Le gustaba ver trabajar a Mateo. El estilo afilado trazaba en la cera informe líneas que para ella tenían una misteriosa belleza. Quería saber qué significaba cada marca y seguía con la mayor atención cada movimiento, como si quisiera descubrir la clave del significado en la forma de las líneas.
Mateo dejó el estilo y se recostó en la silla frotándose los ojos. Aprovechando la ocasión, Juana se inclinó sobre la tablilla y señaló una palabra.
—¿Qué dice ahí?
—Jerónimo. Es el nombre de uno de los Padres de la Iglesia.
—Jerónimo —repitió ella lentamente—. Suena parecido a mi nombre.
—Algunas de las letras son las mismas —asintió Mateo sonriendo.
—Enséñame.
—Mejor no. A nuestro padre no le gustaría, si lo descubriera.
—Pero no lo sabrá —dijo Juana—. Por favor, Mateo. Quiero saber. Por favor, ¿sí?
Mateo vaciló.
—Supongo que no hay nada de malo en enseñarte a escribir tu propio nombre. Algún día puede serte útil, cuando te cases y tengas que ocuparte de tu propia casa.
Puso la mano sobre la de ella, más pequeña, y la ayudó a grabar las letras de su nombre: J-U-A-N-A, con una larga «a» curvada al final.
—Muy bien. Ahora prueba tú sola.
Juana cogió con fuerza el estilo, obligando a sus dedos a adoptar la extraña posición necesaria y ordenándoles que formaran las letras que veía con la mente. Comenzó a llorar al ver que no podía hacer que el estilo le obedeciera. Mateo la consoló.
—Despacio, hermanita, despacio. Tienes sólo seis años. A esa edad cuesta escribir. Yo también empecé cuando tenía seis años y lo recuerdo. Dedícale el tiempo que necesites; ya te saldrá.
Al día siguiente se levantó temprano y salió. En la tierra blanda del corral trazó las letras una y otra vez hasta asegurarse de que podía hacerlo. Y llamó llena de orgullo a Mateo para que viera sus progresos.
—Vaya, está muy bien, hermanita. De veras, muy bien. —Se contuvo con un sobresalto y murmuró en tono culpable—: Pero no convendría que nuestro padre lo viera.
Pasó el pie sobre la tierra para borrar las marcas que había hecho la niña.
—¡No, Mateo, no! —Juana trató de apartarlo. Molestos por el ruido, los cerdos lanzaron un coro de gruñidos.
Mateo se inclinó a abrazarla.
—Está bien, Juana. No te preocupes.
—¡Pero tú has dicho que mis letras estaban bien!
—Están bien. —En realidad había quedado sorprendido por lo bien que las había hecho; mejor que Juan, que era tres años mayor. Si Juana no fuera una niña, habría dicho que podría llegar a ser una buena copista algún día. Pero era mejor no meter esas ideas en la cabeza de la niña—. No podía dejar las letras y que las viera padre; por eso las borré.
—¿Me enseñarás más letras, Mateo?
—Ya te he enseñado más de lo que debería.
Juana dijo con aire grave:
—Padre no lo descubrirá. Yo nunca se lo diré, te lo prometo. Y borraré las letras con mucho cuidado después de hacerlas.
Sus ojos verdigrises miraban fijamente los de él, esperando su consentimiento. Mateo sacudió la cabeza con divertida perplejidad. Realmente era persistente aquella hermanita suya. Le pellizcó la barbilla con afecto.
—Muy bien —accedió—. Pero recuerda que lo debemos mantener en secreto.
A partir de entonces se convirtió en una especie de juego entre ellos. Cada vez que se presentaba la ocasión, no con tanta frecuencia como habría querido Juana, Mateo le enseñaba a dibujar letras en la tierra. Ella era una estudiante ávida; aunque temía las consecuencias, a Mateo le resultó imposible resistirse a su entusiasmo. A él también le gustaba aprender; la sed de saber de su hermana le hablaba directamente al corazón.
No obstante, él mismo se escandalizó cuando la niña apareció un día con la gran Biblia de tapas de madera, que pertenecía al padre.
—¿Qué haces? —le preguntó—. Pon eso en su sitio. ¡No deberías tocarlo!
—Enséñame a leer.
—¿Qué? —La audacia de la pequeña lo dejaba atónito—. No, hermanita, eso es pedir demasiado.
—¿Por qué?
—Bueno… Para empezar, leer es mucho más difícil que aprender el abecedario. No sé si podrías.
—¿Por qué no? Tú aprendiste.
Él sonrió con indulgencia.
—Sí. Pero yo soy un hombre.
Esto no era del todo cierto porque no había alcanzado todavía los trece inviernos. En poco más de un año, cuando tuviera catorce, sería realmente un hombre. Pero le gustaba reclamar el privilegio por adelantado; además, su hermana no conocía la diferencia.
—Yo puedo hacerlo. Sé que puedo.
Mateo suspiró. Aquello no sería fácil.
—No es sólo eso, Juana. Es peligroso, no es natural que una chica lea y escriba.
—Santa Catalina lo hacía. El obispo lo dijo en el sermón, ¿recuerdas? Dijo que era venerada por su sabiduría y por su erudición.
—Es diferente. Ella era una santa. Tú eres sólo una… niña.
Ante eso Juana quedó en silencio. Mateo se felicitó por haber ganado la discusión con tanta facilidad; sabía lo obstinada que podía ser su hermanita. Tendió la mano para coger la Biblia. Ella empezó a dársela, pero se paró.
—¿Por qué Catalina es una santa? —preguntó.
Mateo se quedó con la mano extendida.
—Fue una mártir sagrada que murió por su fe. El obispo lo dijo en su sermón, ¿recuerdas? —No pudo resistir la tentación de burlarse imitándola.
—¿Por qué la martirizaron?
Mateo suspiró.
—Se enfrentó al emperador Maximiano y a cincuenta de sus hombres más sabios, y mediante la lógica demostró la falsedad del paganismo. Por eso la castigaron. Ahora, hermanita, dame el libro.
—¿Qué edad tenía cuando lo hizo?
¡Qué preguntas más extrañas hacía aquella niña!
—¡No quiero discutir más! —dijo Mateo con impaciencia—. ¡Dame el libro!
Ella retrocedió un paso, apretando la Biblia contra el pecho.
—Era vieja cuando fue a Alejandría a discutir con los sabios del emperador, ¿no?
Mateo se preguntaba si tendría que arrancarle el libro por la fuerza. No, mejor no. La frágil encuadernación podía estropearse. Y entonces los dos tendrían problemas más serios en los que pensar. Mejor seguir hablando, responder a sus preguntas, tontas e infantiles como eran, hasta que se cansara del juego.
—Treinta y tres, dijo el obispo, la misma edad que Jesucristo en la cruz.
—Y cuando santa Catalina se enfrentó al emperador ya era admirada por su sabiduría según dijo el obispo, ¿no?
—Claro. —Mateo quiso ser condescendiente—. Si no, ¿por qué iba a reunir a los hombres más sabios del reino para el debate?
—Entonces… —La cara de Juana lucía una sonrisa de triunfo—. Debió de aprender a leer «antes» de ser una santa. Cuando era una niña nada más. ¡Como yo!
Por un momento, Mateo quedó sin palabras, desgarrado entre la irritación y la sorpresa. Al fin lanzó una carcajada.
—¡Pequeño demonio! —dijo— ¡De modo que a eso ibas! Bueno, no puede negarse que tienes un don para discutir.
Ella le tendió el libro, con una sonrisa esperanzada. Mateo lo cogió sacudiendo la cabeza. Qué extraña criatura era su hermana, tan tenaz, tan segura de sí misma. No se parecía en nada a Juan ni a ningún otro niño que él hubiera conocido. En la carita infantil brillaban los ojos de una vieja mujer sabia. No le extrañaba que las otras niñas de la aldea no quisieran saber nada de ella.
—Muy bien, hermanita —dijo al fin— Hoy empezarás a aprender a leer. —Vio la alegre expectación en los ojos de ella y se apresuró a prevenirla—: No debes esperar demasiado. Es mucho más difícil de lo que crees.
Juana se arrojó al cuello de su hermano.
—Te quiero, Mateo.
El chico se liberó de su abrazo, abrió el libro y dijo en tono severo:
—Empezaremos aquí.
Juana se inclinó sobre el libro y sintió el olor acre del pergamino y la madera mientras Mateo señalaba con el dedo una línea.
—El Evangelio según san Juan, capítulo primero, versículo uno.
In principio erat verbum et verbum erat apud Deum et verbum erat Deus
: «En el principio era el Verbo y el Verbo era con Dios y el Verbo era Dios».
El verano y el otoño que siguieron fueron cálidos y fecundos; la cosecha fue la mejor que la aldea hubiera tenido en años. Pero en
Heilagmanoth
nevó y empezó a soplar un viento helado del norte. De nuevo taparon la ventana del
grubenhaus
para protegerse del frío, la nieve se amontonaba contra las paredes y la familia pasaba la mayor parte del día dentro. A Mateo y a Juana les resultaba más difícil encontrar ocasión para las lecciones. Cuando hacía buen tiempo, el canónigo salía a hacer su trabajo y se llevaba a Juan; a Mateo lo dejaba estudiando porque le daba mucha importancia a eso. Cuando Gudrun iba al bosque a recoger leña, Juana corría a la mesa donde Mateo estaba inclinado sobre su trabajo y abría la Biblia en el punto donde habían quedado en la lección anterior. De este modo seguía haciendo rápidos progresos y antes de la Pascua ya había leído casi todo el Evangelio de san Juan.
Un día, Mateo sacó algo de entre sus cosas y se lo tendió con una sonrisa.
—Para ti, hermanita.
Era un medallón de madera con un cordón. Se lo pasó por la cabeza y el medallón quedó colgando sobre su pecho.
—¿Qué es? —preguntó Juana con curiosidad.
—Algo para que lo lleves encima.
—Oh —dijo ella, y al comprender que debía decir algo más, añadió—: Gracias.
Mateo comenzó a reír al ver el gesto de interés de la niña.
—Mira la cara delantera del medallón.
Juana obedeció. Grabado en la superficie de madera había un retrato de mujer. Era tosco porque Mateo no era un tallador experto, pero los ojos estaban bien hechos y miraban hacia delante con una expresión de inteligencia.
—Ahora —le indicó Mateo—, mira por detrás.
Juana lo volvió. En letras mayúsculas que daban la vuelta al medallón leyó las palabras «Santa Catalina de Alejandría».
Con una exclamación apretó el medallón contra el corazón. Entendía el significado del regalo. Era el modo de Mateo de reconocer su capacidad y la fe que tenía en ella. Se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Gracias —volvió a decir, y esta vez lo decía en serio.
Él le sonrió. Juana notó las ojeras oscuras bajo los ojos de su hermano; se le veía cansado y tenso.
—¿Te sientes bien? —le preguntó preocupada.
—¡Por supuesto! —dijo él, quizá con demasiado entusiasmo—. Empecemos la lección, ¿eh?
Pero estaba inquieto y distraído. Contra su costumbre dejó pasar un error sin decir nada.
—¿Pasa algo malo? —preguntó Juana.
—No, no. Estoy un poco cansado, eso es todo.
—¿Lo dejamos aquí, entonces? No me molesta. Podemos seguir mañana.
—No, lo siento. Me distraje, eso es todo. A ver, ¿dónde estábamos? Ah, sí. Lee de nuevo el último pasaje y esta vez ten cuidado con el verbo: es
videat
, no
videt
.
Al día siguiente, Mateo se despertó quejándose de dolor de cabeza y de garganta. Gudrun le dio una infusión de borrajas y miel.
—Tienes que quedarte en cama el resto del día —le dijo—. El hijo de la vieja señora Wigbod tiene la fiebre de la primavera; a lo mejor la tienes tú también.
Mateo se rió y dijo que no podía ser. Trabajó varias horas en sus estudios y después quiso salir a ayudar a Juan a podar las vides.
A la mañana siguiente tenía fiebre y le costaba tragar. Hasta el canónigo tuvo que admitir que parecía enfermo.
—Hoy quedas excusado de tus estudios —le dijo. Era una dispensa que no había hecho antes.
Mandaron a pedir ayuda al monasterio de Lorsch y a los dos días fue el curandero, quien examinó a Mateo y sacudió la cabeza gravemente murmurando para sí. Por primera vez Juana comprendió que la enfermedad de su hermano podía ser grave. La idea la aterrorizaba. El monje sangró profusamente a Mateo y agotó su repertorio de plegarias y talismanes sagrados, pero por la festividad de san Severino el estado de Mateo era crítico. Yacía con fiebre, sacudido por ataques de tos tan violentos que Juana se tapaba los oídos.
Durante todo el día y la noche la familia mantuvo la vigilia. Juana se arrodillaba al lado de su madre en el suelo de tierra. La asustaba el cambio de Mateo: la piel de la cara estaba estirada y los rasgos familiares se habían convertido en una máscara horrible. Debajo del rubor de la fiebre había un amenazador tono gris.
Encima de ellos, en la oscuridad, la voz del canónigo resonaba en la noche, recitando plegarias por la liberación de su hijo.
—
Domine Sancte, Pater omnipotens, aeterne Deus, qui fragilitatem conditionis nostrae infusa virtutis tuae dignatione confirmas…
Juana se caía de sueño.
—¡No!
El grito de su madre despertó de pronto a Juana.
—¡Se ha ido! ¡Mateo, mi hijo!
Juana miró la cama. Nada parecía haber cambiado. Mateo seguía inmóvil como antes. Pero notó que la piel había perdido su color; estaba enteramente gris, del color de la piedra.
Le cogió la mano. Estaba floja, pesada, aunque no tan caliente como antes. La apretó con fuerza y se la llevó a la mejilla. «Por favor, no te mueras, Mateo». La muerte significaba que nunca volvería a dormir junto a ella y Juan en la gran cama; ella nunca volvería a verlo inclinado sobre la mesa de pino, con el entrecejo fruncido por la concentración, estudiando; nunca se volvería a sentar a su lado mientras él pasaba el dedo por las páginas de la Biblia, señalando las palabras que ella debía leer. «Por favor, no te mueras».
La enviaron fuera para que su madre y las mujeres de la aldea pudieran lavar el cuerpo de Mateo y prepararlo para el entierro. Cuando terminaron, le permitieron acercarse a darle el último adiós. Salvo por el gris de la piel, parecía estar dormido. Se imaginó que si lo tocaba se despertaría, sus ojos se abrirían y la miraría con afecto suavemente burlón. Le besó la mejilla como le dijo su madre que hiciera. Estaba fría y extrañamente rígida, como la piel del conejo muerto que Juana había sacado de la despensa la semana anterior. Se echó atrás con rapidez.
Mateo ya no estaba.
No habría más lecciones.
Juana estaba junto a la cerca del corral, observando los trozos de tierra negra que empezaban a asomar bajo la nieve que se derretía, la tierra en la que había escrito sus primeras letras.
—Mateo —susurró.