilla. El joven sonrió.

—Lo siento. No había modo de razonar contigo en las condiciones en que estabas. Pero puedes consolarte pensando que diste tanto como recibiste. —Se levantó una manga y enseñó un gran cardenal cerca del hombro derecho.

—Me has salvado la vida —dijo Juana—. Gracias.

—No fue nada. Sólo una justa devolución de lo que hiciste por mí y los míos.

—¿Yo… te conozco? —preguntó ella sorprendida.

El joven sonrió.

—Supongo que he cambiado bastante desde que nos vimos la última vez. Entonces sólo tenía doce años. A ver… —Empezó a mover las manos usando el método clásico de contar de Beda—. Eso fue hace seis años. Seis años por trescientos sesenta y cinco días… vaya, son… ¡dos mil ciento noventa días!

Los ojos de Juana se abrieron al reconocerlo.

—¡Arn! —exclamó, y se fundieron en un abrazo.

No hablaron más aquel día porque Juana se sentía muy débil y Arn no quería que se agotara. Tras tomar unas cucharadas de caldo se durmió inmediatamente.

Al día siguiente, cuando se despertó, se sentía más fuerte y, lo que era más alentador, con hambre. Mientras desayunaba un plato de pan y queso en compañía de Arn, escuchaba atentamente el relato que éste hacía de todo lo que había pasado desde la última vez que se habían visto.

—Como predijiste, el abad quedó tan contento con nuestro queso que nos aceptó como
prebendarii
, prometiéndonos una buena renta a cambio de cien libras de queso anuales. Pero eso ya debes saberlo.

Juana asintió. El extraordinario queso azul de aspecto repelente y sabor exquisito se había vuelto algo corriente en las mesas del refectorio. Los invitados de la abadía, tanto laicos como monjes, quedaban tan impresionados con su calidad que había cada vez más demanda en toda la región.

—¿Cómo está tu madre? —preguntó.

—Muy bien. Volvió a casarse con un buen hombre, un granjero con rebaño propio, cuya leche usamos para hacer más queso. Su comercio crece día a día y son felices y prósperos.

—No menos que tú. —Con un gesto del brazo Juana señaló la casa amplia y elegante.

—Mi buena fortuna te la debo a ti —dijo Arn—. Porque en la escuela de la abadía aprendí a leer y a hacer números, cosas que vinieron muy bien cuando nuestro negocio creció y fue necesario llevar las cuentas. Cuando se enteró de mis habilidades, lord Riculf me nombró su mayordomo. Administro su propiedad aquí y la protejo contra cazadores y pescadores furtivos; por eso te encontré en el bote.

Juana sacudió la cabeza pensativamente, recordando cómo eran Arn y su madre hacía seis años, cuando vivían en una cabaña miserable, eran tan pobres como los colonos y al parecer estaban condenados a una vida de hambre. Pero Magdalena se había vuelto a casar, era una próspera comerciante y su hijo el mayordomo de un poderoso señor. «
Vitam regit fortuna
» —pensó Juana—. Al parecer, es cierto: el azar gobierna la vida humana… la mía tanto como cualquier otra».

—Ésta —dijo Arn con orgullo— es mi esposa, Bona, y nuestra hija, Arnalda.

Bona era una bonita joven de ojos risueños y sonrisa fácil, más joven que su esposo, de diecisiete años como máximo. Ya era madre y su vientre abultado revelaba que estaba embarazada otra vez. Arnalda era un querubín, toda ojos azules, cabello rubio rizado y mejillas rosadas; completamente adorable. Sonreía a Juana formando hoyuelos.

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