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Authors: Donna Woolfolk Cross

Tags: #Histórico, Romántico

La Papisa (38 page)

BOOK: La Papisa
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Era una bonita perspectiva, salvo por un detalle: Gregorio seguía vivo. Como un viñedo anciano con las raíces profundas para absorber alimento de un suelo árido, el viejo se aferraba obstinadamente a la vida. Prudente y contemplativo en su vida personal tanto como en su papado, Gregorio procedía con enloquecedora lentitud aun en su acto final de morir.

Había reinado diecisiete años, más que ningún papa desde León III, de santa memoria. Por ser un hombre bueno, modesto, bienintencionado, piadoso, Gregorio era amado por el pueblo romano. Había sido un solícito protector de la creciente población de peregrinos pobres de la ciudad para los que había habilitado alojamientos y refugios, y había hecho distribuir generosas limosnas en todas las procesiones y festividades.

Anastasio veía a Gregorio con una compleja mezcla de emociones, que se dividían por partes iguales entre el asombro y el desprecio: asombro por lo genuino de su fe, desprecio por su simplicidad y lentitud mental, que lo dejaba siempre abierto al engaño y la manipulación. El mismo Anastasio había sacado ventaja con frecuencia de la ingenuidad del papa y nunca con tanto éxito como en el «campo de la mentira», cuando había arreglado la traición a las negociaciones de paz de Gregorio con el emperador Ludovico, en sus mismas narices. Aquella pequeña intriga le había dado excelentes frutos; el beneficiario, el hijo de Ludovico, Lotario, había sabido traducir su agradecimiento en monedas, y Anastasio se había enriquecido. Más importante aún, Anastasio se había ganado la confianza y el apoyo de Lotario. Durante un tiempo, es cierto, Anastasio había temido que su alianza con el heredero franco terminara en nada, porque la derrota de Fontenoy había sido un verdadero desastre. Pero Lotario había logrado llegar a un acuerdo con sus hermanos rebeldes con el Tratado de Verdún, notable pieza de prestidigitación política que le permitió retener tanto la corona como sus territorios. Lotario seguía siendo el legítimo emperador y nadie se lo discutía; hecho que resultaría muy valioso para Anastasio en el futuro.

El sonido de las campanas sacó a Anastasio de su ensoñación. Las campanas sonaron una, dos y tres veces. Anastasio se dio una jubilosa palmada en los muslos. ¡Al fin!

Ya se había puesto la túnica de luto cuando llegó la esperada llamada. Entró un notario papal con pasos silenciosos.

—El apostólico ha sido llamado por Dios —anunció—. Se requiere tu presencia,
primicerius
, en la cámara papal.

Uno al lado del otro, sin hablar, recorrieron los laberínticos pasillos del palacio de Letrán hacia los aposentos del papa.

—Fue un buen hombre —dijo el notario rompiendo el silencio—. Un pacificador, un santo.

—Un santo, es verdad —respondió Anastasio. Y añadió para sí: «¿Qué mejor lugar para él, entonces, que el cielo?».

—¿Cuándo tendremos otro? —La voz del notario se quebró.

Anastasio vio que el hombre estaba llorando. Lo intrigaba el despliegue de auténtica emoción. En él sería demasiado artificial, era demasiado consciente del efecto que producían en los otros sus palabras o actos para comprometerse en
lacrimae rerum
. No obstante, la emoción del notario le recordó que debía preparar su propia exhibición de dolor. Cuando se acercaban a la cámara papal contuvo la respiración y contrajo la cara hasta que sintió un ardor en los ojos. Era un truco que había aprendido para producir lágrimas a voluntad; lo usaba rara vez, pero siempre con buen efecto.

La cámara estaba abierta a la multitud de deudos. Gregorio yacía en la gran cama de pluma, con los ojos cerrados y los brazos ritualmente cruzados sobre una cruz dorada. Los otros
optimates
, altos funcionarios de la corte papal, rodeaban el lecho fúnebre: Anastasio vio a Arighis, el
vicedominus
, a Compulo, el
nomenclator
, y a Esteban, el
vestiarius
.

—El
primicerius
Anastasio —anunció el secretario cuando entraron.

Los otros alzaron la vista y lo vieron hundido en la pena, los rasgos arrugados por el dolor, las mejillas manchadas por las lágrimas.

Juana alzó la cabeza y dejó que los rayos del cálido sol romano cayeran sobre su cara. Seguía sin acostumbrarse a aquel clima agradable y suave en
Wintarmanoth
, en enero, pues así lo llamaban en aquella parte meridional del imperio donde prevalecían los nombres romanos, no los francos.

Roma no era lo que había imaginado. Había fantaseado con una ciudad resplandeciente, pavimentada con oro y mármol, con cientos de basílicas alzándose hacia el cielo en un deslumbrante testimonio de la existencia de una verdadera
Civitas Dei
, una ciudad de Dios en la tierra. La realidad resultó muy diferente. Extensa, sucia, superpoblada, Roma, con sus callejuelas estrechas y torcidas, parecía engendrada en el infierno más que en el cielo. Sus monumentos (los que no habían sido convertidos en iglesias cristianas) estaban en ruinas. Templos, anfiteatros, palacios y termas habían sido despojados de su oro y plata y dejados a merced de los elementos. La hiedra trepaba por los fustes de las columnas; el jazmín y el acanto echaban raíces en las grietas de las paredes; cerdos, cabras y bueyes de grandes cuernos pastaban en los pórticos derruidos. Había estatuas de emperadores tiradas en tierra; los sarcófagos vacíos de los héroes eran usados como tinas, cisternas o corrales para cerdos.

Era una ciudad de contradicciones al parecer irreconciliables: la maravilla del mundo y un lugar sucio y decadente; un centro de peregrinación para la cristiandad, donde el mejor arte homenajeaba a los dioses paganos; un centro de libros y sabiduría, cuyo pueblo vivía en la ignorancia y la superstición.

Pese a estas contradicciones, y quizás a causa de ellas, Juana amaba Roma. El incesante tumulto de sus calles la excitaba. En aquellos concurridos pasadizos convergían los rincones más lejanos del mundo: romanos, lombardos, germanos, bizantinos y musulmanes se aglomeraban en una mezcla de ropas y lenguas. Pasado y presente, paganismo y cristianismo, se entrelazaban en un rico tapiz. Lo mejor y lo peor de todo el mundo se reunía dentro de aquellos antiguos muros. En Roma, Juana encontró el mundo de oportunidades y aventuras que había buscado toda su vida.

Pasaba la mayor parte de su tiempo en el Borgo, donde se concentraban las distintas
scholae
, escuelas o sociedades de extranjeros. Al llegar, hacía más de un año, había ido naturalmente a la escuela franca antes de todo, pero no halló admisión porque estaba llena de peregrinos e inmigrantes francos. Así que había ido a la inglesa, donde los antepasados ingleses de su padre, así como su propio apodo, Ánglico, le habían valido una cálida bienvenida.

La profundidad y amplitud de su educación no tardaron en darle reputación de erudito brillante. Acudían teólogos de toda Roma a mantener con ella diálogos sobre el saber; siempre se marchaban asombrados de la magnitud de su conocimiento y su rápido ingenio en las discusiones. Cuánto más se habrían asombrado, pensaba Juana con una sonrisa secreta, si hubieran sabido que quien los había derrotado era una mujer.

Sus deberes cotidianos incluían asistir a una misa en la pequeña iglesia de al lado de la escuela. Después de la comida del mediodía y de una breve siesta (ya que era costumbre en el sur dormir durante las horas de más calor), iba a la enfermería, donde pasaba el resto del día atendiendo a los enfermos. Su conocimiento de las artes médicas la ponía en buena posición porque la práctica de la medicina allí no estaba ni remotamente tan avanzada como en Franconia. Los romanos sabían poco de las propiedades curativas de hierbas y plantas, y nada del estudio de la orina para diagnosticar o tratar enfermedades. Los éxitos de Juana en aquel campo habían hecho que sus servicios tuvieran mucha demanda.

Era una vida activa y ocupada, que convenía perfectamente a su carácter. Le ofrecía todas las oportunidades de la vida monástica sin ninguna de sus desventajas. Podía ejercitar plenamente su mente sin secretos ni censuras. Tenía acceso a la biblioteca de la escuela, una pequeña pero buena colección de más de cincuenta volúmenes, y nadie se asomaba por encima de su hombro para reprocharle que leyera a Cicerón o a Suetonio antes que a san Agustín. Era libre de ir y venir como quisiera, de pensar lo que quisiera, de expresar sus pensamientos sin temor a los azotes o a que se descubriera su sexo. El tiempo pasaba rápido, medido por las satisfacciones del trabajo de cada día.

Las cosas podrían haber seguido así indefinidamente si el recién elegido papa Sergio no hubiera enfermado.

Desde la septuagésima, el papa había estado aquejado por una variedad de síntomas vagos pero preocupantes: mala digestión, insomnio, pesadez e hinchazón en los miembros; poco después de Pascua empezó a sentir dolores tan fuertes que se hacían casi insoportables. Noche tras noche, todo el palacio se despertaba con sus gritos.

La sociedad de médicos envió una docena de sus mejores hombres a asistirlo. Trataron con diversos modos de efectuar la cura: llevaron un fragmento del cráneo de san Policarpo para que el enfermo lo tocara; masajearon sus miembros afectados con aceite cogido de una lámpara que había ardido toda la noche en la tumba de san Pedro, medida que se sabía que curaba aun los males más desesperados; lo sangraron repetidamente y lo purgaron con vomitivos tan fuertes que todo su cuerpo se sacudió en violentos espasmos. Cuando estas poderosas medicinas fallaron, trataron de disipar el dolor mediante la contrairritación, cruzando las venas de las piernas con cera hirviendo.

Nada daba resultado. A medida que empeoraba el estado del papa, crecía la alarma entre el pueblo romano: si Sergio moría tan poco tiempo después de su predecesor, dejando otra vez vacante el trono de san Pedro, el emperador franco Lotario podía aprovechar la oportunidad para bajar a la ciudad e imponer su autoridad imperial sobre ella.

Benedicto, el hermano de Sergio, también estaba preocupado, no por un sentimiento fraternal sino porque la enfermedad de su hermano representaba una amenaza para sus propios intereses. Había persuadido a Sergio de que lo nombrara
missus
papal y desde esa posición había obrado hábilmente para acrecentar la autoridad del gobierno papal y con ella la suya propia. El resultado era que sólo cinco meses después de haber subido al poder, Sergio gobernaba sólo de nombre; todo el poder real en Roma lo tenía Benedicto… para considerable aumento de su fortuna personal.

Benedicto habría preferido tener también el título y el honor de papa, pero siempre había sabido que eso estaba fuera de su alcance. No tenía ni la educación ni la elegancia que se requerían para un puesto tan alto. Era el segundo hijo y en Roma no se dividía la propiedad y el título entre los herederos, como en Franconia. En cuanto primogénito, Sergio había acumulado todos los privilegios que la familia podía proporcionar: las ropas caras, los tutores privados. Era terriblemente injusto, pero no había nada que pudiera hacerse y al cabo de un tiempo Benedicto dejó de lamentarse y buscó consuelo en los placeres mundanos, los cuales, como no tardó en descubrir, no escaseaban en Roma. Su madre se quejaba de sus costumbres disolutas pero no había hecho ningún intento serio por prohibirlas; los intereses y esperanzas de ella habían estado centrados siempre en Sergio.

En aquel momento, por fin, los largos años de desdén terminaban. No había sido difícil lograr que Sergio lo nombrara
missus
papal; Sergio siempre se había sentido culpable por la preferencia de que había gozado a costa de su hermano menor. Benedicto sabía que su hermano era débil, pero corromperlo había resultado más fácil de lo que pensaba. Después de todos los años de incesante estudio y privaciones de monje, Sergio estaba más que dispuesto a disfrutar de la vida. Benedicto no trató de tentar a su hermano con mujeres porque Sergio se aferraba con firmeza al ideal de la castidad sacerdotal. De hecho, sus sentimientos en este punto se acercaban a la obsesión, por lo que Benedicto tuvo que esforzarse por mantener en secreto sus propias aventuras amorosas.

Pero Sergio tenía otra debilidad: un insaciable apetito por los placeres de la mesa. Mientras consolidaba su propio poder, Benedicto mantuvo a su hermano distraído con un interminable desfile de delicias digestivas. La capacidad de Sergio para ingerir comida y vino era prodigiosa. En una ocasión había consumido de una sentada cinco truchas, dos pollos asados, una docena de empanadas de carne y una pata de venado. Después de la comilona había oficiado la misa matutina tan hinchado y ofuscado que vomitó la sagrada hostia encima del altar, para horror de la congregación.

Después de aquel vergonzoso episodio, Sergio decidió reformarse, volviendo a la dieta simple de pan y verduras con la que había crecido. El régimen espartano restauró su salud; y junto con la salud volvió su interés por los asuntos de Estado. Esto último interfería en los provechosos planes de Benedicto; pero Benedicto supo esperar su ocasión. Cuando consideró que Sergio ya tenía bastante de su piadosa autonegación, volvió a tentarlo con regalos especiales: golosinas exóticas, guisos y tartas, lechoncitos asados, barriles de espeso vino toscano. Sergio no tardó en dejarse llevar nuevamente por su debilidad.

Pero esta vez había ido demasiado lejos. Los abusos llevaron a la enfermedad y la vida misma del papa quedó en peligro. Benedicto no sentía ninguna compasión por su hermano mayor, pero no quería que muriera porque todo su poder dependía de que su hermano siguiera siendo papa.

Había que hacer algo. Los médicos que asistían a Sergio eran cada uno más incompetente que el otro y se limitaban a atribuir la enfermedad del santo padre a poderosos demonios, contra cuya maligna acción sólo la plegaria podía servir. Lo rodearon de una multitud de curas y monjes que lloraban y rezaban junto a su cama día y noche, alzando sus voces al cielo aunque sin lograr ningún cambio: Sergio seguía empeorando.

Benedicto no se daba por satisfecho dejando su futuro a merced del débil hilo de una plegaria. «Tengo que hacer algo. Pero ¿qué?».

—Mi señor.

Benedicto salió de sus reflexiones al oír la pequeña y vacilante voz de Celestino, uno de los
cubiculari
o chambelanes del papa. Como la mayoría de ellos, Celestino era vástago de una rica y aristocrática familia romana que había pagado espléndidamente por el honor de que su hijo sirviera de chambelán del papa. Benedicto miró al chico con disgusto. ¿Qué sabía aquel niño mimado de la vida, de la dura lucha por emerger de la oscuridad?

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