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Authors: Donna Woolfolk Cross

Tags: #Histórico, Romántico

La Papisa (37 page)

BOOK: La Papisa
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—Una hermosa familia —dijo Juana.

Arn le hizo un gesto a su esposa para que se acercara.

—Ven y saluda a… —Vaciló—. ¿Cómo debo llamarte? «Hermano Juan» no parece correcto, sabiendo… lo que sabemos.

—Juana. —La palabra le sonaba a la vez extraña y conocida—. Llamadme Juana, que es mi verdadero nombre.

—Juana —repitió Arn, complacido por aquella prueba de confianza—. Dinos, entonces, si puedes, cómo es que llegaste a vivir entre los benedictinos de Fulda porque parece algo imposible. ¿Cómo lo lograste? ¿Qué te llevó allí? ¿Alguien más sabe tu secreto? ¿Nadie lo ha sospechado?

Juana comenzó a reír.

—Veo que el tiempo no ha saciado tu curiosidad.

No valía la pena engañarlo. Le contó toda su historia, desde su poco ortodoxa educación en la escuela de Dorstadt hasta sus años en Fulda y su llegada al sacerdocio.

—Así que los monjes no lo saben —dijo Arn pensativo cuando ella hubo terminado—. Creíamos que quizás habías sido descubierta y obligada a huir… ¿Te propones volver, entonces? Puedes hacerlo. Yo me dejaría torturar hasta la muerte antes que revelar tu secreto.

Juana sonrió. Pese a la apariencia adulta de Arn, seguía siendo en buena medida el niño que ella había conocido.

—Afortunadamente, no hay necesidad de hacer ese sacrificio —dijo—. Escapé a tiempo; los hermanos no tienen por qué sospechar de mí. Pero… no estoy segura de que quiera volver.

—¿Qué harás entonces?

—Una buena pregunta —dijo Juana—. Una muy buena pregunta en realidad. Por el momento no sé la respuesta.

Arn y Bona se ocupaban de ella como un par de madres solícitas y se negaron a dejarla levantar en varios días más.

—No estás del todo bien aún —insistían.

Juana tuvo que resignarse a sus cuidados. Pasaba las largas horas enseñando a la pequeña Arnalda las letras y los números. Pequeña como era, la niña tenía la aptitud de su padre para aprender y respondía con avidez, contenta de la atención que le prestaba una visitante tan poco habitual.

Cuando, al final del día, llevaban a Arnalda a su cama, Juana se quedaba contemplando el futuro con inquietud. ¿Debía volver a Fulda? Había pasado en la abadía casi doce años, había crecido entre sus muros y le resultaba difícil imaginarse viviendo en otra parte. Pero había que hacer frente a la realidad; tenía veintisiete años y ya había pasado el cénit de su vida. Los hermanos de Fulda, agotados por el duro clima, por la dieta rigurosa y los cuartos fríos del monasterio, rara vez pasaban de los cuarenta años; el hermano Deodato, el decano de la comunidad, tenía cincuenta y cuatro. ¿Cuánto tiempo podría ella resistir a los avances del tiempo?, ¿cuánto tiempo podría pasar sin que volviera a caer enferma y tuviera que correr el riesgo de delatarse y morir?

Y además, tenía que tener en cuenta al abad Rabano. Estaba firmemente contra ella, y no era la clase de hombre que cambia de posición. Si volvía, no sabía a qué durezas y castigos tendría que hacer frente.

Su espíritu clamaba por un cambio. No había un solo libro en la biblioteca de Fulda que no hubiera leído, ni una grieta en el techo liso del dormitorio que no conociera de memoria. Desde hacía años ya no se despertaba por la mañana con la feliz esperanza de que pudiera suceder algo nuevo e interesante. Quería explorar un mundo más amplio.

Pero ¿adónde ir? ¿De vuelta a Ingelheim? Ahora que mamá estaba muerta no había nada que le interesara allí. ¿Dorstadt? ¿Qué esperaba encontrar? ¿A Geroldo, todavía esperando, conservando su amor por ella después de todos aquellos años? Qué locura. Lo más probable era que se hubiera vuelto a casar y la súbita reaparición de Juana no le haría mucha gracia. Además, desde hacía mucho tiempo ella había elegido una vida diferente, una vida en la que el amor de un hombre no desempeñaba ningún papel.

No. Geroldo y Fulda debían quedar por igual en el pasado. Debía mirar con decisión hacia el futuro, fuera el que fuese.

—Bona y yo hemos pensado —dijo Arn— que deberías quedarte con nosotros. Sería bueno tener otra mujer en la casa para hacer compañía a Bona y ayudar en la cocina y la costura, especialmente ahora, con el bebé a punto de venir.

Su condescendencia resultaba irritante, pero la oferta era hecha con buenas intenciones por lo que Juana respondió con amabilidad.

—Sería mal negocio para vosotros, me temo. Siempre he sido una pésima costurera y no sirvo de nada en la cocina.

—Bona estaría encantada si pudiera enseñarte…

—La verdad es —interrumpió— que he vivido tanto tiempo como hombre que no podría ser una buena mujer otra vez… Si es que alguna vez lo fui. No, Arn… —Con un gesto hizo callar sus protestas—. La vida de hombre es la que me conviene. Aprecio demasiado sus ventajas para poder pasarme sin ellas.

Arn lo pensó un momento.

—Mantén tu disfraz entonces. No importa. Puedes ayudar en el jardín… ¡O enseñar a la pequeña Arnalda! Ya la has encantado con las lecciones y los juegos, como hiciste conmigo.

Era una oferta generosa. No podría pedir mayor comodidad y seguridad de la que encontraría en aquella familia feliz y próspera. Pero su mundo, cálido y abrigado, era demasiado pequeño para contener su renacido espíritu de aventura. No cambiaría unos muros por otros.

—Bendito seas, Arn, por tu buen corazón. Pero tengo otros planes.

—¿Cuáles?

—Tomaré el camino de los peregrinos.

—¿A Tours y a la tumba de san Martín?

—No —dijo Juana—. A Roma.

—¡Roma! —Arn quedó atónito—. ¿Estás loca?

—Ahora que la guerra ha terminado, otros harán la misma peregrinación.

Arn sacudió la cabeza.

—Mi señor Riculf me dice que Lotario no ha renunciado a la corona, a pesar de su derrota en Fontenoy. Ha huido al palacio imperial en Aquisgrán y está reclutando más hombres para cubrir las bajas que se hicieron en su ejército. Mi señor dice que ha tenido conversaciones incluso con los sajones, ofreciéndoles volver a la adoración de sus dioses paganos si pelean por él.

«Cómo se habría reído mamá —pensó Juana—, de un cambio tan inesperado de las cosas: un rey cristiano ofreciéndose a restaurar los antiguos dioses». Podía imaginarse lo que habría dicho su madre: que el dulce Dios mártir de los cristianos podía servir para la vida cotidiana, pero para ganar batallas había que recurrir a Thor y a Odín y a los demás dioses guerreros de su pueblo.

—No puedes ir con las cosas revueltas como están —dijo Arn—. Es demasiado peligroso.

En eso tenía razón. El conflicto entre los hermanos reales había dado como resultado un completo caos del orden civil. Los caminos se habían vuelto campo de acción de bandas de ladrones o fugitivos.

—Tendré la seguridad suficiente —dijo Juana—. ¿Quién querría nada de un sacerdote peregrino, sin nada de valor encima más que la túnica que lleva puesta?

—Algunos de esos demonios matarían por la tela de la túnica. ¡Te prohíbo ir sola! —Hablaba con una autoridad que no habría tenido si la hubiera seguido creyendo un hombre.

—Soy mi propio amo, Arn —respondió ella con energía—. Iré a donde quiera.

Reconociendo su error Arn retrocedió de inmediato.

—Al menos espera tres meses —sugirió—. Entonces vienen los mercaderes de especias. Viajan bien custodiados porque no corren riesgos con sus preciosas cargas. Con ellos podrás ir segura hasta Langres.

—¡Langres! No es la ruta más directa.

—No. Pero es la más segura. En Langres hay una posada para los peregrinos que se dirigen al sur; allí podrás encontrar un grupo de viajeros con los que podrás ir acompañada.

Juana meditó aquello.

—Es posible que tengas razón.

—Mi señor Riculf hizo la misma peregrinación hace unos años. Trazó un mapa de la ruta que siguió; lo tengo aquí.

Abrió un cajón, sacó un trozo de pergamino y lo desplegó cuidadosamente. Estaba oscurecido y resquebrajado, pero la tinta no se había desvanecido; las gruesas líneas seguían señalando claramente el camino de Roma.

—Gracias, Arn —dijo Juana— Haré lo que sugieres. Un retraso de tres meses no es demasiado. Así tendré más tiempo para estar con Arnalda; es muy inteligente y aprende bien sus lecciones.

—Entonces quedamos así. —Arn empezó a enrollar el pergamino.

—Me gustaría estudiar el mapa un poco más, si puedo.

—Tómate todo el tiempo que quieras. Voy a los corrales a supervisar la esquila. —Arn se marchó sonriendo, contento de haberla convencido de algo por lo menos.

Juana respiró profundamente llenándose los pulmones con los dulces olores de la primavera. Su espíritu se lanzaba a lo alto como un halcón al que se le quitaran las cadenas, liberado súbitamente a la milagrosa libertad del viento y el cielo. A aquella hora, los monjes de Fulda estarían reunidos en el interior oscuro de la sala capitular, sentados uno junto a otro en las gradas de piedra escuchando al hermano despensero hacer las cuentas de la abadía. Pero ella estaba allí, libre y sin trabas, con la aventura de toda una vida por delante.

En un rapto de euforia estudió el mapa. Había un buen camino ancho de allí a Langres. Después bajaba hacia el sur y pasaba por Besançon y Orbe, y a continuación, por el lago Saint Maurice, hasta Le Valais. Al pie de los Alpes había una posada conventual donde los peregrinos podían descansar y aprovisionarse para la difícil travesía del más frecuentado de los pasos alpinos. Una vez cruzados los Alpes, la línea ancha y recta de la Vía Franca cruzaba Aosta, Pavía y Bolonia, se introducía en la Toscana y terminaba en Roma.

«Roma». Las inteligencias más grandes del mundo se reunían allí; sus iglesias contenían tesoros indescriptibles; sus bibliotecas, la sabiduría acumulada de siglos. Seguramente allí, entre las tumbas sagradas de los apóstoles, Juana encontraría lo que estaba buscando. En Roma descubriría su destino.

Estaba acomodando la silla en la mula (Arn había insistido en que llevara una para el viaje) cuando la pequeña Arnalda fue corriendo desde la casa con su cabello rubio todavía revuelto por el sueño.

—¿Adónde vas? —Su carita de querubín tenía una preocupada expresión interrogativa.

Juana se arrodilló para que su cara quedara a la altura de la de la niña.

—A Roma —respondió—, la Ciudad de las Maravillas, donde vive el papa.

—¿Quieres al papa más que a mí?

Juana se rió.

—Nunca lo veré. Y no quiero a nadie más que a ti, pequeña perdiz. —Acarició el pelo suave de la niña.

—Entonces no te vayas. —Arnalda la abrazó—. No quiero que te vayas.

Juana la apretó contra su cuerpo. Sentía el calor del pequeño cuerpo de la niña llenándole los brazos y el corazón. «Yo podría haber tenido una niña como ésta, si hubiera escogido otro camino. Una niña a la cual abrazar y mimar… y a la cual instruir». Recordó la desolación que había sentido cuando Esculapio se había marchado. Le había dejado un libro para que siguiera aprendiendo. Pero ella, que había huido del monasterio con las manos vacías, no tenía nada que darle a la niña. Salvo…

Buscó dentro de la túnica y sacó el medallón que había llevado desde el día en que Mateo se lo había puesto al cuello.

—Esta es santa Catalina. Fue muy inteligente y muy fuerte, igual que tú.

Le contó la historia de santa Catalina. Al oírla, los ojos de Arnalda se pusieron redondos de admiración.

—¿Era una mujer e hizo todo eso?

—Sí. Y lo mismo puedes hacer tú si sigues trabajando. —Juana se quitó el medallón por encima de la cabeza y lo puso en el cuello de Arnalda—. Es tuyo ahora. Cuídalo por mí.

Arnalda apretó el medallón y su carita se torció esforzándose por no llorar.

Juana se despidió de Arn y Bona que habían salido a la puerta. Bona le dio un paquete con comida y un pellejo de cabra lleno de cerveza.

—Hay pan y queso, y algo de carne seca, suficiente para quince días; por entonces ya habrás llegado a la posada.

—Gracias —dijo Juana—. Nunca olvidaré vuestra amabilidad.

—Recuerda, Juana —dijo Arn—. Eres bienvenida aquí en cualquier momento. Ésta es tu casa.

Juana lo abrazó.

—Educa a la niña —dijo—. Es inteligente y tiene tanta sed de saber como tenías tú.

Montó en la mula. La pequeña familia la rodeaba y parecían tristes. Era su destino más constante, por lo visto, dejar atrás a los que amaba. Tal era el precio de la vida extraña que había elegido, pero había entrado en ella con los ojos abiertos y no ganaría nada con lamentarlo.

Puso la mula al trote. Tras despedirse por encima del hombro, volvió la cara hacia el camino del sur… hacia Roma.

Diecinueve

Roma, 844

Anastasio dejó la pluma y estiró los dedos para librarlos de los calambres. Con orgullo estudió la página que acababa de escribir: la última entrada en su obra maestra, el
Liber pontificalis
, o libro de los papas, un registro detallado de los papados de su tiempo.

Con gesto amoroso pasó la mano por el pergamino blanco que tenía delante. En aquellas páginas en blanco quedarían registrados los logros, los triunfos y la gloria de su propio papado.

¡Qué orgulloso estaría entonces Arsenio, su padre! Aunque la familia de Anastasio había acumulado muchos títulos y honores con el correr de los años, el trofeo final del trono papal se les había resistido. Una vez se pensó que Arsenio iba a lograrlo, pero el momento y las circunstancias habían conspirado contra él y la oportunidad pasó.

Ahora era el turno de Anastasio. Él debía vengar a su padre y lo haría, llegando a ser papa y obispo de Roma.

No inmediatamente, por supuesto. La ambición de Anastasio no lo había cegado al hecho de que su momento todavía no había llegado. Sólo tenía treinta y tres años, y su puesto de
primicerius
, aunque le daba mucho poder, era una posición demasiado secular para ascender de ella directamente al trono de san Pedro.

Pero su situación cambiaría pronto. El papa Gregorio estaba en su lecho de muerte. Una vez que el período formal de luto pasara, vendría la elección del nuevo papa, una elección cuyo resultado Arsenio había predeterminado con una hábil combinación de diplomacia, sobornos y amenazas. El siguiente papa sería Sergio, cardenal de la iglesia de San Martín, vástago débil y corrupto de una noble familia romana. A diferencia de Gregorio, Sergio era un hombre que entendía las cosas mundanas; sabría cómo expresar su gratitud a quienes lo ayudaran. Poco después de la elección de Sergio, Anastasio sería nombrado obispo de Castellum, una posición perfecta desde la cual ascender al trono papal cuando Sergio, a su vez, se fuera.

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