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Authors: Donna Woolfolk Cross

Tags: #Histórico, Romántico

La Papisa (9 page)

BOOK: La Papisa
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Juana suspiró. Esculapio era tan diferente de su padre, e incluso de Mateo: se negaba a decirle las cosas e insistía en que ella encontrara las respuestas razonando. Juana se frotó suavemente la punta de la nariz como solía hacer cuando pensaba en un problema.

Claro. Había estado ciega por no verlo de inmediato. Cicerón y el
De inventione
. Hasta aquel momento había sido sólo una abstracción, un ornamento retórico, un ejercicio para el entendimiento.

—Las preguntas probatorias —dijo Juana—. ¿Por qué no podrían aplicarse en este caso?

—Explícate —dijo Esculapio.


Quid
: hay un hecho, el cinturón con los nudos; eso es indiscutible. Pero seguramente es discutible lo que significa.
Quis
: ¿Quién hizo los nudos y arrojó el cinturón en el bosque?
Quomodo
: ¿Cómo se lo robaron a Arno?
Quando, ubi
: ¿Cuándo y dónde fue robado? ¿Alguien lo vio realmente en manos de Hrotrud?
Cur
: ¿Por qué Hrotrud desearía un daño para Arno? —Hablaba rápido, excitada por las posibilidades de la idea—. Se debería citar a los testigos e interrogarlos. Y a Hrotrud y a Arno también habría que interrogarlos. Sus respuestas podrían haber determinado la inocencia de Hrotrud y… —concluyó— ¡no habría tenido que morir para probarlo!

Estaban pisando terreno peligroso y lo sabían. Se quedaron en silencio. Juana quedó abrumada por la magnitud del concepto que había estallado en ella: la aplicación de la lógica a la divina revelación, la posibilidad de una justicia terrena en la que los supuestos de la fe fueran gobernados por la investigación racional y la creencia fuera apoyada por los poderes de la razón.

—Creo —dijo Esculapio— que sería prudente no mencionar esta conversación a tu padre.

Acababa de pasar la festividad de san Bertín; los días empezaban a acortarse y junto con ellos las clases de los niños. El sol estaba bajo en el cielo cuando Esculapio por fin se puso de pie.

—Eso será suficiente por hoy.

—¿Puedo irme? —preguntó Juan.

Esculapio lo despidió con un gesto y el niño saltó de su asiento y corrió afuera.

Juana sonrió al maestro con un gesto de disculpa. El manifiesto rechazo de Juan por el estudio la avergonzaba. Esculapio solía ser impaciente y hasta rudo con él. Su hermano era un estudiante lento y de mala voluntad. «¡No puedo hacerlo!», gritaba en cuanto encontraba alguna dificultad. Había momentos en que Juana habría querido sacudirlo y gritarle: «¡Inténtalo! ¿Cómo sabes que no puedes si no lo intentas?».

Juana se reprocharía más tarde estos pensamientos. Juan no podía evitar ser lento. Pero si no fuera por él, no habría habido lecciones en aquellos últimos dos años… Y la vida sin las lecciones se habría vuelto inimaginable.

En cuanto Juan hubo salido, Esculapio dijo con seriedad:

—Tengo algo que decirte. Me han informado de que ya no necesitan mis servicios en la escuela. Otro estudioso, un franco, se ha ofrecido como maestro y el obispo lo encuentra más adecuado para el puesto que yo.

Juana quedó desconcertada.

—¿Cómo puede ser? ¿Quién es el hombre? ¡Es imposible que sepa tanto como tú!

—Eso demuestra tu lealtad —dijo Esculapio sonriendo—, aunque no tu sabiduría. Lo he conocido; es un excelente erudito, cuyos intereses se adaptan mejor que los míos a la enseñanza de la escuela. —Al ver que Juana no captaba el sentido, añadió—: Hay un lugar para la clase de conocimiento que tú y yo hemos perseguido juntos, Juana, y no es el interior de los muros de una catedral. Recuerda lo que te digo y ten cuidado: algunas ideas son peligrosas.

—Entiendo —dijo Juana, aunque no entendía del todo—. Pero ¿qué harás ahora? ¿Adónde irás?

—Tengo un amigo en Atenas, un compatriota que ha triunfado como comerciante. Quiere que vaya a darles clases a sus hijos.

—¿Te irás? —Juana no podía creer lo que estaba oyendo.

—Es un hombre próspero; su oferta es generosa. No tengo más alternativa que aceptar.

—¿Te irás a Atenas? —Estaba tan lejos—. ¿Cuándo?

—En un mes. Ya me habría ido de no ser por el placer que me produce mi trabajo contigo.

—Pero… —El espíritu de Juana corría tratando de pensar algo, cualquier cosa, para impedir que aquel hecho horrible sucediera—. Puedes vivir aquí, con nosotros. Podrías ser nuestro tutor ¡y podríamos tener lecciones todos los días!

—Eso es imposible, querida niña. Tu padre apenas si tiene para mantener a su familia durante el invierno. No hay lugar en vuestra mesa o vuestro lecho para un extraño. Además, debo irme adonde pueda continuar mi propio trabajo. La biblioteca de la catedral ya no me lo permite.

—No te vayas. —El dolor subía en ella como una sustancia palpable, formando un duro nudo en la base de la garganta—. Por favor, no.

—Mi querida niña, debo hacerlo. Aunque de veras me gustaría quedarme. —Acarició con cariño el cabello rubio de Juana—. He aprendido mucho enseñándote a ti; no creo que vuelva a tener nunca un alumno tan bueno. Tienes una inteligencia extraña; es un don de Dios y no debes negarlo —le dirigió una mirada significativa—, cualquiera que sea su precio.

Juana no habló por miedo a que su voz traicionara sus emociones. Esculapio le cogió una mano.

—No debes preocuparte. Podrás continuar tus estudios. Lo arreglaré. Todavía no sé exactamente dónde o cómo, pero lo haré. Tu intelecto encierra demasiadas promesas para dejarlo en barbecho. Encontraremos las semillas con las cuales sembrarlo, te lo prometo. —Le apretó la mano—. Confía en mí.

Una vez que se marchó, Juana no se movió de su pequeño pupitre. Se quedó sola en la oscuridad creciente hasta que su madre volvió llevando troncos para el fuego.

—Ah, ¿habéis terminado? —dijo Gudrun—. ¡Bien! Entonces ven a ayudarme con el fuego.

Esculapio fue a verla el día de su partida, vestido con su larga capa azul de viaje. En las manos llevaba un paquete envuelto en tela.

—Para ti. —Puso el paquete en sus manos.

Juana lo desenvolvió y quedó con la boca abierta al ver lo que contenía. Era un libro encuadernado al modo oriental, con madera forrada en cuero.

—Lo hice yo mismo —dijo Esculapio—, hace ya unos años. Es una edición de Homero: el original en griego en la primera parte y una traducción latina detrás. Te ayudará a mantener fresco tu conocimiento del idioma hasta que reanudes tus estudios.

Juana se había quedado sin palabras. ¡Un libro suyo! Era un privilegio del que disfrutaban sólo monjes y estudiosos del más alto rango. Lo abrió y miró las apretadas líneas de la esmerada letra uncial de Esculapio, que llenaban las páginas con palabras de una belleza inexpresable. Esculapio la miraba con los ojos llenos de tierna melancolía.

—No lo olvides, Juana. No lo olvides nunca.

Le abrió los brazos. Ella se adelantó y por primera vez se abrazaron. Durante largo rato estuvieron apretados, el cuerpo alto y ancho de Esculapio envolviendo al pequeño de Juana. Cuando al fin se separaron, su capa azul estaba mojada por las lágrimas de la niña.

Ella no lo vio alejarse. Se quedó dentro donde se habían separado, con el libro en las manos, apretándolo tanto que las manos le dolían.

Juana sabía que su padre no le permitiría conservar el libro. Nunca había aprobado sus estudios y ahora que Esculapio se había ido no había nadie que le impidiese obligarla a interrumpirlos. Así que ocultó el libro, cuidadosamente envuelto en su tela, bajo la paja de su lado de la cama.

Ardía de impaciencia por leerlo, por ver las palabras, por oír otra vez en la imaginación la feliz belleza de la poesía. Pero era demasiado peligroso; siempre había alguien en la cabaña, o cerca, y ella temía que la descubrieran. Su única oportunidad era por la noche. Cuando todos estaban dormidos podía leer sin el riesgo de una súbita interrupción. Pero necesitaba luz: una vela o al menos algo de aceite. La familia disponía sólo de dos docenas de velas por año (al canónigo no le gustaba sacarlas del santuario) y se las conservaba con el mayor cuidado; nunca podría haber usado una sin que se supiera. Pero el almacén de la iglesia tenía un enorme depósito de cera: los colonos de Ingelheim debían proveer al santuario con cien libras por año. Si pudiera apropiarse de un poco, podría hacer su propia vela…

No fue fácil, pero al fin se las arregló para conseguir cera suficiente con la que hacer una pequeña vela, con un hilo de lino como mecha. Era muy rudimentaria; la llama era poco más que un punto, pero le bastaba para estudiar.

La primera noche tomó todas las precauciones. Esperó mucho tiempo después de que sus padres se retiraran a su dormitorio y sólo cuando oyó roncar a su padre se atrevió a moverse. Salió de la cama, en silencio y con cautela como un cervatillo, cuidando de no despertar a Juan, que dormía profundamente a su lado, con la cabeza metida bajo la manta. Con suavidad, Juana sacó el libro de su escondite en la paja y lo llevó a la mesita de pino, situada en el rincón del cuarto. Llevó la vela al fuego del hogar y la encendió con las brasas.

De vuelta a la mesa puso la vela cerca del libro. La luz era débil y vacilante, pero con esfuerzo Juana podía descifrar las líneas de gruesa tinta negra. Las letras bailaban en la luz parpadeante, invitándola. Esperó un instante saboreando el momento. Se inclinó sobre la página y empezó.

Los días cálidos y las noches frías de
Windumemanoth
, el mes de la cosecha del vino, pasaron velozmente. Los rudos vientos del norte llegaron más pronto de lo habitual, soplando en ráfagas fuertes que helaban los huesos. Una vez más, las ventanas de la casa fueron tapiadas, pero el viento helado penetraba por cada rendija; para mantener el calor debían dejar que el fuego en el hogar ardiera todo el día, llenando la casa de humo y hollín.

Cada noche, cuando la familia dormía, Juana se levantaba y estudiaba durante horas en la oscuridad. Agotó su vela y se vio obligada a esperar con impaciencia hasta conseguir más cera del depósito de la iglesia. Cuando al fin pudo reanudar el trabajo lo llevó adelante sin descanso. Terminó el libro y volvió al principio, esta vez estudiando las complicadas formas verbales y copiándolas en la tablilla hasta aprenderlas de memoria. Tenía los ojos rojos y le dolía la cabeza de trabajar con mala luz, pero no se le ocurrió abandonar. Estaba contenta.

La festividad de san Columbano llegó y pasó, y todavía no había noticias de ningún arreglo para que ella siguiera sus estudios. No obstante, Juana mantenía su fe en la promesa de Esculapio. Mientras tuviera su libro no había motivo para desesperar. Seguía aprendiendo, haciendo progresos. Estaba segura de que algo pasaría pronto. Llegaría un maestro a la aldea, preguntaría por ella o bien la mandaría llamar el obispo y le diría que la aceptaban en una escuela.

Juana empezaba a trabajar más temprano cada noche. A veces ni siquiera esperaba a oír los ronquidos de su padre. Cuando se le caía una gota de cera caliente sobre la mesa ni siquiera lo notaba.

Una noche estaba trabajando en un problema sintáctico especialmente difícil e interesante. Impaciente por empezar, se puso en su pupitre no mucho después de que sus padres se hubieron retirado. Llevaba sentada sólo unos minutos cuando oyó un sonido ahogado al otro lado de la pared.

Sopló la llama de la vela y se quedó inmóvil, como una piedra en la oscuridad, escuchando, sintiendo el pulso en la garganta.

Pasaron varios segundos. No hubo más sonidos. Debía de haber sido su imaginación. El alivio la bañó como una corriente cálida. Aun así, dejó pasar un rato antes de levantarse, ir al fuego y encender la pequeña vela con la que volvió a sentarse. La llama creaba un minúsculo círculo alrededor del pupitre. En el borde del círculo, donde la luz limitaba con la sombra, había unos pies.

Los pies de su padre.

El canónigo salió de la oscuridad. Por instinto, Juana hizo amago de esconder el libro, pero era demasiado tarde.

La cara del canónigo, iluminada desde abajo por la llama vacilante de la vela, era terrorífica.

—¿Qué perversión es ésta?

La voz de Juana era un susurro.

—Un libro.

—¡Un libro! —La miraba como si apenas pudiera creerlo—. ¿De dónde lo has sacado? ¿Qué estás haciendo con él?

—Leyéndolo. Es… es mío, me lo regaló Esculapio. Es mío.

La fuerza del golpe de su padre la cogió por sorpresa, haciéndola saltar del taburete. Quedó en el suelo con la tierra fría contra la mejilla.

—¡Tuyo! ¡Insolente! ¡Yo soy el amo de esta casa!

Juana se alzó sobre un hombro y vio impotente cómo su padre se inclinaba sobre el libro, entornando los ojos para descifrar las palabras a la luz vacilante. Al cabo de un momento se irguió, haciendo la señal de la cruz con una mano sobre el escritorio.

—Jesucristo nos proteja. —Sin volver a mirar el libro, hizo un gesto a Juana—. Ven aquí.

Juana se levantó. Estaba mareada y tenía un doloroso zumbido en un oído. Caminó lentamente hacia su padre.

—Esta no es la lengua de la Santa Madre Iglesia. —Señaló la página abierta ante él—. ¿Qué significan esas marcas? ¡Respóndeme con la verdad, si es que das algún valor a tu alma inmortal!

—Es poesía, padre.

Pese a su miedo, Juana sentía orgullo por su conocimiento. No se atrevía a añadir que la poesía era de Homero, a quien su padre consideraba un pagano. El canónigo no sabía griego. Si no miraba la traducción latina de la parte de atrás quizá no supiera de qué se trataba.

El padre puso las dos manos sobre la cabeza de Juana, con sus gruesos dedos de campesino haciendo un círculo en la frente.


Exorcizo te, immundissime spiritus, omnis incursio adversarii, omne phantasma…
—Sus manos apretaban tanto que Juana gritó de miedo y dolor.

Apareció Gudrun en el umbral.

—Por lo más sagrado, ¿qué pasa? ¡Ten cuidado con la niña!

—¡Silencio! —gritó el canónigo—. ¡La niña está poseída! Es preciso exorcizar su demonio.

La presión de las manos aumentó hasta que Juana creyó que se le saltarían los ojos. Gudrun le cogió el brazo.

—¡Basta! Es una criatura. ¡Basta, esposo! ¿Acaso quieres matarla, en tu locura?

La dolorosa presión cesó bruscamente, al retirar las manos el canónigo. Giró y con un solo golpe mandó a Gudrun volando hasta el otro lado del cuarto.

—¡Fuera! —rugió—. ¡No es momento para debilidades de mujer! ¡La encontré practicando la magia por la noche! ¡Con un libro de brujerías! ¡Está poseída!

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