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Authors: Donna Woolfolk Cross

Tags: #Histórico, Romántico

La Papisa (3 page)

BOOK: La Papisa
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Ya casi había llegado. De repente sonó un trueno encima de la casa. Al mismo tiempo, algo la tocaba por detrás. Perdió el control: se dio la vuelta para echar a correr y tropezó con la silla que había rozado con la espalda.

El dormitorio de sus padres estaba en penumbra y en silencio, salvo por la respiración rítmica de su madre. Por el sonido, la niña supo que estaba profundamente dormida: el ruido no la había despertado. Fue rápidamente a la cama, levantó la manta de lana y se deslizó bajo ella. La madre dormía de costado, con los labios ligeramente entreabiertos; su aliento cálido acarició la mejilla de la niña, que se apretó contra ella y sintió la suavidad de su cuerpo a través del delgado camisón de lino.

Gudrun bostezó y cambió de posición; abrió los ojos y dirigió una mirada adormilada a la niña. Se despertó del todo y la abrazó.

—Juana —la reprendió suavemente al tiempo que acercaba los labios al cabello suave de la niña—. Pequeña, deberías estar durmiendo.

Hablando rápido, con voz aguda y tensa por el miedo, Juana le contó a su madre lo de la mano del monstruo.

Gudrun escuchó mientras acariciaba a su hija y murmuraba palabras para tranquilizarla. Con dulzura pasó los dedos sobre la cara de la niña, que apenas si era visible en la oscuridad. No era bonita, pensaba Gudrun con tristeza. Se parecía demasiado a él, con su grueso cuello inglés y su barbilla ancha. Su cuerpecito ya era grueso y pesado, no largo y espigado como el de los miembros de la familia de Gudrun. Pero los ojos sí eran hermosos, grandes y expresivos y de color intenso, verdes, con círculos grisáceos en el centro. Cogió un mechón del cabello de la niña y lo pasó entre los dedos, maravillada por el modo en que brillaba aun en la oscuridad. «Mi cabello. —No el áspero pelo negro del pueblo cruel y oscuro de su marido—. Mi hija. —Enroscó el mechón de cabello en un dedo y sonrió—. Esto, al menos, es mío».

Calmada por la atención de su madre, Juana se relajó. En una imitación cariñosa empezó a jugar con la larga cabellera de Gudrun, soltándola hasta que quedó esparcida alrededor de su cabeza. Juana admiraba el pelo de su madre y lo alisaba sobre la colcha de lana negra, como una espesa crema. Nunca había visto suelto el cabello de su madre. Por insistencia del canónigo, Gudrun lo llevaba siempre recogido y oculto bajo una rígida cofia de lino. El cabello de una mujer, decía su marido, es la red con la que Satán pesca el alma de un hombre. Y el cabello de Gudrun era extraordinariamente hermoso, largo y suave, del color del oro blanco, sin huella de gris, aunque ya era una mujer de treinta y seis inviernos.

—¿Por qué se fueron Mateo y Juan? —preguntó Juana de pronto.

Su madre se lo había explicado muchas veces, pero ella quería volver a oírlo.

—Ya sabes por qué. Tu padre los llevó en un viaje misionero.

—¿Por qué no pude ir yo también?

Gudrun suspiró con aire resignado. La niña siempre estaba llena de preguntas.

—Mateo y Juan son chicos; algún día serán sacerdotes como tu padre. Tú eres una niña y esas cosas no son para ti. —Viendo que Juana no quedaba contenta con la explicación, añadió—: Además, eres demasiado pequeña.

—¡Cumplí cuatro años en
Wintarmanoth
! —exclamó Juana, indignada.

Los ojos de Gudrun se iluminaron alegremente cuando observó la cara regordeta de la niña.

—Ah, sí, había olvidado que eres una niña mayor ya. ¡Cuatro años! Es mucho.

Juana se quedó inmóvil mientras su madre le acariciaba el pelo.

—¿Qué son los paganos? —preguntó.

Su padre y sus hermanos habían hablado mucho de los paganos antes de partir. Juana no sabía qué eran los paganos exactamente, aunque comprendía que eran algo muy malo.

Gudrun se puso tensa. La palabra tenía el poder de un conjuro. Había estado en los labios de los soldados invasores cuando saquearon su casa y mataron a su familia y a sus amigos. Los oscuros y crueles soldados del emperador franco Carlos. El «Grande», lo llamaban ahora que estaba muerto.
Karolus Magnus
, Carlos el Grande o Carlomagno. ¿Lo llamarían así, se preguntaba Gudrun, si hubieran visto a sus soldados arrancar criaturas de los brazos de sus madres, darles la vuelta tomándolos de los pies y estrellarles la cabeza en las rocas ensangrentadas? Gudrun apartó la mano del cabello de Juana y giró hasta quedar boca arriba.

—Es una pregunta que debes hacerle a tu padre —dijo.

Juana no entendió qué había hecho mal, pero captó una extraña dureza en la voz de su madre y supo que la mandaría a su propia cama si no se le ocurría algo con qué reparar el error. Se apresuró a decir:

—Háblame de los antepasados.

—No puedo. Tu padre no aprueba que te cuente esas cosas.

Las palabras de la madre eran a medias una afirmación, a medias una pregunta.

Juana sabía qué hacer. Puso las dos manos sobre el corazón en un gesto solemne y recitó el juramento tal como su madre se lo había enseñado, prometiendo eterno secreto en el nombre sagrado de Thor, el Señor del Trueno.

Gudrun rió y volvió a abrazar a Juana.

—Muy bien, pequeña perdiz. Te contaré la historia ya que sabes pedirme que te la cuente.

Su voz era cálida otra vez, nostálgica y armoniosa mientras empezaba a hablar de Woden y Thor y Freya y los otros dioses que habían poblado su infancia sajona antes de que los ejércitos de Carlomagno impusieran la palabra de Cristo con sangre y fuego. Habló alegremente de Asgard, la casa radiante de los dioses, una ciudad de palacios de oro y plata, a la que sólo podía llegarse cruzando Bifrost, el puente misterioso del arco iris. Como guardián del puente estaba Heimdall, el Vigilante, el cual nunca dormía y tenía un oído tan agudo que podía oír crecer la hierba. En Valhalla, el más hermoso de todos los palacios, vivía Woden, el Dios-Padre, sobre cuyos hombros se posaban los dos cuervos: Hugin, el Pensamiento, y Munin, la Memoria. Sentado en su trono, mientras los otros dioses se divertían, Woden reflexionaba sobre lo que le decían Pensamiento y Memoria.

Juana asintió alegremente con la cabeza. Aquélla era su parte favorita del cuento.

—Cuéntame lo del Pozo de la Sabiduría —dijo.

—Aunque ya era muy sabio —explicó su madre—, Woden siempre quería saber más. Un día fue al Pozo de la Sabiduría, custodiado por Mimir el Sabio, y quiso beber de él. «¿Qué precio pagarás?», le preguntó Mimir. Woden respondió que Mimir podía pedirle lo que quisiera. «La sabiduría siempre se adquiere con dolor —respondió Mimir—. Si quieres beber de esta agua, debes pagarla con uno de tus ojos».

Con la mirada brillante por el entusiasmo, Juana exclamó:

—Y Woden lo hizo, mamá, ¿no es cierto? ¡Lo hizo!

Su madre asintió.

—Aunque no era poco, Woden consintió en pagar con un ojo. Bebió del agua. Y transmitió a los hombres la sabiduría que había adquirido.

Juana miró a su madre con una expresión grave en sus ojos muy abiertos.

—¿Tú lo habrías hecho, mamá? ¿Habrías elegido ser sabia para poder conocer todas las cosas?

—Sólo los dioses tienen que tomar esas decisiones —respondió ella. Y viendo que la mirada interrogativa persistía en la niña, confesó—: No. Yo habría tenido miedo.

—Yo también —dijo Juana con aire pensativo—. Pero me habría gustado hacerlo. Me habría gustado saber qué me diría el pozo.

Gudrun sonrió mientras observaba la carita concentrada.

—A lo mejor no te habría gustado lo que hubieras sabido. Nuestro pueblo tiene un dicho: «El corazón de un sabio casi nunca está alegre».

Juana asintió con la cabeza, aunque no comprendía.

—Ahora cuéntame lo del Árbol —dijo, acercándose más a su madre.

Gudrun empezó a describir a Irminsul, el maravilloso Árbol del Universo. Había crecido en el más sagrado de los bosques sajones, en el manantial del río Lippe. Su pueblo lo había adorado hasta que el ejército de Carlomagno lo había echado abajo.

—Era muy hermoso —dijo—, y tan alto que nadie podía ver dónde terminaba. Era…

Se interrumpió al percibir de pronto otra presencia. Juana miró. Su padre estaba en el umbral.

La madre se sentó en la cama.

—Esposo —dijo—. No te esperaba hasta dentro de quince días.

El canónigo no respondió. Cogió una vela de cera de la mesa junto a la puerta y fue al hogar, donde la acercó a los tizones encendidos hasta encenderla. Gudrun dijo en tono nervioso:

—La niña se asustó por el trueno. Quise tranquilizarla contándole un cuento inofensivo.

—¡Inofensivo! —La voz del canónigo temblaba en el esfuerzo por controlar la ira—. ¿Llamas inofensivas a semejantes blasfemias?

Fue hasta la cama en dos largos pasos, levantó la vela y arrancó la manta, dejándolas destapadas. Juana echó los brazos al cuello de su madre y ocultó el rostro en una cortina de cabello rubio.

Por un momento el canónigo quedó mudo de incredulidad, mirando el cabello suelto de Gudrun. Entonces, se llenó de furia.

—¡Cómo te atreves! ¡Te lo he prohibido expresamente! —Cogió a Gudrun por un brazo y empezó a tirar para sacarla de la cama—: ¡Bruja pagana!

Juana se aferraba a su madre. El gesto del canónigo se ensombreció.

—¡Niña, vete! —gritó.

Juana vaciló, desgarrada entre el miedo y el deseo de proteger de algún modo a su madre. Gudrun la empujó.

—Sí, vete. Vete ahora mismo.

Juana se soltó, se dejó caer al suelo y corrió. En la puerta se volvió y vio que su padre tomaba bruscamente a su madre por el pelo, echándole la cabeza hacia atrás y obligándola a arrodillarse. Juana empezó a retroceder. El terror la inmovilizó al ver que su padre sacaba de la cuerda atada a la cintura su largo cuchillo con mango de hueso.


Forsachistu diabolae?
—le preguntó a Gudrun en sajón, con voz que era apenas más que un susurro. Como ella no respondió, le puso la punta del cuchillo contra la garganta— Di las palabras —gruñó amenazadoramente— ¡Dilas!


Ec forsacho allum diaboles
—respondió Gudrun con voz trémula, pero con los ojos brillantes de desafío—
wuercum and wuordum, thunaer ende woden ende saxnotes ende allum…

Paralizada de terror, Juana vio que su padre tomaba un grueso mechón del cabello de su madre y acercaba la hoja del cuchillo. Hubo un sonido de algo que se rasgaba y una larga hebra de cabello dorado voló hacia la puerta.

Llevándose una mano a la boca para ahogar un sollozo Juana se volvió y corrió. En la oscuridad tropezó con una forma irreconocible que la cogió. ¡La mano del monstruo! ¡Se había olvidado! Luchó por liberarse golpeándola con sus pequeños puños, resistiendo con todas sus fuerzas, pero la mano era grande y la asía enérgicamente.

—¡Juana! ¡Juana, quédate quieta! ¡Soy yo!

Las palabras calaron en su miedo. Era su hermano de diez años, Mateo, que había regresado con su padre.

—¡Hemos vuelto, Juana, deja de luchar! Todo está bien. Soy yo.

Juana buscó con la mano hasta sentir la superficie pulida de la cruz que llevaba siempre Mateo en el pecho; y se dejó caer sobre él con alivio.

Se sentaron juntos en la oscuridad, escuchando el sonido que producía el cuchillo con que el canónigo cortaba el cabello de la madre. Por un momento la oyeron llorar de dolor. Mateo soltó un juramento en voz alta. En respuesta se oyó un sollozo desde la cama donde el hermano de siete años, Juan, estaba oculto bajo la colcha.

Al fin los sonidos cesaron. Tras una breve pausa, la voz del canónigo empezó a recitar una plegaria. Juana sintió que Mateo se relajaba; todo había terminado. Le echó los brazos al cuello y lloró. Él la abrazó y la acunó suavemente.

Al cabo de un rato, ella alzó la cara hacia él.

—Padre llamó pagana a mamá.

—Sí.

—Ella no lo es —dijo Juana con vacilación— ¿Verdad?

—Lo fue. —Viendo la mirada de horrorizada incredulidad de su hermana, añadió—: Hace mucho tiempo. Ya no. Pero lo que te estaba contando eran historias paganas.

Juana dejó de llorar; aquella información le interesaba.

—Te sabes el primer mandamiento, ¿no?

Juana asintió y recitó:

—«No tendrás más dioses que yo».

—Sí. Eso significa que los dioses de los que te hablaba mamá son falsos; es pecado hablar de ellos.

—Por eso padre…

—Sí —la interrumpió Mateo—. Mamá tenía que ser castigada por el bien de su alma. Desobedeció a su marido y eso también va contra la ley de Dios.

—¿Por qué?

—Porque así lo dice el Libro. —Empezó a recitar—: «Pues el marido es la cabeza de la esposa; por ello, que las esposas se sometan a sus maridos en todo».

—¿Por qué?

—¿Por qué? —Mateo quedó desconcertado por la pregunta. Nadie se la había hecho antes—. Bueno, supongo que porque… porque las mujeres son por naturaleza inferiores a los hombres. Los hombres son más grandes, más fuertes, más inteligentes.

—Pero… —empezó a responder Juana, pero Mateo la interrumpió.

—Basta de preguntas, hermanita. Deberías estar en la cama. Ven.

La llevó a la cama y la acostó al lado de Juan, que ya estaba dormido.

Mateo había sido bueno con ella; para devolverle el favor, Juana cerró los ojos y se metió bajo la manta como si fuera a dormir.

Pero estaba demasiado inquieta para hacerlo. Se quedó despierta en la oscuridad, observando a Juan, que dormía con la boca abierta.

«No puede recitar el salterio y ya tiene siete años». Juana tenía sólo cuatro y ya se sabía de memoria los primeros diez salmos.

Juan no era inteligente. Y era un chico. Pero ¿cómo podía equivocarse Mateo? Lo sabía todo; sería sacerdote, como su padre.

Se quedó quieta en la oscuridad, dándole vueltas al problema en su mente. Al alba se durmió con un sueño inquieto y lleno de pesadillas de guerras entre dioses celosos y terribles. El arcángel Gabriel en persona bajaba del cielo con una espada en llamas para combatir a Thor y a Freya. La batalla era tremenda, pero al fin los falsos dioses eran rechazados y Gabriel se erguía triunfante ante las puertas del paraíso. Su espada había desaparecido; en sus manos brillaba un cuchillo con mango de hueso.

Dos

El estilo de madera se movía velozmente, formando letras y palabras en la suave cera amarilla de la tablilla. Juana se mantenía atenta junto al hombro de Mateo mientras éste copiaba la lección del día. De vez en cuando se interrumpía para pasar la llama de la vela por debajo de la tablilla e impedir que la cera se endureciera demasiado rápido.

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