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Authors: Donna Woolfolk Cross

Tags: #Histórico, Romántico

La Papisa (8 page)

BOOK: La Papisa
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Anastasio hundió la cara en el costado de su padre. Sintió que las manos grandes de su padre lo cogían por los hombros y oyó la voz fuerte y firme que le decía:

—No, no puedes esconderte, hijo mío. —Y las manos lo hacían girar y volver a dar la cara a la escena horrible que tenía enfrente—. Mira —ordenaba la voz—, y aprende. Éste es el precio que se paga por la falta de sutileza y arte. Teodoro paga ahora por exhibir tan abiertamente su lealtad al emperador.

Anastasio quedó paralizado mirando cómo los atacantes llevaban a Teodoro y a León al centro del salón. Varias veces tropezaron y casi cayeron sobre el suelo de mármol, que estaba resbaladizo por la sangre. Teodoro gritaba algo, pero las palabras eran ininteligibles. Con la boca abierta y en movimiento la cara era más horrible todavía.

Los hombres obligaron a ambas víctimas a arrodillarse y echaron sus cabezas hacia delante. Un hombre levantó una larga espada sobre el cuello de León y con un golpe rápido le decapitó. Pero el cuello de Teodoro era grueso y siguió moviéndose después del primer golpe; se necesitaron tres o cuatro más para desprender la cabeza del tronco.

Anastasio vio por primera vez que los atacantes llevaban la cruz escarlata de la milicia papal.

—¡Padre! —balbuceó—. ¡Son los guardias! ¡Los guardias de la milicia!

—Sí. —El padre apretó al niño contra su cuerpo. Anastasio trataba de controlar un ataque de histeria.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué, padre? ¿Por qué lo han hecho?

—Recibieron órdenes.

—¿Órdenes? —Trataba de entender, pero no podía—. ¿Quién podría dar una orden así?

—¿Quién? Ah, hijo, piensa. —El padre tenía la cara pálida, pero la voz era firme al responder—. Debes aprender a pensar para no sufrir nunca un destino así. Ahora piensa: ¿quién tiene el poder?, ¿quién es capaz de dar semejante orden?

Anastasio quedó mudo, abrumado por la magnitud de la idea que había empezado a ocurrírsele.

—Sí. —Las manos del padre se aflojaron en los hombros de Anastasio—. ¿Quién podría ser —dijo—, sino el papa?

Cinco

—No, no. —La voz de Esculapio empezaba a tener un dejo de impaciencia—. Debes hacer las letras más pequeñas. ¿Ves cómo escribe su lección tu hermana? —Enseñó el escrito de Juana—. Debes tener más respeto por tu pergamino, muchacho; se necesitó toda una oveja para hacer esta única hoja. Si los monjes de Andernach se extendieran con sus palabras sobre la página como haces tú, los rebaños de Austrasia se acabarían en un mes.

Juan dirigió una mirada rencorosa a Juana.

—Es demasiado difícil; no puedo.

—Muy bien —dijo Esculapio con un suspiro—, sigue practicando en la tablilla. Cuando tengas más control de la mano volveremos a probar en pergamino. —Se volvió hacia Juana—: ¿Has terminado el
De inventione
?

—Sí, señor —respondió Juana.

—Nómbrame las seis preguntas probatorias para determinar las circunstancias de los actos humanos.

Juana estaba preparada.


Quis, quid, quomodo, ubi, quando, cur
: «Quién, qué, cómo, dónde, cuándo, por qué».

—Bien. Ahora identifica las
constitutiones
retóricas.

—Cicerón especifica cuatro
constitutiones
diferentes: disputa sobre el hecho, disputa sobre la definición, disputa sobre la naturaleza del hecho y…

Hubo un ruido proveniente de la puerta al abrirse y entró Gudrun balanceándose por el peso de los cubos de madera llenos de agua que traía. Uno en cada mano. Juana se levantó para ayudarla, pero Esculapio le puso una mano en el hombro, devolviéndola a su asiento.

—¿Y?

Juana vaciló con la mirada todavía en su madre.

—Niña, continúa. —El tono de Esculapio indicaba que no toleraría una desobediencia.

Juana se apresuró a responder.

—Disputa por la jurisdicción o procedimiento.

Esculapio asintió, satisfecho.

—Hazme una ilustración del tercer
status
. Escríbelo en tu pergamino y asegúrate de que valga la pena.

Gudrun trabajaba sobre el fuego, poniendo agua a hervir, preparando la mesa para la comida de la tarde. Una o dos veces miró por encima del hombro con malhumor.

Juana sintió una punzada de culpa pero trató de volver al trabajo. Aquel tiempo era precioso; Esculapio iba una sola vez por semana y el estudio importaba más que cualquier otra cosa.

Pero era difícil seguir la lección bajo el peso del disgusto de su madre. Esculapio lo notaba también, aunque lo atribuía al hecho de que la lección impedía a Juana hacer las tareas de la casa. Juana sabía cuál era la causa verdadera. Sus estudios eran una traición, una violación del mundo privado que ella compartía con su madre, un mundo de dioses y secretos sajones. Al aprender latín y estudiar los textos cristianos, Juana se ponía de parte de las cosas que su madre más detestaba, de parte del Dios cristiano que había destruido el mundo familiar de Gudrun y, más específicamente, de parte del canónigo, su esposo.

La verdad era que Juana trabajaba principalmente con textos precristianos, clásicos. Esculapio reverenciaba los textos «paganos» de Cicerón, Séneca, Lucano y Ovidio, considerados anatema por la mayoría de los estudiosos de la época. Le estaba enseñando a Juana a leer griego, usando los antiguos textos de Menandro y Homero, cuya poesía el canónigo consideraba poco más que blasfemia pagana. Aprendiendo de Esculapio a apreciar la claridad y el estilo, Juana no se planteó siquiera la pregunta de si la poesía de Homero era aceptable en términos de doctrina cristiana; Dios estaba en sus versos porque eran bellos.

Le habría gustado explicarle esto a su madre, pero sabía que no habría ninguna diferencia. Homero o Beda, Cicerón o san Agustín, para Gudrun era todo lo mismo: no era sajón. No le importaba nada más.

Juana había perdido la concentración; se sobresaltó e hizo un feo borrón en el pergamino. Alzó la vista y encontró a Esculapio mirándola con sus penetrantes ojos oscuros.

—No importa, niña. —Su voz sonó inesperadamente dulce; por lo general era duro con los errores por descuido—. No importa. Empieza de nuevo.

Los aldeanos de Ingelheim estaban reunidos alrededor del estanque, charlando animadamente. Aquel día tendría lugar un proceso contra una bruja, hecho garantizado para inspirar horror, piedad y placer, un respiro que se acogía bien en la dureza cotidiana de la vida.


Benedictus
. —El canónigo inició la bendición del agua.

Hrotrud trató de huir, pero dos hombres la atraparon y la llevaron de nuevo al lado del canónigo, cuyas cejas oscuras se unían en un gesto de reprobación. Hrotrud maldecía y se resistía mientras sus captores le ponían las manos crispadas a la espalda y las ataban con un trozo de tela de lino, haciéndola gritar de dolor.


Maleficia
—murmuró alguien, cerca de donde estaban Juana y Esculapio, entre la multitud de testigos—. San Bernabé, protégenos del mal de ojo.

Esculapio no dijo nada, pero sacudió la cabeza con tristeza.

Había llegado a Ingelheim aquella mañana para la lección semanal, pero el canónigo había impedido que los niños recibieran instrucción sin asistir antes al juicio a Hrotrud, antaño partera de la aldea.

—Porque aprenderán más de los caminos de Dios observando este sagrado juicio que en los libros paganos —había dicho, mirando con insistencia a Esculapio.

A Juana no le gustaba retrasar su lección, pero tenía curiosidad por el juicio. Se preguntaba cómo sería; nunca había visto ningún juicio por brujería. Pero lamentaba que fuera Hrotrud, por la que sentía simpatía y a la que consideraba una mujer sincera, nada hipócrita. Siempre le había hablado francamente, la había tratado con bondad, sin ridiculizarla como hacían otros en la aldea. Gudrun le había contado a Juana que Hrotrud la había asistido en su nacimiento (un terrible suplicio, según la madre), y le atribuía el mérito de haber salvado la vida de Juana aquel día. Mientras miraba a los aldeanos reunidos la niña pensó que seguramente Hrotrud había ayudado a dar a luz a la mayoría de los presentes, al menos los que tenían más de seis inviernos. Nadie lo podría haber adivinado por el modo en que la trataban en aquel momento. La mujer se había vuelto una molestia para ellos, un recordatorio de su caridad cristiana, pues desde que el dolor de los huesos le había torcido las manos, volviéndola inútil como partera, había vivido de las limosnas de los vecinos y de lo poco que podía ganar vendiendo hierbas medicinales y filtros de su invención.

Su habilidad en esto último había resultado su perdición porque el hecho de que pudiera ofrecer remedios para el insomnio y los dolores de muelas, de estómago y de cabeza, a los aldeanos les parecía pura y simple brujería.

Una vez terminada la bendición del agua, el canónigo se volvió hacia Hrotrud.

—¡Mujer! Ya sabes el crimen del que se te acusa. ¿Confesarás ahora libremente tus pecados para asegurar la salvación de tu alma inmortal?

Hrotrud lo miró llena de miedo por el rabillo del ojo.

—Si confieso, ¿me dejaréis en libertad?

El canónigo negó con la cabeza.

—Está expresamente prohibido en el Libro Sagrado: «No permitirás que una bruja viva». —Para darle más autoridad a la cita, añadió—: Éxodo, capítulo veintidós, versículo dieciocho. Pero tendrás una muerte consagrada y rápida, y con ella ganarás la recompensa inconmensurable del cielo.

—¡No! —respondió Hrotrud en tono desafiante—. ¡Soy una mujer cristiana, no una bruja, y cualquiera que lo diga es un mentiroso!

—¡Bruja! ¡Sufrirás el fuego del infierno por toda la eternidad! ¿Puedes negar la prueba ante tus propios ojos?

De detrás de la espalda el canónigo había sacado un sucio cinturón de lino, acortado con una serie de nudos. Lo sacudió acusadoramente ante Hrotrud, que dio un paso atrás.

—¿Ves cómo retrocede ante él? —murmuró alguien cerca de Juana—. Es culpable, seguro, y habrá que quemarla.

«Cualquiera se habría sobresaltado con un movimiento súbito como ése —pensó Juana— Eso no puede ser prueba de culpabilidad».

El canónigo alzaba el cinturón para que todos pudieran verlo.

—Esto pertenece a Arno, el molinero. Desapareció hace una semana. Inmediatamente después cayó enfermo, con un terrible dolor de vientre.

La expresión de los presentes era solemne. No tenían ninguna simpatía especial por Arno, del que se sospechaba que usaba pesas falsas. Una adivinanza que solían hacerse era: «¿Qué cosa es la más justiciera del mundo?». Y la respuesta era: «El jubón de Arno, porque aprieta a un ladrón por el cuello todos los días». Aun así, la enfermedad del molinero era una cuestión de gran preocupación para toda la comunidad. Sin él, el grano no podría hacerse harina porque, por ley, ningún aldeano podía moler su propia cosecha.

—Hace dos días —siguió el canónigo con la voz cargada de acentos acusadores— fue descubierto este cinturón en el bosque cerca de la cabaña de Hrotrud.

Hubo un murmullo entre la gente y algunos gritos sueltos: «¡Bruja!», «¡Hechicera!», «¡A quemarla!».

El canónigo dijo a Hrotrud:

—Tú robaste el cinturón e hiciste los nudos para que tus encantamientos malignos, que han llevado a Arno al borde de la muerte, tuvieran efecto.

—¡No! —gritó Hrotrud indignada, forcejeando por soltarse de las ataduras— ¡No lo hice! ¡Nunca había visto ese cinturón! Yo nunca…

El canónigo hizo una seña impaciente a los hombres, que sacudieron varias veces a Hrotrud como un saco de nueces y la soltaron para que siguiera su impulso. Hrotrud gritó de miedo y furia mientras volaba por el aire hasta caer en el centro del estanque.

Juana y Esculapio fueron empujados por la gente que se adelantaba para ver mejor. Si Hrotrud salía a la superficie del estanque y flotaba, significaría que las aguas benditas la rechazaban; se revelaría entonces como bruja y sería quemada en la hoguera. Si se hundía, su inocencia quedaba probada y se salvaría.

En el tenso silencio todos los ojos estaban fijos en la superficie del agua. Las ondas se ampliaron lentamente desde el sitio donde Hrotrud había caído; por lo demás, la superficie estaba inmóvil.

El canónigo gruñó e hizo una señal a los hombres, que inmediatamente se zambulleron y nadaron en busca de Hrotrud.

—Es inocente de los cargos contra ella —dijo el canónigo—. Dios sea loado.

¿Era la imaginación de Juana o parecía desilusionado?

Los hombres seguían buscando bajo el agua sin resultado. Al fin uno de ellos emergió sosteniendo a Hrotrud y fue hacia la orilla. La mujer estaba fláccida en sus brazos, con la cara hinchada y descolorida. La depositó en el suelo. Hrotrud no se movió. El hombre se inclinó, buscando los latidos del corazón. Al cabo de un momento levantó la cabeza.

—Está muerta —anunció.

Un murmullo recorrió a la asistencia.

—Muy lamentable —dijo el canónigo— Pero murió inocente del crimen del que se la acusaba. Dios conoce sus caminos y dará recompensa y descanso a su alma.

Los aldeanos se dispersaron, algunos pasando junto al cadáver que examinaban con curiosidad, otros reuniéndose en pequeños grupos para conversar en voz baja.

Juana y Esculapio volvieron a la casa en silencio. Juana estaba profundamente turbada por la muerte de Hrotrud. Se avergonzaba de la curiosidad que había tenido antes por presenciar el juicio. Pero no había esperado que Hrotrud muriera. Estaba segura de que no era una bruja; por lo tanto, creía que Dios probaría su inocencia.

Y lo había hecho.

Pero entonces, ¿por que la había dejado morir?

No habló de ello hasta más tarde, cuando reanudaron la lección en el
grubenhaus
. En medio de la escritura ella bajó el estilo y preguntó.

—¿Por qué lo ha hecho Dios?

—Quizá no sea Él quien lo ha hecho —respondió Esculapio, captando el sentido de la pregunta de inmediato.

Juana lo miraba extrañada.

—¿Estás diciendo que algo así pudo pasar en contra de su voluntad?

—Quizá no. Pero el error puede estar en la naturaleza del juicio antes que en la naturaleza de la voluntad de Dios.

Juana lo pensó.

—Mi padre diría que así es como se ha juzgado a las brujas durante cientos de años.

—Y eso es cierto.

—Pero eso no hace que necesariamente esté bien. —Juana volvió a mirar a Esculapio—. ¿Cuál sería el modo correcto?

—Eso —dijo él— tendrás que decírmelo tú.

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