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Authors: Donna Woolfolk Cross

Tags: #Histórico, Romántico

La Papisa (42 page)

BOOK: La Papisa
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Sintió que algo húmedo le azotaba la cara: Benedicto le había arrojado el contenido de su copa. El vino hizo asomar lágrimas a sus ojos y las gotas que le entraron con violencia por la boca la atragantaron y la hicieron toser.

—Llevadlo a la mazmorra —ordenó Benedicto.

—¡No! —Con un grito agudo, Juana se liberó de los guardias.

Tenía que llegar a donde estaba Sergio antes de que Benedicto pudiera prevenirlo contra ella. Corrió rápidamente por el pasillo hacia el triclinio.

—¡Detenedlo! —gritó Benedicto.

Los pasos de los guardias sonaban a sus espaldas. Juana torció por un pasillo lateral y corrió desesperadamente hacia las luces brillantes del triclinio.

Estaba a pocos pasos de él cuando la alcanzaron y al cogerla la hicieron rodar por el suelo. Luchó por levantarse, pero los guardias le paralizaron brazos y piernas. Sin amparo, la alzaron y se la llevaron.

La transportaron por pasillos que no conocía y escaleras que descendían en ángulo tan acentuado y por tanto tiempo que Juana se preguntaba si terminarían alguna vez. Finalmente, los guardias la soltaron ante una pesada puerta de placas de roble y cerrojo de hierro. Levantaron el cerrojo y abrieron la puerta con un crujido; pusieron a Juana de pie y la empujaron dentro. Tropezó en la oscuridad y sintió agua en los pies. La puerta se cerró a sus espaldas y la oscuridad se hizo absoluta.

Los pasos de los guardias se alejaron. Juana estiró los brazos, tanteando en la oscuridad. Buscó su bolsa; no habían pensado en quitársela, lo cual era al menos algo bueno. Metió una mano y tocó los distintos sobres y frascos, reconociendo cada uno por su forma y tamaño. Al fin encontró lo que estaba buscando: la caja que contenía su pedernal, la yesca y el pequeño cabo de vela que usaba para calentar sus pociones. Sacó el pedernal y lo frotó con fuerza contra la caja metálica, arrancando chispas con las que encendió la paja seca que llevaba en la caja. En un momento brotó la llama. Inclinó la vela hasta que el pábilo cogió la llama y empezó a proyectar a su alrededor un círculo suave.

La luz temblaba en la oscuridad revelando formas y contornos. El calabozo era grande, de unos diez metros de largo por dos y medio de ancho. Las paredes eran de piedras grandes, oscurecidas por el tiempo. Por lo escurridizo del suelo, Juana supuso que también era de piedra, aunque resultaba imposible asegurarse, ya que estaba cubierto con varios centímetros de pegajosa agua estancada.

Alzó más la vela ampliando el círculo de luz. En un rincón apareció una forma clara, una forma humana, insustancial como un fantasma.

«No estoy sola». Sintió alivio, seguido inmediatamente por temor. Después de todo, era un sitio de castigo. Aquel hombre podía ser un loco o un criminal… o ambas cosas.


Dominus tecum
—dijo. El hombre no respondió. Juana repitió el saludo en lengua vulgar y añadió—: Soy Juan Ánglico, sacerdote y médico. ¿Hay algo que pueda hacer por ti, hermano?

El hombre estaba sentado contra la pared con los brazos a los lados y las piernas extendidas y abiertas. Juana se acercó. La luz de la vela dio en la cara del hombre… pero no era una cara, sino una calavera, una horrible máscara de la muerte cubierta con jirones de carne podrida.

Con un grito, Juana se volvió y corrió chapoteando hacia la puerta. Golpeó las pesadas tablas de roble.

—¡Dejadme salir! —Llamó hasta despellejarse los nudillos.

No respondió nadie. No iría nadie. La dejarían morir allí en la oscuridad.

Se abrazó a sí misma y apretó con fuerza tratando de detener el temblor. Poco a poco, las olas de terror y desesperación empezaron a bajar. A medida que lo hacían otro sentimiento subía dentro de ella: una tenaz decisión de sobrevivir, de presentar batalla contra la injusticia que la había llevado a aquel sitio. Su mente, temporalmente embotada por el miedo, empezaba a razonar de nuevo. «No debo perder la esperanza —pensó con determinación—. Sergio no me dejará para siempre en esta mazmorra. Se enfadará al principio cuando oiga la versión de Benedicto de lo de Marioza, pero en unos pocos días se calmará y mandará a buscarme. Todo lo que tengo que hacer es aguantar hasta entonces».

Hizo un recorrido meticuloso por el calabozo. Encontró los restos de otros tres prisioneros, pero esta vez estaba preparada y no eran tan horribles como el primero porque sus huesos hacía mucho que habían sido enteramente limpiados de carne. Su exploración también le permitió hacer un descubrimiento importante: un lado del calabozo era más alto que el otro; del lado alto, el agua terminaba antes de la pared, dejando una larga franja de suelo seco. Contra la pared había un manto de lana agujereado, pero aun así era una útil protección contra el frío penetrante de aquella cámara subterránea. En otro rincón hizo otro hallazgo: un jergón de paja flotando en el agua. Era grueso y bien hecho, y tan espeso que el agua no lo había atravesado, de modo que la parte superior seguía seca. Lo arrastró hacia el lado alto y se sentó sobre él poniendo la vela a su lado. Abrió la bolsa y sacó eléboro, un veneno en forma de polvo negro. Con él dibujó un amplio círculo a su alrededor para impedir que entraran ratas e insectos. Sacó un sobre con corteza de roble en polvo y otro con salvia seca. Los machacó y disolvió en un pequeño frasco de vino mezclado con miel. Inclinando cuidadosamente el precioso líquido tomó un largo trago para fortalecerse contra los humores nocivos del lugar. Se acostó en el jergón, apagó la vela y se cubrió con el manto agujereado.

Se quedó inmóvil en la oscuridad. Había hecho todo lo que podía hacer por el momento. Tenía que descansar y conservar las fuerzas hasta que Sergio mandara a buscarla.

Veintiuno

Era la festividad de la Ascensión y el servicio del día se llevaría a cabo en la iglesia titular de Santa Prassede. Aunque el sol acababa de salir, ya se habían reunido espectadores, dando vida a las calles que rodeaban el
Patriarchium
con movimiento, color y voces.

Pronto se abrieron las grandes puertas de bronce del palacio. Los primeros en aparecer fueron los acólitos y los monjes de las órdenes menores, marchando humildemente a pie. Los seguía un grupo de guardias a caballo, con sus miradas agudas observando a la multitud en busca de posibles agitadores. Detrás de ellos iban, también a caballo, los siete diáconos y los siete notarios regionales, cada uno precedido por un clérigo que portaba un estandarte con los símbolos de su región eclesiástica. Seguían el arcipreste y el
primicerius
de los defensores, seguidos por sus hermanos. Por último apareció el papa Sergio, magníficamente ataviado con una túnica de oro y plata, montado en una alta yegua roana cubierta de seda blanca. Inmediatamente detrás venían los optimates, los principales dignatarios de la administración papal, en orden de importancia: Arighis, el
vicedominus
, marchaba en cabeza, y tras él el
vestiarius
, el
sacellarius
, el
arcarius
y el
nomenclator
.

La larga procesión cruzó el espacio abierto del patio de Letrán y avanzó con majestuosa dignidad, pasando la gran estatua broncínea de la loba,
mater romanorum
, que según los antiguos había amamantado a Rómulo y Remo. La estatua había ocasionado considerable controversia porque había quienes decían que era blasfemo que un testimonio de la idolatría pagana siguiera en pie ante los muros del palacio papal, mientras que otros la defendían con igual pasión, elogiando su belleza y la excelencia de su trabajo.

Inmediatamente después de la loba, la procesión giró hacia el norte, pasando ante el gran arco del acueducto de Claudio, con sus muros de ladrillo realizados con elegancia, y tomaron la antigua Vía Sacra, el camino sagrado que los papas habían pisado desde tiempo inmemorial.

Sergio parpadeó molesto por los fuertes rayos del sol. Le dolía la cabeza y el balanceo rítmico de su caballo lo estaba mareando; se aferró a las riendas para no caerse. «Éste es el precio que pago por mi glotonería», pensó con arrepentimiento. Había vuelto a pecar atiborrándose de buenas comidas y vinos. Pese a su debilidad, resolvió, por vigésima vez en aquella semana, enmendarse.

Con un estremecimiento de pesar pensó en Juan Ánglico. Se había sentido mucho mejor cuando lo atendía el cura extranjero. Pero, por supuesto, no podía ni pensar siquiera en hacerlo volver a su lado después de lo que había hecho: Juan Ánglico era un detestable pecador, un cura que había quebrantado el más sagrado de sus votos.

—¡Dios bendiga al papa!

Las aclamaciones de la multitud lo devolvieron al presente. Hizo una señal de la cruz bendiciendo a la gente mientras combatía interiormente con sus náuseas; la procesión seguía con solemne dignidad por la estrecha Vía Sacra.

Acababan de pasar el monasterio de Honorio cuando la multitud se dispersó en repentina confusión, espantada por un hombre a caballo que corrió hacia ellos. Caballo y jinete se habían esforzado mucho: la boca del animal estaba llena de espuma y los flancos le palpitaban. El jinete, por su parte, tenía la ropa rasgada y la cara ennegrecida como un sarraceno con el barro del camino. Tiró de las riendas y saltó a tierra frente a la procesión.

—¿Cómo te atreves a interrumpir esta sagrada procesión? —le preguntó indignado Eustaquio, el arcipreste—. Guardias, desnudad a este hombre y azotadlo. Cincuenta azotes le enseñarán a respetar.

—Él… viene… —El hombre estaba tan sin aliento que las palabras apenas si se entendían.

—Esperad —dijo Sergio a los guardias—. ¿Quién viene?

—Lotario —jadeó el hombre.

—¿El emperador? —preguntó Sergio, atónito.

El hombre asintió con la cabeza.

—Viene a la cabeza de un gran ejército de francos. Santidad, ha jurado una venganza sanguinaria contra vos y esta ciudad por la ofensa que se le ha hecho.

Un murmullo de horror empezó a escucharse entre la multitud.

—¿La ofensa? —Por un momento Sergio no pudo entender de qué se trataba. Hasta que lo recordó—: ¡La consagración!

Después de la elección de Sergio, la ciudad había seguido adelante con la ceremonia de consagración sin esperar la aprobación del emperador. Esto era un manifiesto rechazo de la carta del año 824, que daba a Lotario el derecho de la
jussio
imperial, o ratificación de un papa electo antes de la consagración. No obstante, la iniciativa había recibido una generalizada aprobación porque el pueblo la vio como una orgullosa afirmación de la independencia de Roma de la distante corona franca. Era un claro y deliberado desafío a Lotario, pero como la
jussio
era más simbólica que real (pues ningún emperador había dejado nunca de confirmar a un papa electo), nadie creyó que Lotario fuera a hacer nada al respecto.

—¿Dónde está el emperador? —La voz de Sergio era un susurro seco.

—En Viterbo, santidad.

Se alzaron gritos de alarma. Viterbo era parte de la campiña romana y estaba a menos de diez días de marcha.

—Mi señor, el emperador es un castigo sobre la tierra. —La lengua del hombre se había soltado tras haber recuperado el aliento—. Sus soldados dejan un desierto a su paso, destruyen las granjas, se llevan el ganado, arrancan las vides de raíz. Cogen lo que quieren y lo que no quieren lo queman. A los que se interponen en su camino los matan sin piedad; mujeres, ancianos, niños, no perdonan a nadie. El horror… —Su voz se quebró—. El horror de eso no puede imaginarse.

Aterrorizados y vacilantes los presentes miraron a su papa. Pero no encontraron ningún consuelo en lo que vieron. Ante los atónitos romanos, la cara de Sergio se relajó, sus ojos se volvieron hacia arriba, y cayó sin sentido sobre su caballo.

—¡Oh, está muerto!

El grito de lamentación encontró su eco en una docena de voces. La guardia papal se acercó a rodear a Sergio; lo bajaron del caballo y lo llevaron cargándolo al
Patriarchium
. El resto de la procesión los seguía deprisa.

La multitud asustada llenaba el patio del palacio, amenazando con desencadenar un peligroso caos. Los guardias cabalgaron entre ellos con látigos y con las espadas desenvainadas, expulsándolos por las calles estrechas y oscuras al solitario terror de sus casas.

La alarma y la agitación crecían a medida que los refugiados llegaban a las puertas de la ciudad desde el campo vecino, de Farfa y Narni, Laurentum y Civitavecchia. Llegaban en grupos grandes, cargando a las espaldas sus posesiones y con sus muertos amontonados en carros. Todos contaban relatos similares de la destrucción y el salvajismo de los francos. Estos terroríficos relatos alentaron los esfuerzos de la ciudad por fortificar sus defensas: día y noche, los romanos trabajaron sin descanso para limpiar las capas de basura que se habían acumulado contra los muros de la ciudad con el correr de los siglos y que facilitarían al enemigo la tarea de trepar por ellos.

Los curas de la ciudad estaban ocupados de la prima a las vísperas diciendo misa y escuchando confesiones. Las iglesias se llenaban a reventar, los feligreses aumentaban en número porque el temor había vuelto a despertar la fe en muchos cristianos vacilantes. Encendían cirios con piedad y elevaban sus voces en la plegaria por la salvación de sus casas y familias… y por la recuperación del enfermo Sergio, de quien dependían sus esperanzas. «Que la fuerza de Dios esté con nuestro papa», rezaban, porque seguramente el papa necesitaría mucha fortaleza para salvar a Roma del demonio Lotario.

La voz de Sergio subía y bajaba en las melodías fluidas del canto romano, más sincero y dulce que el de cualquiera de los otros chicos en la
schola cantorum
. El maestro de canto le sonreía con aprobación. Alentado, Sergio cantaba más alto y su joven voz de soprano subía y subía en un éxtasis de felicidad hasta que parecía como si fuera a elevarlo hasta el mismo cielo…

El sueño se desvaneció y Sergio se despertó. El miedo, vago y sin definición, acechaba en los bordes de su conciencia, poniendo en marcha su corazón antes de que pudiera entender por qué.

Con una sacudida, recordó.

Lotario.

Se sentó. La cabeza le latía y tenía un gusto amargo en la boca.

—¡Celestino! —Tenía la voz quebrada como una bisagra enmohecida.

—¡Santidad!

Celestino se levantó adormecido del suelo. Las suaves mejillas rosadas y los redondos ojos de niño bajo el pelo rubio enmarañado le daban el aire de un ángel celestial. Con sus diez años, era el más joven ayuda de cámara; el padre de Celestino era un hombre de gran influencia en la ciudad; por eso él había entrado en Letrán antes que muchos otros. «En fin —pensó Sergio—, no es más joven que yo cuando me llevaron de la casa de mis padres».

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