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Authors: Donna Woolfolk Cross

Tags: #Histórico, Romántico

La Papisa (10 page)

BOOK: La Papisa
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—¡No, padre, no! —gritó Juana— ¡No es brujería! ¡Es poesía! ¡Poesía escrita en griego, eso es todo! ¡Te lo juro!

Él tendió los brazos para cogerla, pero ella se escabulló por debajo y le dio la espalda. El canónigo se volvió y avanzó hacia ella con los ojos amenazantes.

La mataría.

—¡Padre! ¡Mira las últimas páginas! ¡Las últimas páginas del libro! ¡Está escrito en latín! ¡Tú mismo lo verás! ¡Es latín!

El canónigo vaciló. Gudrun se apresuró a alcanzarle el libro. Él no lo miró. Clavó su mirada en Juana con aire pensativo.

—¡Por favor, padre! Sólo mira las últimas páginas del libro. Podrás leerlo tú mismo. ¡No es brujería!

Cogió el libro que le tendía Gudrun, que fue a buscar la vela y se la puso cerca de la página para que pudiera ver. El canónigo se inclinó a examinar el libro, con las gruesas cejas unidas por la concentración. Juana no podía dejar de hablar.

—Estaba estudiando. Leía de noche para que nadie me viera. Pensaba que a lo mejor no te parecería bien. —Lo diría todo, lo confesaría todo, con tal de que le creyera—. Es Homero. El libro de la
Ilíada
. El poema de Homero. No es brujería, padre. —Empezó a llorar—. No es brujería.

El canónigo no le prestaba atención. Leía atentamente, los ojos cerca de la página, la boca formando en silencio las palabras. Al cabo de un momento alzó la vista.

—Dios sea loado. No es brujería. Pero es la obra de un pagano y por ello una ofensa contra Dios. —Se volvió a Gudrun—. Enciende el fuego. Esta abominación debe ser destruida.

Juana tragó saliva. ¡Quemar el libro! ¡El hermoso libro de Esculapio, señal de su amistad con ella!

—¡Padre, ese libro es valioso! Vale dinero; podríamos sacar una buena cantidad por él o… —su entendimiento buscaba rápidamente soluciones—, podrías dárselo al obispo como regalo para la biblioteca de la catedral.

—Niña malvada, estás tan hundida en el pecado que me maravilla que no te hayas ahogado en él. Este no es un regalo apto para el obispo ni para ninguna alma temerosa de Dios.

Gudrun fue al rincón de la leña y eligió unos pocos troncos pequeños. Juana, aturdida, miraba. Tenía que encontrar algún modo de impedir que aquello sucediera. Si cesara el dolor de la cabeza, podría pensar.

Gudrun reunió los tizones, preparando el hogar para echar más leña.

—Espera un momento —dijo de pronto el canónigo—. No enciendas. —Pasó con un dedo las páginas del libro, evaluándolo—. Es cierto que el pergamino es valioso y podría ser usado para bien. —Puso el libro sobre la mesa y fue al dormitorio.

¿Qué se proponía? Juana miró a su madre, que se encogió de hombros, tan desconcertada como ella. A su izquierda, Juan estaba sentado en la cama. El ruido lo había despertado y miraba a Juana con ojos como platos.

Volvió el canónigo con algo largo y brillante. Era su cuchillo de caza con mango de hueso. Como siempre, la visión del cuchillo llenó a Juana de un terror inexplicable. El juego de sombras de recuerdos perdidos acarició el borde de su conciencia y se marchó, antes de que pudiera saber qué era.

El padre se sentó. Poniendo el cuchillo en ángulo oblicuo para rozar la página con el filo, raspó el pergamino. Una de las letras desapareció. Soltó un pequeño gruñido de satisfacción.

—Funciona. Lo vi hacer una vez en el monasterio de Corbie. Deja la página limpia y se la puede volver a usar. Ahora… —hizo un gesto perentorio en dirección a Juana— hazlo tú.

De modo que aquél sería el castigo. Su mano sería la que destruyera el libro, la que borrara el conocimiento prohibido y con él todas sus esperanzas.

Los ojos del padre brillaban de malévola satisfacción.

Inexpresivamente, ella cogió el cuchillo y se sentó en el pupitre. Durante un largo rato miró la página. Sosteniendo el cuchillo como había visto hacer a su padre, movió la hoja lentamente sobre la superficie de la página.

No pasó nada.

—No funciona. —Alzó la vista con expectación.

—Así. —El canónigo puso su mano sobre la de ella e hizo presión con un pequeño movimiento lateral de la hoja del cuchillo. Desapareció otra letra—. Vuelve a probar.

Juana pensó en Esculapio, en su trabajo para hacer aquel libro, en la fe que había puesto en ella al confiárselo. La página se volvió borrosa por las lágrimas que le anegaban los ojos.

—Por favor. No me obligues. Por favor, padre.

—Hija, has ofendido a Dios con tu desobediencia. En castigo trabajarás día y noche hasta que estas páginas hayan sido totalmente limpiadas de su contenido blasfemo. No tendrás más que pan y agua hasta que la tarea haya sido completada. Yo le rezaré a Dios para que tenga piedad de ti por tu horrendo pecado. —Señaló el libro—. Empieza.

Juana puso el cuchillo sobre la página y raspó como su padre le había enseñado. Una de las letras se resquebrajó, palideció y desapareció. Movió el cuchillo; otra letra fue borrada. Después otra. Y otra. Pronto una palabra entera había desaparecido, dejando sólo la superficie rugosa del pergamino.

Movió el cuchillo para empezar con la palabra siguiente: àλńυєια.
Aletheia
. «Verdad». Juana se detuvo con la mano flotando sobre la palabra.

—Sigue. —La voz de su padre era severa.

Verdad. Las líneas curvas de las letras unciales la miraban desde el pergamino.

Una orgullosa negativa surgió en ella. Todo el miedo y el dolor de la noche cedieron ante una abrumadora convicción: «Esto no debe ser así».

Dejó el cuchillo. Lentamente alzó la vista hacia los ojos del padre. Lo que vio en ellos la hizo contener el aliento.

—Coge el cuchillo. —El tono de amenaza era muy claro.

Juana trató de hablar. Pero tenía la garganta contraída y no le salió ninguna palabra. Negó con la cabeza.

—Hija de Eva, te enseñaré a temer las torturas del infierno. Tráeme la vara.

Juana fue al rincón y cogió la larga vara negra que su padre usaba en tales ocasiones.

—Prepárate —dijo el canónigo.

Ella se arrodilló en el suelo frente al fuego. Lentamente, porque le temblaban las manos, se quitó la capa de lana y la túnica de lino, dejando expuesta la piel pálida de la espalda.

—Empieza el padrenuestro. —La voz de su padre era un murmullo.

—Padre nuestro que estás en los cielos… —El primer golpe azotó la parte alta de la espalda, entre los hombros, abriendo la carne y enviando un rayo penetrante de dolor cuello arriba, hasta el cráneo—, santificado sea tu nombre… —El segundo azote fue más fuerte. Juana se mordió un brazo para no gritar. Le había pegado antes, pero nunca así, nunca con tan implacable fuerza—, venga a nosotros tu reino… —El tercer azote provocó sangre. Una humedad pegajosa empezó a correrle por los costados—, hágase tu voluntad… —El cuarto azote le hizo echar la cabeza hacia atrás. Vio que su hermano miraba con atención desde la cama. Había una curiosa expresión en su rostro: ¿era miedo? ¿Curiosidad? ¿Piedad?—, en la tierra como en el… —La vara volvía a caer. En una fracción de segundo, antes de que el dolor la obligara a cerrar los ojos, Juana reconoció el gesto en la cara de su hermano. Era placer— cielo. El pan nuestro… —La vara azotó con fuerza. ¿Cuántos iban ya? Juana perdía la cuenta. Nunca había recibido más de cinco. Otro azote. A lo lejos oyó que alguien gritaba—, dánoslo hoy. Y perdónanos… perdona… —Su boca se movía, pero ya no podía formar las palabras.

Otro azote.

Con la poca conciencia que le quedaba, Juana comprendió. Esta vez no terminaría. Esta vez su padre no dejaría de azotarla. Esta vez seguiría hasta que estuviera muerta.

Otro azote.

El zumbido de sus oídos se volvió ensordecedor. Después no hubo más que silencio y una misericordiosa oscuridad.

Seis

Durante días, el pueblo no habló de otra cosa que de la paliza que había recibido Juana. El canónigo había azotado a su hija hasta un instante antes de la muerte, se decía, y la habría matado si los gritos de su esposa no hubieran atraído la atención de algunos aldeanos. Se habían necesitado tres hombres fuertes para apartarlo de la niña.

Pero no era la brutalidad de la paliza lo que hacía hablar a la gente. Aquellas cosas eran frecuentes. ¿Acaso el herrero no había tirado al suelo a su esposa a puñetazos y le había pateado la cara hasta romperle todos los huesos, sólo porque estaba cansado de sus protestas? La pobre mujer quedó desfigurada de por vida, pero no hubo nada que hacer. El hombre era el amo en su casa y nadie lo ponía en duda. La única ley que limitaba su derecho absoluto a dispensar castigos según su parecer era la que establecía el tamaño máximo del bastón con que aplicar los golpes. El canónigo, de todos modos, no había usado un bastón.

Lo que realmente interesaba a los aldeanos era el hecho de que el canónigo hubiera perdido hasta tal punto el control de sí mismo. Una emoción tan violenta era inesperada y no parecía correcta en un hombre de Dios; así que naturalmente todo el mundo daba su opinión. Nunca se había hablado tanto de él desde que había llevado a su cama a aquella mujer sajona. Los grupos se reunían a comentar el caso y se callaban bruscamente cuando lo veían pasar.

Juana no supo nada de todo esto. Durante un día entero después de la paliza el canónigo había ordenado que nadie se acercara a ella. Toda aquella noche y el día siguiente Juana quedó tendida en el suelo de la cabaña, inconsciente. La tierra del suelo se adhería a su carne lacerada. Para cuando Gudrun obtuvo permiso para atenderla, las heridas se habían infectado y ya había una peligrosa fiebre.

Gudrun le brindó cuidados solícitos. Lavó las heridas con agua limpia y las remojó con vino fuerte. Después, con la mayor delicadeza, para no causar más daño en la carne viva, aplicó una pasta refrescante de hojas de morera.

«La culpa es del griego —pensaba Gudrun con amargura mientras preparaba una infusión y se la daba a Juana levantándole la cabeza y dejando correr la bebida por su boca, unas pocas gotas cada vez—. Darle a la niña un libro, llenarle la cabeza de ideas que no valen la pena». Era mujer y no estaba hecha para el estudio de los libros. La niña debía estar con ella, compartir los secretos ocultos y la lengua de su pueblo, ser el consuelo y báculo de su vejez. «Maldita la hora en que el griego entró en esta casa. Que la ira de los dioses descienda sobre él».

De todos modos, el despliegue de valor de la niña había encendido el orgullo de Gudrun. Juana había desafiado al padre con el heroico vigor de sus ancestros sajones. En una época, Gudrun también había sido fuerte y valiente. Pero los largos años de humillación y exilio en tierra extraña la habían ido vaciando de la voluntad de resistirse. «Al menos —pensaba con orgullo—, mi sangre persiste en ella. El valor de mi pueblo sigue vivo en ella».

Dejó la taza para acariciar la garganta de Juana, ayudándola a tragar la bebida curativa. «Ponte bien, pequeña perdiz —pensó—. Ponte bien y vuelve a mí».

La fiebre cedió la mañana del noveno día. Juana se despertó y vio a Gudrun inclinada sobre ella.

—¿Mamá? —Su voz sonaba ronca y desconocida para ella misma.

—Al fin has vuelto a mí, pequeña perdiz. —Su madre sonreía—. Por un momento temí perderte.

Juana trató de levantarse, pero cayó bruscamente de nuevo en la paja. El dolor la atravesaba trayéndole los recuerdos.

—¿El libro?

La cara de Gudrun se puso tensa.

—Tu padre raspó hasta dejar limpias todas las páginas y puso a tu hermano a copiar en él no sé qué nueva tontería.

El libro ya no existía.

Juana se sentía incomprensiblemente agotada. Tenía náuseas. Quería dormir.

Gudrun le tendió un tazón de madera lleno de un líquido que humeaba.

—Ahora debes comer para recuperar tu fuerza. Mira, te he hecho un caldo.

—No. —Juana sacudió la cabeza débilmente—. No lo quiero.

No quería recuperar su fuerza. Quería morir. ¿Qué motivo le quedaba para seguir viviendo? Nunca se liberaría de los estrechos confines de la vida en Ingelheim. La vida se había cerrado sobre ella; no había más esperanza de escapar.

—Toma un poco —insistió Gudrun—, y mientras comes te cantaré una de las viejas canciones.

Juana volvió la cabeza hacia otro lado.

—Deja esas cosas a la tontería de los curas. Nosotras tenemos nuestros propios secretos, ¿no es así, pequeña perdiz? Volveremos a compartirlos, como hacíamos antes. —Acarició suavemente la frente a la niña—. Pero primero debes ponerte bien. Bebe un poco de este caldo. Es una receta sajona, con fuertes propiedades curativas.

Le acercó el tazón a los labios. Juana estaba demasiado débil para resistirse; permitió que su madre le vertiera algo de caldo en la boca. Estaba bueno, caliente, delicioso y reconfortante. Pese a sí misma, empezó a sentirse un poco mejor.

—Mi pequeña perdiz, mi niña querida. —La voz de Gudrun la acariciaba seductoramente.

Metió la cuchara de madera en el caldo humeante y se la tendió a Juana, que bebió un poco más.

La voz de su madre subía y bajaba en la dulce melodía de la canción sajona. Acunada por el sonido y por las caricias, Juana se hundió lentamente en el sueño.

Una vez que la fiebre pasó, el organismo joven y vigoroso de Juana se recuperó rápidamente. En quince días ya estaba de pie otra vez. Las heridas cerraron bien, aunque era evidente que llevaría las marcas el resto de su vida. Gudrun se preocupaba por las cicatrices, rayas oscuras que convertían la espalda de Juana en un feo laberinto, pero a la niña no le importaba. Nada le importaba mucho. La esperanza se había perdido. Existía, eso era todo.

Pasaba todo el tiempo con su madre, levantándose al alba para ayudarla a alimentar a los cerdos y a las gallinas, a recoger los huevos, coger leña para el fuego del hogar y cargar pesados cubos de agua del arroyo. Después preparaban juntas la comida.

Un día estaban haciendo pan, ablandando con los dedos la compacta masa (pues rara vez se usaban levaduras en aquella parte de Franconia), cuando Juana preguntó de pronto:

—¿Por qué te casaste con él?

La pregunta cogió a Gudrun desprevenida. Tardó un momento en responder.

—No puedes imaginarte lo que fue la vida para nosotros cuando llegaron los ejércitos de Carlomagno.

—Sé lo que hicieron a tu gente, mamá. Lo que no puedo entender es por qué, después de eso, tú viniste con el enemigo… con «él».

Gudrun no respondió.

«La he ofendido —pensó Juana— Ahora no me lo dirá».

BOOK: La Papisa
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