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Authors: Donna Woolfolk Cross

Tags: #Histórico, Romántico

La Papisa (17 page)

BOOK: La Papisa
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—Pero ¿cómo…? —Alzó los ojos con expresión interrogante.

—Lo que está escrito puede ser copiado —respondió él con sonrisa cómplice—. Por un precio. Un precio considerable, en este caso. El abad regateó mucho diciendo que tenía pocos copistas disponibles. Y de hecho llevó más de diez meses completar el trabajo. Pero aquí está. Y no pagué por él ni un denario más de lo que vale.

Los ojos de Juana brillaban mientras acariciaba la cubierta del libro. En todos sus meses en la escuela nunca se le había permitido trabajar con textos como aquél. Odón le prohibía absolutamente leer las grandes obras clásicas que se conservaban en la biblioteca de la catedral y la limitaba al estudio de los textos sagrados, que eran, decía, los únicos adecuados para su débil e impresionable inteligencia femenina. Por orgullo, ella no le había permitido ver cuánto le dolía esto. «Adelante, cierra tu biblioteca —pensaba en actitud desafiante—. No podrás cerrar mi espíritu». De todos modos la había enfurecido saber que se ponían fuera de su alcance aquellos tesoros del conocimiento. Geroldo había entendido su sentimiento; siempre parecía saber lo que ella pensaba o sentía. ¿Cómo podía no amarlo?

—Adelante —dijo Geroldo—. Y cuando hayas terminado hablaremos sobre lo que has leído. Te interesará mucho lo que contiene este libro.

Juana abrió los grandes ojos de asombro.

—¿Entonces, tú…?

—Sí, yo lo he leído. ¿Te sorprende?

—Sí. Quiero decir no… pero…

Las mejillas de Juana se pusieron rosadas mientras tartamudeaba buscando la respuesta. No imaginaba que él pudiera leer en latín. Era raro que los nobles y señores supieran leer y escribir. El mayordomo de la casa, hombre de letras, se encargaba de llevar las cuentas y mantener la correspondencia necesaria. Naturalmente, Juana había supuesto…

Geroldo se reía de la incomodidad de la niña.

—Está bien. No tenías por qué saberlo. Estuve unos años estudiando en la Escuela Palatina cuando vivía el viejo emperador Carlomagno.

—¡La Escuela Palatina!

El nombre era leyenda. De la escuela fundada por el emperador habían salido algunos de los mejores cerebros de la época. El gran Alcuino mismo había sido maestro en ella.

—Sí. Mi padre me envió con la intención de hacer de mí un erudito. El trabajo era interesante y lo disfruté bastante, pero era joven y no tenía el temperamento para seguir en eso toda la vida. Cuando el emperador llamó a sus hombres para la campaña contra los bárbaros fui con él, aunque sólo tenía trece años. Estuve unos años combatiendo y habría seguido allí, pero mi hermano mayor murió y me llamaron aquí a hacerme cargo de la propiedad.

Juana lo miraba maravillada. ¡Era un estudioso, un hombre de letras! ¡Cómo no se había dado cuenta antes! Debería haberlo notado por el modo en que le había hablado de sus estudios.

—Vete —le dijo Geroldo, con una sonrisa—. Sé que no puedes esperar. Falta una hora para la cena. Pero escucha la campana.

Juana subió corriendo al dormitorio que compartía con Duoda y Gisla. Fue a la cama y abrió el libro. Leyó lentamente, saboreando las palabras, deteniéndose por momentos para tomar nota de una frase o razonamiento especialmente elegantes. Cuando la luz bajó con el crepúsculo encendió una vela y siguió leyendo.

Leyó y leyó, olvidando por completo el tiempo, y se habría perdido la cena si Geroldo no hubiera mandado a buscarla.

Las semanas pasaron rápidamente, llevadas por el entusiasmo del trabajo conjunto de Juana y Geroldo. Al despertarse cada mañana, Juana se preguntaba con impaciencia cómo lograría llegar hasta la hora después de vísperas cuando, terminada la cena y los obligatorios rezos, ella y Geroldo reanudaban su estudio de Lucrecio.

De rerum natura
fue una revelación, una maravilla de libro, rico en conocimiento y sabiduría. Para descubrir la verdad, decía Lucrecio, bastaba con observar el mundo natural. Era una idea que se correspondía con el sentido común de la época de Lucrecio, pero se volvía extraordinaria y hasta revolucionaria en el año 827. De todos modos era una filosofía que atraía con fuerza a las mentalidades prácticas de Juana y Geroldo.

De hecho, Geroldo pudo atrapar a la loba blanca gracias a Lucrecio.

Al volver de la escuela un día, Juana encontró todo Villaris revuelto. Los perros estaban roncos de tanto ladrar; los caballos corrían desbocados alrededor de su corral; todo el patio exterior resonaba con una serie ensordecedora de gruñidos.

En medio del patio delantero Juana encontró el objeto de toda aquella excitación. Una gran loba blanca se retorcía furiosamente dentro de una jaula oblonga. Las barras de la jaula, hechas de pesadas tablas de roble de diez centímetros de espesor, crujían a causa de la violencia de la bestia.

Geroldo y sus hombres la rodeaban con precaución, con arcos y lanzas listos por si el animal lograba liberarse. Con un gesto, Geroldo indicó a Juana que se mantuviera a distancia. La niña, mirando los extraños ojos rosados de la loba, brillantes de rabia, deseó que los barrotes resistieran.

Al cabo de un rato, la loba se cansó y se quedó jadeando, con las patas plantadas con firmeza y la cabeza gacha, echando chispas por los ojos. Geroldo bajó la lanza y fue hacia Juana.

—¡Ahora podremos probar la teoría de Odón!

Durante quince días los dos vigilaron decididos a presenciar, si era posible, el parto mismo. No sucedía nada. La loba vegetaba en la jaula y no daba indicios de estar próxima a parir. Ya habían empezado a dudar de que estuviera preñada, cuando todo sobrevino de repente.

Sucedió durante el turno de vigilancia de Juana. La loba alternaba nerviosos paseos en círculo y momentos de descanso echada, como si no lograra ponerse cómoda. Al fin empezó a gruñir y jadear. Juana corrió a buscar a Geroldo y lo encontró en el salón con Richild. Cayendo sobre ellos como un torbellino Juana hizo caso omiso de las cortesías habituales.

—¡Ven rápido! ¡Ya ha empezado!

Geroldo se levantó de inmediato. Richild hizo un gesto de contrariedad y pareció como si quisiera hablar, pero sabía que era perder el tiempo. Juana dio media vuelta y corrió por el pórtico que llevaba al patio principal. Geroldo, que se había detenido a recoger una luz, la seguía de cerca. Ninguno de los dos vio el gesto con que Richild los miraba.

Cuando llegaron al corral, la loba estaba en plena labor. Juana y Geroldo vieron cómo la punta de una pequeña zarpa empezaba a asomar, seguida por otra y a continuación por una pequeña cabeza perfecta. Al fin, con una última convulsión de la madre, un pequeño cuerpo oscuro y húmedo se deslizó a la paja que cubría el fondo de la jaula y quedó allí.

Juana y Geroldo se esforzaban por ver en la oscuridad de la jaula. El cachorro recién nacido estaba inerte, completamente cubierto por la bolsa fetal, así que apenas si podían distinguirlo. La madre apartó la bolsa con la lengua y se la comió.

Geroldo levantó la luz contra los barrotes de la jaula. El recién nacido no parecía respirar. La madre empezaba a tener el segundo alumbramiento. Pasaron unos momentos y el cachorro seguía sin moverse ni dar señales de vida. Juana miró a Geroldo con decepción. ¿Era así, entonces? ¿Se quedaría sin vida esperando que su padre fuera a lamerlo y darle vida? ¿Tenía razón Odón después de todo? Si era así, lo habían matado porque lo habían apartado del padre, que era el que debía darle la vida.

Una vez más la madre gruñó; un segundo cuerpecito se deslizó afuera para caer sobre el primero. El impacto sacudió al primer cachorro, que soltó un agudo gemido de protesta.

—¡Mira! —Los dos señalaban en exultante unísono. Se reían complacidos con los resultados del experimento.

Los dos cachorros se arrastraban hacia su madre para mamar, aun antes de que terminara el tercer alumbramiento.

Juntos, Geroldo y Juana contemplaron el comienzo de la nueva familia. Se cogieron las manos en la oscuridad y las apretaron en una mutua comprensión.

Juana nunca se había sentido tan cerca de nadie en su vida.

—Os esperábamos para las vísperas. —Richild les dirigía una mirada de reproche desde el pórtico—. Es la vigilia de san Norberto, ¿lo habéis olvidado? Es un mal ejemplo que el señor de la casa se ausente de los rezos.

—Tenía otra cosa que atender —replicó Geroldo fríamente.

Richild empezaba a responder cuando Juana la interrumpió entusiasmada:

—¡Vimos a la loba blanca dar a luz sus cachorros! No nacen muertos como dice la gente —anunció con júbilo—. ¡Lucrecio tenía razón!

Richild la miró como si estuviera loca.

—Todas las cosas en la naturaleza tienen explicación —seguía Juana—. ¿No lo ves? Los cachorros nacen vivos, sin nada de sobrenatural, tal como lo decía Lucrecio.

—¿Qué palabras sacrílegas son ésas? ¿Tienes fiebre, niña?

Geroldo se apresuró a interponerse entre ambas.

—Ve a la cama, Juana —dijo mirándola por encima del hombro—. Es tarde.

Cogió a Richild por el brazo y la condujo con firmeza adentro.

Juana se quedó donde estaba escuchando el eco vibrante de la voz de Richild en el silencio de la noche.

—Esto es lo que se consigue por querer enseñar a la niña más de lo que puede aprender. Geroldo, debes dejar de alentarla en esos trabajos antinaturales.

Juana subió lentamente a su dormitorio.

Mataron a la loba blanca cuando hubo destetado a sus cachorros. Era peligrosa porque ya había atacado a gente y se había llevado una criatura, y no podía dejarse en libertad a una bestia así. El tercer cachorro no sobrevivió; fue un despojo enfermizo que vivió sólo unos días. Pero los otros dos se hicieron cachorros robustos, cuyos juegos deleitaban a Juana y Geroldo. Uno tenía la piel castaña y gris, con manchas, típica de los lobos del bosque en aquella parte de Franconia; Geroldo se lo regaló a Fulgencio, qué sentía un malvado placer en enseñárselo a Odón. El otro cachorro, el primero en nacer, tenía la piel blanca como la nieve, igual que la madre, y sus extraños ojos opalinos. Juana y Geroldo lo llamaron
Luc
, en homenaje a Lucrecio, y el afecto compartido por el incansable lobato reforzó el lazo que los unía.

Diez

¡Habría una feria en Saint-Denis! La noticia era asombrosa: no había habido una feria o un mercado en todo el reino desde hacía más años de los que la mayoría podía recordar. Pero algunos ancianos como Burchard, el molinero, recordaban una época en la que se celebraban dos o tres ferias anuales en Franconia. Así decían al menos, aunque era difícil dar crédito a sus palabras. Naturalmente, se referían a la época en la que el emperador Carlomagno, de santa memoria, estaba en su apogeo y los caminos y puentes estaban bien guardados, sin ladrones ni vagabundos acosando a los viajeros, ni (¡Dios lo prohibiera!) los bárbaros del norte cayendo sin aviso sobre el país. Viajar era tan peligroso en aquellos tiempos que organizar ferias era mal negocio; los mercaderes no se atrevían a transportar sus preciados bienes por los caminos inseguros y la gente no quería arriesgar su vida en el viaje.

Aun así, habría una feria. Y sería una maravilla, si al menos la mitad de lo que decían las noticias era cierto. Habría mercaderes de Bizancio ofreciendo productos exóticos: especias, sedas y brocados; comerciantes de Venecia con capas de plumas de pavo real y cuero repujado; traficantes frisios de esclavos con su carga humana de eslavos y sajones; lombardos con sacos de sal amontonados dentro de barcos cuyas velas anaranjadas ostentaban los signos del zodíaco; y toda clase de entretenimientos: equilibristas y acróbatas, romancistas, juglares, osos y perros amaestrados.

Saint-Denis no estaba cerca; se hallaba a unos doscientos cincuenta kilómetros de Dorstadt, quince días de viaje por caminos que se desmoronaban y atravesando ríos de corriente peligrosa. Pero eso no desalentaba a nadie. Todos los que habían conseguido un caballo o una mula estaban preparándose para ir.

El entorno de Geroldo, como correspondía a un conde, era numeroso. Quince de sus
fideles
, bien armados, cabalgarían con ellos, así como varios criados para atender a la familia. Juana iría, y como cortesía especial (Juana estaba segura de que había sido idea de Geroldo) Juan fue invitado también. Los preparativos de Richild habían sido meticulosos, para asegurarse de que no carecerían durante el viaje de nada en materia de comodidad y seguridad. Desde hacía días se venían cargando los carros en el patio.

La mañana de la partida, Villaris bullía de actividad. Los criados se movían en un sentido y en otro, alimentando a los caballos y cargándolos; el cocinero y sus asistentes sudaban alrededor del horno, cuya alta chimenea escupía enormes nubes de humo; el herrero trabajaba febrilmente en su forja, terminando la última provisión de herraduras, clavos y elementos para los carros. Los sonidos se mezclaban y subían en una ruidosa confusión: las criadas se gritaban con voces agudas que se superponían a las más graves de los hombres, las vacas mugían y pateaban mientras se las ordeñaba deprisa, y un burro sobrecargado rebuznaba en enérgica protesta por el peso. La actividad levantaba una capa de polvo del suelo bien apisonado, que subía en el aire y colgaba como una niebla iluminada por el brillante sol de la primavera.

Juana se entretuvo en el patio contemplando los preparativos de último momento, disfrutando del entusiasmo.
Luc
saltaba a su alrededor, con las orejas levantadas y los ojos opalinos brillantes de excitación. Él también iría en el viaje porque, como había declarado Geroldo, el cachorro, ya de seis meses, se había unido tanto a Juana que no podía pensarse en separarlos. Juana se reía y acariciaba a
Luc
, con su piel blanca tan suave bajo su mano; el lobato le lamió una mejilla y se sentó con la boca muy abierta, como si también él se estuviera riendo.

—Si no tienes nada mejor que hacer que estar ahí perdiendo el tiempo ve a ayudar a la despensa.

Richild le dio una palmada a Juana mandándola hacia la cocina, donde el cocinero agitaba sus manos blancas de harina, en un frenesí de actividad. Había estado levantado toda la noche horneando tortas y panes para el viaje.

A media mañana, todo estaba empaquetado. El capellán rezó una breve plegaria por la seguridad de los viajeros y la procesión de carros y caballos salió lentamente al camino. Juana iba en el primer carro, detrás de Geroldo y sus hombres, junto con Richild, Gisla y Duoda, y las tres jóvenes aldeanas que servían como sirvientas personales de las señoras. Las mujeres se sacudían en los duros asientos de madera cuando las ruedas del carro encontraban algún hoyo, algo muy frecuente en el camino.
Luc
corría al lado del carro sin perder de vista a Juana. Ésta miró adelante y vio a Juan entre los hombres, cómodamente montado en una buena yegua roana.

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