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Authors: Donna Woolfolk Cross

Tags: #Histórico, Romántico

La Papisa (6 page)

BOOK: La Papisa
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La comida fue espléndida, la mejor que la familia hubiera preparado para un huésped. Había un pernil de cerdo, asado hasta que la piel se resquebrajó, legumbres hervidas, remolacha, queso y pan recién horneado. El canónigo llevó a la mesa una cerveza franca, picante, oscura y espesa como el caldo. Después comieron almendras fritas y manzanas asadas.

—Delicioso —dictaminó Esculapio al terminar—. Hacía mucho tiempo que no comía tan bien. Desde que salí de Bizancio no había comido un cerdo de sabor tan tierno.

Gudrun estaba complacida.

—Es porque criamos nuestros propios cerdos y los engordamos antes de matarlos. La carne de los cerdos negros del bosque es dura y sin sabor.

—¡Cuéntanos algo de Constantinopla! —dijo Juan con entusiasmo—. ¿Es cierto que las calles están pavimentadas con piedras preciosas y que de las fuentes mana oro líquido?

—No —dijo Esculapio riéndose—. Pero es un lugar maravilloso para vivir.

Los dos hermanos escucharon con la boca abierta la descripción de Constantinopla, construida sobre un alto promontorio, con edificios de mármol y cúpulas de oro y plata, muy altas; desde los pisos superiores de los edificios podía verse el puerto del Cuerno de Oro, en el que anclaban barcos de todo el mundo. En aquella ciudad había nacido y pasado su juventud Esculapio. Se había visto obligado a huir cuando su familia entró en una disputa religiosa con el
basileus
, algo relacionado con la ruptura de iconos. Juana no entendía esto, aunque su padre sí y asentía con un adusto gesto de reprobación mientras Esculapio relataba la persecución de su familia.

En este punto, la discusión pasó a ocuparse de asuntos teológicos, y Juana y su hermano fueron llevados a la parte de la casa donde dormían sus padres; como huésped de honor, Esculapio tendría la cama grande cerca del fuego toda para él solo.

—Por favor, ¿puedo quedarme y escuchar? —preguntó Juana a su madre.

—No, ya ha pasado la hora de acostarse. Además, nuestro huésped está cansado de contar historias. Lo que digan a partir de ahora no te interesará.

—Pero…

—Basta, niña. A la cama. Tendrás que ayudarme por la mañana; tu padre quiere preparar otro banquete para el visitante mañana. Si hay más como él —gruñó Gudrun— nos arruinaremos.

Dejó a los niños en el jergón de paja, los besó y se fue.

Juan no tardó en dormirse, pero Juana siguió despierta, tratando de oír lo que decían las voces al otro lado del grueso tabique de madera. Al fin, cuando la curiosidad pudo más que ella, salió de la cama y fue hasta la puerta donde se arrodilló en la oscuridad y dirigió su atención hacia el fuego del hogar, junto al cual su padre y Esculapio hablaban. Sentía frío; el calor del fuego no llegaba hasta ella y tenía puesto sólo un camisón de lino. Temblaba, pero no pensó siquiera en volver a la cama; tenía que escuchar lo que decía el invitado.

La conversación giraba en torno a la escuela de la catedral. Esculapio le preguntó al canónigo:

—¿Sabes algo de la biblioteca que tienen?

—Oh, sí —dijo el canónigo, evidentemente contento de que se le preguntara—. He pasado muchas horas en ella. Alberga una excelente colección, con más de setenta y cinco códices. —Esculapio asintió cortésmente, aunque no pareció impresionado. Juana no podía imaginarse tantos libros en un solo lugar. El canónigo seguía—: Hay copias de
De scriptoribus ecclesiasticus
de Isidoro, y
De Gubernatione Dei
de Salviano. También los
Comentarii
completos de Jerónimo, con ilustraciones maravillosamente bien hechas. Y hay un manuscrito especialmente bueno del
Hexameron
de tu compatriota san Basilio.

—¿Hay manuscritos de Platón?

—¿Platón? —El canónigo parecía sorprendido—. Por supuesto que no; sus escritos no son un estudio apto para un cristiano.

—¿Ah sí? ¿No apruebas el estudio de la lógica, entonces?

—Tiene su lugar en el
trivium
—respondió el canónigo con manifiesta incomodidad—, con el uso de los textos apropiados, como los de Agustín y Boecio. Pero la fe se basa en la autoridad de las Escrituras, no en la evidencia de la lógica; a veces los hombres por una necia curiosidad quebrantan su fe.

—Entiendo. —El tono de Esculapio indicaba más cortesía que conformidad—. Pero quizá puedas responderme a esto: ¿por qué entonces el hombre puede razonar?

—La razón es la chispa de la divina esencia del hombre: «Dios creó al hombre a su imagen; en la imagen de Dios lo creó».

—Tienes un buen dominio de las Escrituras. Entonces, ¿aceptas que la razón es un don divino?

—Con toda seguridad.

Juana se acercó unos centímetros dentro de la sombra que la ocultaba; no quería perderse lo que diría a continuación Esculapio.

—Entonces, ¿por qué temer exponer la fe a la razón? Si Dios nos la dio, ¿cómo ésta iba a apartarnos de Él?

El canónigo cambió de posición en su silla. Juana nunca lo había visto tan incómodo. Era un misionero, preparado para enseñar y predicar, sin el hábito del intercambio de un debate lógico. Abrió la boca para responder y la cerró.

—En realidad —siguió Esculapio—, ¿no será la «falta» de fe lo que lleva a los hombres a temer el escrutinio de la razón? Si la meta es dudosa, entonces el camino está sembrado de temor. Una fe robusta no necesita temer porque si Dios existe, entonces la razón no puede sino ayudarnos a llegar a Él.
Cogito, ergo Deus est
, dice san Agustín. «Pienso, luego Dios existe».

Juana seguía la discusión con tanta atención que se olvidó de sí misma y soltó una exclamación en voz alta, que le brotaba por su comprensión y aprobación. Su padre volvió la vista enérgicamente hacia la puerta. Ella retrocedió en las sombras y esperó, casi sin atreverse a respirar. Oyó las voces que recomenzaban. «Benedícite —pensó—, no me han visto». Volvió a subir sin hacer ruido al jergón, donde Juan roncaba.

Mucho después de que las voces cesaran, Juana seguía despierta en la oscuridad. Se sentía increíblemente ligera y libre, como si le hubieran quitado de encima un peso opresivo. No era culpa suya que Mateo hubiera muerto. Su deseo de aprender no lo había matado, pese a lo que dijera su padre. Aquella noche, escuchando a Esculapio, había descubierto que su amor al saber no era algo antinatural ni pecaminoso sino la consecuencia directa de su capacidad, recibida de Dios, de razonar. «Pienso, por lo tanto Dios existe». Sentía en el corazón la verdad de aquella frase.

Las palabras de Esculapio habían encendido una luz en su alma. «A lo mejor mañana puedo hablar con él —pensó—. A lo mejor puedo demostrarle que sé leer».

La perspectiva era tan agradable que no podía dejar de pensar en ella. No se durmió hasta el alba.

A la mañana siguiente, Gudrun envió a Juana al bosque a recoger hayucos y bellotas para alimentar a los cerdos. Impaciente por volver a la casa, junto a Esculapio, Juana se apresuró a completar su trabajo. Pero el suelo del bosque otoñal estaba cubierto de hojas caídas y los frutos eran difíciles de encontrar; no podía volver hasta que la cesta estuviera llena.

Cuando volvió, Esculapio se disponía a marcharse.

—Esperaba que nos hicieras el honor de comer con nosotros —dijo el canónigo—. Estaba interesado en tus ideas sobre el misterio del Uno Trino y me gustaría hablar de ello más a fondo.

—Eres muy amable, pero tengo que estar en Maguncia esta noche. El obispo me espera y tengo prisa por hacerme cargo de mis deberes.

—Por supuesto, por supuesto. —Tras una pausa, el canónigo añadió—: Pero ¿recuerdas nuestra conversación sobre el muchacho? ¿Te quedarás a observar su lección?

—Es lo menos que puedo hacer por un anfitrión tan generoso —dijo Esculapio con estudiada cortesía.

Juana cogió su costura y se instaló en una silla a poca distancia, tratando de pasar tan inadvertida como fuera posible para que su padre no la mandara fuera.

No debería haberse preocupado. La atención del canónigo estaba centrada exclusivamente en Juan. Con la esperanza de impresionar a Esculapio con la amplitud de los conocimientos de su hijo, empezó la lección interrogando a Juan sobre las reglas de la gramática según Donato. Fue un error porque la gramática era el punto más flojo de Juan. Como era de prever, su exposición fue lamentable, confundió el ablativo con el dativo, equivocó los verbos y al final fue totalmente incapaz de hilvanar correctamente una frase. Esculapio escuchaba solemnemente, con una profunda arruga cruzándole la frente.

Ruborizado por la vergüenza, el canónigo pasó a campo más seguro. Empezó con el catecismo de enigmas del gran Alcuino, en el cual Juan había sido instruido a conciencia. El niño superó bastante bien la primera parte.

—¿Qué es un año?

—Un carro con cuatro ruedas.

—¿Qué caballos lo tiran?

—El sol y la luna.

—¿Cuántos palacios tiene?

—Doce.

Complacido con este pequeño triunfo, el canónigo pasó a partes más difíciles del catecismo. Juana lo lamentó y podía ver que Juan estaba cerca del pánico.

—¿Qué es la vida?

—La alegría de los bienaventurados, la pena de los tristes, y… y… —La voz se quebró.

Esculapio cambió de posición en la silla. Juana cerró los ojos, concentrándose en las palabras, haciendo fuerza para que Juan las pronunciara.

—¿Sí? —preguntó el canónigo—. ¿Y qué?

La cara de Juan se iluminó de inspiración.

—¡Y la busca de la muerte!

El canónigo asintió secamente.

—¿Y qué es la muerte?

Juan miró a su padre como un ciervo atrapado que ve acercarse al cazador.

—¿Qué es la muerte? —repitió el canónigo.

No valía la pena. La vacilación en la pregunta anterior y el enfado creciente del padre habían aniquilado todo aplomo en Juan. Ya no podía recordar nada. Su rostro se derrumbó; Juana supo que se pondría a llorar. El padre lo fulminaba con la mirada. Esculapio lo miraba con ojos compadecidos.

Ella no pudo soportarlo más. La pena de su hermano, la ira de su padre y la intolerable humillación ante los ojos de Esculapio fueron más fuertes que ella. Antes de que supiera lo que estaba haciendo, exclamó:

—Un hecho inevitable, una peregrinación incierta, las lágrimas de los vivos, el ladrón de los hombres.

Sus palabras cayeron como un rayo entre los otros. Los tres la miraron y en sus rostros había un espectro de emociones distintas. En el de Juan había tristeza, en el de su padre cólera, en el de Esculapio asombro. El canónigo fue el primero en recuperar su voz.

—¿Qué insolencia es ésta? —preguntó. Recordando la presencia del sabio, dijo—: Si no fuera porque está aquí nuestro invitado, recibirías un adecuado castigo ahora mismo. Pero el castigo tendrá que esperar. Fuera de mi vista.

Juana se levantó de la silla, luchando por dominarse hasta que atravesó la puerta de la casa y la cerró tras ella. Corrió tan rápido como pudo hasta los helechos de la linde del bosque y allí se tiró al suelo.

Pensó que se moriría de dolor. ¡Había sido humillada ante los ojos de la persona a la que más quería impresionar! «No es justo. Juan no conocía la respuesta y yo sí. ¿Por qué no la iba a decir?».

Durante mucho rato se quedó mirando las sombras de los árboles, que se alargaban. Un petirrojo bajó a tierra a poca distancia y empezó a picotear entre los helechos, buscando gusanos. Encontró uno y dio una vuelta hinchando el pecho, orgulloso de su presa. «Como yo —pensó ella con ironía—. Hinchada de orgullo por lo que he hecho». Sabía que el orgullo era un pecado (con frecuencia la habían castigado por él), pero no podía evitar sentir lo que sentía. «Soy más lista que Juan. ¿Por qué él va a estudiar y yo no?».

El petirrojo se fue volando. Juana lo vio convertirse en una distante mancha de color entre los árboles. Tocó la medalla de santa Catalina que llevaba colgada al cuello y pensó en Mateo. Él la habría acompañado, le habría hablado, le habría explicado las cosas de modo que pudiera entenderlas. Lo echaba tanto de menos…

«Tú mataste a tu hermano», había dicho su padre. Una sensación de náusea le subió por la garganta al recordarlo. Pero su espíritu se rebelaba. Era orgullosa, quería más de lo que Dios quería para una mujer. Pero ¿por qué habría de castigar Dios a Mateo por un pecado de ella? No tenía sentido.

¿Qué había en ella que le impedía renunciar a sus sueños imposibles? Todos le decían que su deseo de estudiar no era natural. Pero ella no dejaba de tener deseos de saber, de explorar el mundo más amplio de las ideas y de tener las oportunidades abiertas de los que estudiaban. Las otras niñas de la aldea no tenían esos intereses. Se contentaban con asistir a la misa sin entender una sola palabra. Aceptaban lo que se les decía y no buscaban nada más allá. Soñaban con un buen marido, que para ellas era un hombre que las tratara bien, que no les pegara, y un trozo de tierra que pudieran trabajar; ni siquiera tenían deseos de ir más allá del mundo seguro y conocido de la aldea. Eran tan inexplicables para Juana como ésta lo era para ellas.

«¿Por qué soy diferente? —se preguntaba—. ¿Qué hay de malo en mí?».

Sonaron pasos a su lado y una mano le tocó el hombro. Era Juan.

—Me manda mi padre —dijo en tono sombrío—. Quiere que vayas.

Juana lo cogió de la mano.

—Lo siento.

—No deberías haberlo hecho. Eres sólo una mujer.

Era difícil aceptarlo, viniendo de él, pero le debía una disculpa por haberlo avergonzado delante del huésped.

—Hice mal. Perdóname.

Juan trató de mantener su postura de orgullo herido, pero no pudo.

—Está bien, te perdono —dijo—. Al menos mi padre ya no está enfadado conmigo. Ahora…, bueno, ven y lo verás tú misma.

La ayudó a levantarse del suelo húmedo y le sacudió el polvo y las hojas de helecho que tenía pegados al vestido. Cogidos de la mano caminaron hacia la cabaña.

En la puerta, Juan hizo pasar a su hermana delante.

—Pasa —le dijo—. Es a ti a quien ellos quieren ver.

«¿Ellos?». Juana pensó acerca de lo que aquello querría decir, pero no podía preguntar porque ya estaba frente a su padre y a Esculapio, que esperaban junto al fuego del hogar.

Se acercó y se quedó humildemente frente a ellos. Su padre tenía un gesto peculiar, como si hubiera tragado algo agrio. Gruñó y le señaló a Esculapio, que le indicó que se acercara. Le cogió las manos y le clavó una mirada penetrante.

—¿Sabes latín? —le dijo.

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