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Authors: Donna Woolfolk Cross

Tags: #Histórico, Romántico

La Papisa (14 page)

BOOK: La Papisa
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—¿Por qué? —La pregunta había salido de la boca de Juana antes de que se hubiera decidido a hablar.

Odón sonrió estirando en forma desagradable sus labios delgados. Tenía el aire del zorro que sabe que tiene al conejo acorralado.

—Esa pregunta, niña, revela tu ignorancia. Pues el mismo san Pablo proclamó esta verdad, que las mujeres están por debajo de los hombres en concepción, en lugar y en voluntad.

—¿En concepción, en lugar y en voluntad? —repitió Juana.

—Sí. —Odón hablaba lenta y claramente, como dirigiéndose a un tonto—: En concepción, porque Adán fue creado antes que Eva; en lugar, porque Eva fue creada para servir a Adán de compañera y pareja; en voluntad, porque Eva no pudo resistir la tentación del demonio y comió de la manzana.

Entre las mesas, las cabezas asintieron. La expresión del obispo era grave. Junto a él, el caballero de pelo rojo no dejaba ver cuáles eran sus pensamientos. Odón sonreía. Juana sintió un intenso rechazo por aquel hombre. Durante un momento se quedó en silencio frotándose la nariz. Al fin habló.

—¿Por qué la mujer sería inferior en concepción? Porque aunque fue creada en segundo lugar, fue hecha de una costilla de Adán mientras que Adán fue hecho de arcilla común.

Hubo varias risitas de aprobación.

—En segundo lugar —las palabras se demoraban mientras los pensamientos de Juana corrían y se abrían camino en el razonamiento—, las mujeres deberían ser preferidas al hombre porque Eva fue creada dentro del paraíso y Adán fue creado fuera.

Hubo otro rumor del público. La sonrisa en la cara de Odón se desvaneció. Juana siguió, demasiado interesada en la línea de su argumento para pensar en lo que estaba haciendo.

—En cuanto a la voluntad, la mujer debería ser considerada «superior» al hombre… —Esto era audaz, pero ya no había forma de volver atrás—, porque Eva comió de la manzana por amor al conocimiento y Adán comió sólo porque ella se lo pidió.

Hubo un silencio de asombro en el salón. Los labios pálidos de Odón se apretaban con ira. El obispo miraba a Juana como si no terminara de creer lo que había oído.

Había ido demasiado lejos.

«Algunas ideas son peligrosas». Esculapio se lo había advertido, pero ella se había sentido demasiado comprometida en la discusión para recordarlo. Aquel hombre, aquel Odón, había estado demasiado seguro de sí mismo, demasiado contento de humillarla delante del obispo. Ella había echado a perder su posibilidad de ingresar en la escuela y lo sabía. Pero no le daría a aquel hombrecillo odioso la satisfacción de vencerla. Se quedó frente a la mesa con la barbilla levantada y los ojos ardientes.

El silencio se alargó de un modo interminable. Todos los ojos estaban en el obispo, cuya mirada evaluativa seguía fija en Juana. Después, lenta, muy lentamente, un largo rumor de alegría salió de sus labios.

El obispo se reía.

A su lado, la mujer de los pechos grandes soltaba risitas nerviosas. Después, el salón entero estalló en ruidos. La gente gritaba, golpeaba las mesas y se reía, tanto que corrían lágrimas por la cara de todos y tenían que secárselas con las mangas. Juana miró al caballero pelirrojo. Lo vio sonreír. Lo miró a los ojos y él le hizo un guiño de complicidad.

—Vamos, Odón —dijo el obispo cuando al fin pudo recuperar el aliento—. Debes admitirlo. La niña te ha vencido.

Odón le dirigió al obispo una mirada envenenada.

—¿Y qué pasa con el niño, eminencia? ¿Quieres que lo examine a él también?

—No, no. Lo aceptaremos ya que han venido juntos. A decir verdad, la educación de la niña ha sido un poco… —buscó la palabra— heterodoxa. Pero es muy refrescante. ¡Justo lo que necesita la escuela! Odón, tienes nuevos estudiantes. ¡Ten mucho cuidado con ellos!

Juana miró asombrada al obispo. ¿Qué quería decir? ¿Acaso Odón era el maestro de la escuela? ¿El que le enseñaría?

¿Qué había hecho?

Odón apuntaba su nariz hacia al obispo.

—¿Habéis pensado en el alojamiento de la niña, eminencia? No puede alojarse en los dormitorios de los niños.

—Ah… el alojamiento. —El obispo vaciló— A ver…

—Mi señor —interrumpió el caballero pelirrojo—. La niña puede alojarse conmigo. Mi esposa y yo tenemos dos hijas, a las que les gustará la compañía. Será una buena influencia para mi Gisla.

Juana lo miró. Era un hombre en la plenitud de la vida, de unos veinticinco años, fuerte, apuesto, con pómulos altos y una bonita barba. Su cabello espeso era de un extraordinario tono rojo; lo llevaba peinado con raya en el medio y le caía en espesos bucles sobre los hombros. Sus ojos azules eran inteligentes y amables.

—Magnífico, Geroldo. —El obispo le dio una palmadita amistosa en la espalda—. Arreglado. La niña se quedará contigo.

Se acercó un criado con una bandeja llena de dulces. Los ojos de Juan se agrandaron a la vista de aquellas golosinas rebosantes de mantequilla. El obispo sonrió.

—Niños, debéis de tener hambre después de un viaje tan largo. Venid aquí. —Se acercó más a su vecina, dejando un espacio entre él y el caballero pelirrojo.

Juana y su hermano dieron la vuelta a la mesa y se sentaron. El obispo en persona les sirvió dulces. Juan comió con avidez masticando con fuerza y el azúcar en polvo le pintó bigotes blancos.

El obispo se volvió hacia la mujer sentada a su lado. Bebían de la misma copa, riéndose, y él le acariciaba el cabello desarreglando su peinado. Juana fijó la vista en el plato de dulces. Mordisqueó uno, pero no pudo terminarlo; su dulzura excesiva le repugnaba. No veía el momento de salir de aquel sitio, lejos del ruido, de la gente desconocida y de la desconcertante conducta del obispo.

El caballero pelirrojo llamado Geroldo le dirigió la palabra:

—Has tenido un largo día. ¿Quieres irte?

Juana asintió. Al verlos ponerse de pie, Juan se metió en la boca un último puñado de dulces y se levantó él también.

—No, hijo. —Geroldo le puso una mano en el hombro—. Tú te quedas aquí.

—Pero quiero ir con ella —dijo Juan en tono de queja.

—Tu lugar está aquí, con los otros muchachos. Cuando la comida termine, el mayordomo te enseñará el dormitorio.

Juan palideció, pero se dominó y no dijo nada.

—Veo que tienes un objeto interesante —dijo Geroldo señalando el cuchillo con mango de hueso que asomaba de la cintura del niño—. ¿Puedo examinarlo?

Juan lo sacó y se lo tendió. Geroldo lo volvió, admirando el trabajo del mango. La hoja brillaba reflejando las antorchas que iluminaban la sala. Juana recordó cómo había brillado bajo las velas del
grubenhaus
antes de raspar el pergamino del libro de Esculapio, borrando y destruyendo.

—Muy bueno. Roger tiene una espada con el mango trabajado en el mismo estilo. Roger —gritó en dirección a una mesa vecina—. Ven a enseñarle a este joven tu espada.

Roger tendió una larga espada de hierro con un mango muy adornado. Juan la miraba con reverencia.

—¿Puedo tocarla?

—Si quieres.

—Tendrás una espada para ti —le dijo Geroldo—. Y un arco. Una lanza también si tienes fuerza para sostenerla. Cuéntale, Roger.

—Sí. Tenemos lecciones de lucha y manejo de armas todos los días.

Los ojos de Juan revelaron su sorpresa y su satisfacción.

—¿Ves esta muesca en la hoja? Se hizo cuando paré un golpe de espada del maestro de armas.

—¿De veras? —preguntó Juan fascinado.

—¿Nos vamos? —le dijo Geroldo a Juana—. Creo que ahora tu hermano no se preocupará.

Desde el umbral, Juana se volvió a mirar a Juan. Con la espada sobre las piernas hablaba animadamente con Roger. Sintió cierta resistencia a marcharse sin él. Con frecuencia habían sido más rivales que amigos, pero Juan era lo que la unía a su casa, a un mundo conocido y comprensible. Sin él, estaba sola.

Geroldo se había adelantado y ya caminaba por el corredor. Era muy alto y sus piernas largas lo llevaban rápido; Juana corrió unos pasos para alcanzarlo.

Durante unos minutos no hablaron. Geroldo dijo repentinamente:

—Lo has hecho bien con Odón.

—No creo que me quiera.

—No. Odón preserva con el mayor cuidado su dignidad como un hombre cuida sus monedas cuando le quedan muy pocas.

Juana sonrió; Geroldo le gustaba. Siguiendo un impulso decidió confiar en él.

—¿Esa mujer era la… esposa del obispo?

Tartamudeó al pronunciar la palabra
esposa
, incómoda. Toda su vida había sido consciente de la vergonzosa impropiedad del matrimonio de sus padres. Era un saber infantil, nunca aclarado, y ni siquiera reconocido del todo en su interior, pero que aun así lo sentía profundamente. Una vez, notando la sensibilidad de Juana sobre aquel asunto, Esculapio le había dicho que aquellos matrimonios no eran cosa rara entre el bajo clero. Pero un obispo…

—¿Esposa? Oh, te refieres a Theda. —Geroldo se rió—. No, mi señor obispo no es de los que se casan. Theda es una de sus amantes.

¡Amantes! ¡El obispo tenía amantes!

—Estás escandalizada. No deberías estarlo. Fulgencio, mi señor obispo, no es un hombre de disposición piadosa. Heredó el título de su tío, que fue obispo antes que él. Nunca se ha ordenado y no pretende ser un santo, como habrás notado. Pero verás que no es mal hombre. Admira el saber, aunque no es un erudito. Fue él quien creó la escuela que funciona aquí.

Geroldo le había hablado con llaneza, no como a un niño sino como a alguien de quien podía esperarse que entendiera. Eso le gustó. Pero sus palabras la confundían. ¿Podía ser correcto que un obispo, un príncipe de la Iglesia, viviera así? ¿Que mantuviera… amantes? Todo era tan diferente de lo que había esperado.

Llegaron a las puertas del palacio. Pajes vestidos de seda roja abrieron las pesadas hojas de roble de la puerta; el brillo del vestíbulo iluminado con antorchas cedió a la oscuridad exterior.

—Ven —dijo Geroldo— Te sentirás mejor después de haber dormido bien. —Caminó rápidamente en dirección a las cuadras.

Juana lo siguió en la noche fría.

—¡Ahí está! —Geroldo señaló hacia la izquierda y Juana miró en aquella dirección. En la distancia apenas si podía distinguir las formas oscuras de una construcción, recortada contra el cielo nocturno— Ahí está Villaris, mi casa… y ahora la tuya también, Juana.

Aun en la oscuridad, Villaris era magnífica. Se levantaba en un lugar destacado, en la ladera de una colina; ante los ojos de Juana parecía enorme. Constaba de cuatro edificios altos de madera maciza, conectados por patios y espléndidos pórticos de madera. Geroldo y Juana entraron por una abertura en la empalizada de roble y pasaron entre diversos edificios secundarios: una cocina, un horno, una cuadra, un silo y dos graneros. Desmontaron en un pequeño patio y Geroldo le tendió las riendas a un hombre que esperaba en la cuadra. Antorchas de resina colocadas a intervalos regulares iluminaron su paso por un largo corredor sin ventanas sobre cuyos gruesos muros de roble se desplegaban hileras de armas resplandecientes: largas espadas, lanzas, flechas, arcos y las
scramasaxes
: las cortas y pesadas hachas de un solo filo, que eran las favoritas de la infantería franca. Salieron a un segundo patio rodeado por una galería cubierta y entraron en un salón grande ricamente decorado con tapices, en el que sus pasos resonaban. En el centro se encontraba la mujer más hermosa que Juana había visto, aparte de su madre. Pero mientras que Gudrun era alta y rubia, aquella mujer era baja y delgada, con cabello muy negro y ojos grandes, oscuros, de mirada altiva. Aquellos ojos examinaron fríamente a Juana con una expresión que claramente indicaba su reprobación.

—¿Qué es esto? —preguntó bruscamente cuando se acercaron.

Sin hacer caso de su rudeza, Geroldo dijo:

—Juana, ésta es mi esposa, Richild, la señora de este castillo. Richild, permíteme presentarte a Juana de Ingelheim, que hoy ha llegado para estudiar en la escuela.

Juana hizo un torpe intento de reverencia, que Richild contempló con desdén antes de volver su atención a Geroldo.

—¿La escuela? ¿Es una broma?

—Fulgencio la ha admitido y residirá aquí en Villaris mientras duren sus estudios.

—¿Aquí?

—Puede compartir la cama con Gisla, a quien le vendrá bien una compañía sensata, para variar.

Las bien dibujadas cejas negras de Richild se arquearon con altivez.

—Parece una colona.

Juana se ruborizó ante el insulto.

—Richild, cuidado con lo que dices —la reprendió severamente Geroldo—. Juana es una invitada en esta casa.

Richild resopló.

—Bueno —tocó con dos dedos la túnica de lino verde de Juana—, al menos parece estar limpia. —Hizo un gesto imperioso a uno de los criados—: Llévatela al dormitorio. —Sin una palabra más, salió.

Más tarde, acostada en el blando colchón de paja en el dormitorio del piso alto junto a Gisla que roncaba (y que no se había despertado siquiera cuando Juana se metió bajo la manta a su lado), Juana se preguntaba por su hermano. ¿Al lado de quién estaría durmiendo Juan, si es que podía dormir? Ella no podría, estaba segura; la cabeza le daba vueltas, llena de pensamientos y emociones turbadoras. Echaba de menos su ambiente familiar, especialmente a su madre. Quería que la abrazaran y acariciaran y volvieran a llamarla «pequeña perdiz». No debería haber huido como lo había hecho, en silencio y sin una palabra de adiós. Era cierto que Gudrun la había traicionado ante el emisario del obispo, pero Juana sabía que lo había hecho por exceso de amor, porque no podía soportar la idea de que su hija se marchara. Ahora era posible que no volvieran a verse nunca. Se había aferrado a la ocasión de huir, sin considerar las consecuencias. Porque nunca podría volver a casa, eso era seguro. Su padre la mataría por su desobediencia. Su lugar estaba allí, en aquel país extraño donde no tenía amigos; y allí, para bien o para mal, debía quedarse.

«Mamá», pensó mirando la oscuridad del cuarto desconocido, y una lágrima rodó en silencio por su mejilla.

Ocho

La sala para las clases, una pequeña cámara con paredes de piedra junto a la biblioteca de la catedral, seguía húmeda aún en aquella cálida tarde de otoño. A Juana le gustaba su frescura y el olor a pergamino que llenaba el aire, un estímulo para explorar el vasto tesoro de libros que había en el cuarto vecino.

Una pintura grande cubría la pared de enfrente. Representaba a una mujer vestida con las largas ropas sueltas de los griegos. En la mano izquierda tenía un par de tijeras; en la derecha, un látigo. La mujer representaba el Conocimiento; las tijeras eran para podar el error y el dogma falso, el látigo para castigar a los estudiantes perezosos. Sus cejas casi se unían y las comisuras de los labios se volvían hacia abajo, dándole una expresión severa. Los ojos oscuros parecían mirar desde la pared y buscar los ojos de quien los mirara, duros y autoritarios. Odón había mandado hacer aquella pintura poco después de ocupar el cargo de maestro de la escuela.

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