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Authors: Donna Woolfolk Cross

Tags: #Histórico, Romántico

La Papisa (39 page)

BOOK: La Papisa
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—¿Qué pasa?

—Mi señor Anastasio te pide una audiencia.

—¿Anastasio? —Benedicto no recordaba a quién correspondía el nombre.

—El obispo de Castellum —dijo Celestino.

—¿Te atreves a darme lecciones? —Con furia, Benedicto descargó la mano con fuerza sobre la mejilla de Celestino—. Eso te enseñará a respetar a tus mayores. Ahora vete fuera y tráeme al obispo.

Celestino salió deprisa, tocándose la mejilla y con lágrimas en los ojos. A Benedicto le ardía la palma de la mano: la flexionó y descubrió que no se había sentido tan bien en muchos días.

Momentos más tarde, Anastasio hacía su majestuosa entrada. Alto e imponente, epítome de la elegancia aristocrática, sabía bien la impresión que causaba en Benedicto.


Paz vobiscus
—dijo Benedicto en su mal latín.

Anastasio notó el barbarismo pero ocultó su desprecio.


Et cum spiritu tuo
—respondió—. ¿Cómo se encuentra su santidad el papa?

—Mal. Muy mal.

—Lamento oírlo.

Esto era más que cortesía; Anastasio realmente estaba preocupado. No era el momento para que Sergio muriera. Anastasio no había cumplido los treinta y cinco años, la edad mínima exigida para un pontífice; los cumpliría un año después. Si Sergio moría en aquel momento, podrían elegir a un hombre más joven y podían pasar veinte años o más antes de que el trono de san Pedro volviera a quedar vacante. Anastasio no se proponía esperar tanto para realizar la ambición de su vida.

—Supongo que tu hermano recibe una buena atención.

—Está rodeado noche y día por hombres santos que elevan plegarias por su recuperación.

—Ah. —Hubo un silencio.

Los dos eran escépticos respecto de la eficacia de tales medidas, pero no podían expresar sus dudas abiertamente.

—Hay alguien en la escuela inglesa —dijo Anastasio—, un sacerdote con gran reputación de médico.

—¿Sí?

—Juan Ánglico, creo que es el nombre; un extranjero. Al parecer es un hombre de gran erudición. Dicen que puede lograr verdaderos milagros con enfermos.

—Quizá debería mandar por él —dijo Benedicto.

—Quizás —asintió Anastasio y dejó de hablar de ello.

Sentía que Benedicto no era de la clase de hombres a los que se podía presionar. Con tacto, pasó a otra materia. Cuando juzgó que había transcurrido un tiempo razonable, se puso de pie para marcharse.


Dominus tecum, Benedictus
.


Deus vobiscus
—respondió Benedicto volviendo a errar en la declinación.

«Bestia ignorante», pensó Anastasio. Que semejante hombre pudiera escalar tanto en el poder era una vergüenza, una mancha en la reputación de la Iglesia. Con una reverencia y un elegante doblez de su túnica, Anastasio se volvió para salir.

Benedicto lo miraba. «No está mal, para ser un aristócrata. Mandaré buscar a ese cura, ese Juan Ánglico». Probablemente causaría problemas llevar a alguien que no era miembro de la sociedad de médicos, pero no importaba. Ya encontraría un modo. Siempre había un modo cuando se sabía lo que se quería.

Tres docenas de cirios ardían a los pies de la gran cama en la que yacía Sergio. Ante ella había una cantidad de monjes de hábito negro arrodillados, murmurando letanías al unísono.

Enodio, médico jefe de Roma, alzó la lanceta de hierro y la clavó con habilidad en el antebrazo izquierdo de Sergio y cortó en la vena principal. Brotó sangre de la herida y cayó a un tazón de plata que sostenía su aprendiz. El médico sacudió la cabeza al examinar la sangre que había salido. Era espesa y oscura; los humores nefastos que originaban la enfermedad del papa se retraían dentro del cuerpo y no querían salir. Enodio dejó la herida abierta para que fluyera más sangre que de costumbre; no podría volver a sangrar a Sergio en varios días porque la luna pasaba por Géminis, que era un signo inapropiado para las sangrías.

—¿Qué aspecto tiene? —preguntó Floro, otro médico.

—Malo. Muy malo.

—Ven afuera —susurró Floro—. Tengo que hablarte.

Enodio restañó la sangre de la herida, cerrando la abertura en la carne y apretando con un dedo. Dejó al aprendiz el trabajo de vendar la herida con hojas de ruda mojadas en grasa y tela encima. Secándose la sangre de las manos siguió a Floro al pasillo.

—Han enviado a buscar a alguien más —dijo Floro con urgencia en cuanto estuvieron solos—. Un médico de la escuela inglesa.

—¡No! —Enodio se alarmó.

La práctica de la medicina dentro de la ciudad se suponía que estaba estrictamente restringida a los miembros de la sociedad médica; aunque de hecho un pequeño ejército no reconocido de diletantes ejercían sus dudosas habilidades entre el populacho. Eran tolerados mientras operaran de forma anónima entre los pobres. Pero un reconocimiento directo a uno de ellos, desde el palacio papal, representaba una innegable amenaza.

—Juan Ánglico, llaman al hombre —dijo Floro—. Se dice que tiene poderes extraordinarios. Dicen que puede diagnosticar una enfermedad sólo examinando la orina del paciente.

Enodio suspiró.

—Un charlatán.

—Por supuesto. Pero algunos de esos supuestos médicos son muy hábiles. Si este Juan puede lograr siquiera una aparente curación, será peligroso.

Floro tenía razón. En una profesión como ésta, donde los resultados solían ser decepcionantes y siempre impredecibles, la reputación lo era todo. Si aquel extraño tenía éxito donde ellos habían fallado…

Enodio pensó por un momento.

—¿Dices que analiza la orina? Entonces le daremos un poco.

—¡No querrás ayudar al extranjero!

—He dicho que le daremos un poco —repitió Enodio con una sonrisa—, pero no he dicho de quién.

Rodeada por una escolta de guardias papales, Juana se dirigía rápidamente al
Patriarchium
, el enorme palacio que alojaba la residencia papal así como la gran cantidad de oficinas administrativas que constituían el gobierno en Roma. Más allá de la gran basílica de Constantino, con su magnífica hilera de ventanas de arco redondo; entraron y subieron una breve escalinata que los dejó en el
triclinium major
, o gran salón del palacio, cuya construcción había sido encargada por el papa León, de santa memoria.

El salón tenía suelo de mármol y estaba decorado con pequeños mosaicos trabajados con un grado de maestría que dejó asombrada a Juana. Nunca había visto colores tan brillantes, ni figuras tan bien representadas. Nadie en Franconia (obispo, abad, conde, ni siquiera el mismo emperador) podía mandar hacer algo tan espléndido.

En el centro del triclinio se había reunido un grupo de hombres. Uno se adelantó a saludarla. Era moreno, con ojillos mediocerrados y expresión astuta.

—¿Eres el sacerdote Juan Ánglico? —preguntó.

—Lo soy.

—Soy Benedicto,
missus
papal y hermano del papa Sergio. Te he traído aquí para curar a su santidad.

—Haré lo que pueda —dijo Juana.

Benedicto bajó la voz a un susurro.

—Hay quienes no desean que tengas éxito.

Juana estaba dispuesta a creerlo. Los hombres que tenía delante eran miembros de la selecta y exclusiva sociedad de médicos. No le darían la bienvenida a un extraño.

Uno de ellos se les acercó: alto, delgado, con mirada penetrante y nariz aguileña. Benedicto lo presentó como Enodio, director de la sociedad de médicos. Enodio saludó con la más breve de las inclinaciones de cabeza.

—Descubrirás por ti mismo, si tienes la capacidad, que su santidad está afligido por demonios, cuya influencia perniciosa no será contrarrestada por medicinas o purgas.

Juana no dijo nada. No ponía mucha fe en aquellas teorías. ¿Por qué mirar a lo sobrenatural cuando había tantas causas físicas y visibles de enfermedad?

Enodio le tendió un frasco de líquido amarillo.

—Esta muestra de orina fue tomada a su santidad hace menos de una hora. Tenemos curiosidad por ver qué puedes deducir de ella.

«De modo que quieren examinarme —pensó Juana—. Bueno, supongo que es un modo de empezar tan bueno como cualquier otro».

Cogió el frasco y lo levantó para examinarlo a contraluz. El grupo se reunió en un semicírculo. La nariz aguileña de Enodio temblaba mientras su dueño examinaba a Juana con la expectación de un ave de rapiña.

Volvió el frasco de un lado y otro para ver mejor su contenido. Extraño. Lo olió, volvió a olerlo. Metió un dedo, se lo llevó a la lengua y lo saboreó con cuidado. La tensión a su alrededor era casi palpable.

Volvió a oler y a probar. No tenía dudas.

Una treta inteligente, sustituir la orina del papa por la de una mujer embarazada. La ponían ante un verdadero dilema. Como simple sacerdote, y como extranjero, no podía acusar a gente tan importante de un engaño deliberado. Por otra parte, si no daba señales de haber advertido la sustitución, sería denunciada por impostora.

La trampa había sido tendida con habilidad. ¿Cómo escapar de ella?

Lo pensó un momento.

Se volvió y anunció con gesto serio:

—Dios está a punto de obrar un milagro. Dentro de treinta días su santidad dará a luz.

Benedicto se sacudía de risa cuando salieron del triclinio.

—¡La cara de esos viejos! Me era imposible contener las carcajadas. —Lo que había pasado le había hecho mucha gracia—. Probaste tu capacidad y expusiste su engaño sin pronunciar una sola palabra de acusación. ¡Asombroso!

Cuando se acercaban al dormitorio papal oyeron gritos roncos al otro lado de la puerta.

—¡Villanos! ¡Demonios! ¡No estoy muerto todavía!

Se oyó un golpe, como de un objeto lanzado.

Benedicto abrió la puerta. Sergio estaba sentado en la cama con la cara roja de furia. En el suelo, un jarrón de cerámica roto se balanceaba ante un grupo de sacerdotes. Sergio había tomado una copa dorada de la mesa junto a la cama y estaba a punto de lanzarla contra los prelados cuando Benedicto fue hacia él y se la quitó.

—Vamos, hermano. Ya sabes lo que han dicho los médicos. Estás enfermo; no debes agitarte.

—Cuando me desperté —dijo Sergio en tono acusador— los encontré ungiéndome con aceite. Trataban de darme la extremaunción.

Los prelados se alisaron las túnicas con dignidad. Parecían hombres importantes; uno que llevaba el palio de arzobispo habló.

—Lo consideramos conveniente, en vista del empeoramiento de su santidad…

—¡Fuera, de inmediato! —exclamó Benedicto.

Juana quedó atónita; Benedicto debía de tener mucho poder para dirigirse con tan poca cortesía a un arzobispo.

—Piénsatelo bien, Benedicto —dijo el arzobispo—. ¿Pondrías en peligro el alma inmortal de tu hermano?

—¡Fuera! —Benedicto abrió los dos brazos y los empujó como a un grupo de cuervos—. ¡Fuera todos!

Los prelados se retiraron deprisa con gestos de indignación. Sergio se dejó caer sobre los almohadones, agotado.

—¡El dolor, Benedicto! —gimió—. No puedo soportar el dolor.

Benedicto sirvió vino de una jarra junto a la cama en una copa dorada y la llevó a los labios de Sergio.

—Bebe —le dijo—. Te calmará.

Sergio bebió con avidez.

—Más —dijo en cuanto hubo vaciado la copa.

Benedicto le sirvió una segunda, y una tercera. El vino chorreaba por las comisuras de los labios de Sergio. Tenía huesos pequeños pero era muy gordo. Parecía una serie de círculos conectados: una cara redonda apoyada en una papada redonda, ojos redondos dentro de círculos gemelos de carne.

—Ahora —dijo Benedicto, cuando la sed de Sergio quedó calmada—, ¿ves lo que he hecho por ti, hermano? Te he traído a alguien que puede ayudarte. Es Juan Ánglico, un médico de gran reputación.

—¿Otro médico? —preguntó Sergio con desconfianza.

Pero no puso objeciones cuando Juana alzó la sábana para examinarlo. La escandalizó la condición en que estaba. Las piernas muy hinchadas con la carne estirada y resquebrajada por la tensión. Había una grave inflamación en las articulaciones; Juana imaginó la causa, pero tenía que asegurarse. Miró los oídos de Sergio. Ahí estaban los reveladores
tophi
, pequeñas excrecencias calcáreas parecidas a ojos de cangrejo, cuya presencia significaba que Sergio padecía un agudo ataque de gota. ¿Cómo era posible que sus médicos no lo hubieran reconocido?

Pasó la punta de los dedos suavemente por la carne roja y brillante buscando la fuente de la inflamación.

—Al menos éste no tiene manos de campesino —dijo Sergio.

Era asombroso que estuviera tan lúcido, porque ardía de fiebre. Juana le tomó el pulso y al hacerlo vio las múltiples heridas que las sangrías le habían hecho en el brazo. Tenía el pulso débil y el color general, ahora que había pasado el ataque de ira, era de un blanco azulado y enfermizo.

«Benedícite —pensó—. No me asombra que tenga sed. Lo han sangrado casi hasta matarlo».

Se volvió hacia el chambelán.

—Trae agua. Rápido.

Tenía que reducir la inflamación antes de que ésta lo matara. Por suerte había llevado cebolla y cólquico. Buscó en su bolsa y sacó un pequeño cuadrado de pergamino encerado que abrió con cuidado para no derramar nada del precioso polvo. El chambelán volvió con una jarra de agua. Juana sirvió un poco en un vaso y disolvió dos octavos de onza de raíz en polvo, la dosis recomendada. Añadió miel para disimular el gusto amargo y una pizca de beleño para hacer dormir a Sergio porque el sueño era el mejor remedio contra el dolor y el descanso la más fuerte esperanza de cura.

Tendió el vaso a Sergio, el cual bebió con avidez.

—¡Bah!, ¡es agua! —dijo y escupió.

—Bebed —dijo Juana con firmeza.

Para su sorpresa, Sergio obedeció.

—¿Y ahora qué? —preguntó cuando hubo terminado—. ¿Me purgarás?

—Pensé que habíais tenido bastante de esas torturas.

—¿Quieres decir que no harás más que esto? —exclamó Benedicto—. ¿Un simple vaso de agua y nada más?

Juana suspiró. Ya había encontrado aquellas reacciones antes. El sentido común y la moderación no eran apreciados en el arte de curar. La gente pedía medidas más drásticas. Cuanto más seria era la enfermedad, más violenta se esperaba que fuera la cura.

—Padecéis de gota, santidad. Os he dado cólquico, un específico para esa enfermedad. En unos momentos estaréis dormido y,
Deo volente
, el dolor y la hinchazón que os han afligido cederán en unos pocos días.

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