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Authors: Donna Woolfolk Cross

Tags: #Histórico, Romántico

La Papisa (16 page)

BOOK: La Papisa
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—Sí. Juan y los otros están entusiasmados porque Ebbo dice que su padre le prometió llevarlo consigo en la cacería.

—¿Y bien?

—Odón se opuso terminantemente. Dijo que se ocuparía en persona de que la cacería no se realizase porque según él el lobo blanco es una bestia sagrada, una manifestación viviente de la resurrección de Cristo.

Las cejas de Geroldo se arquearon en un gesto de escepticismo. Juana continuó:

—Sus cachorros nacen muertos, dice Odón, y a los tres días el padre los lame y les da vida. Es un milagro tan raro y tan sagrado que nadie ha sido testigo de él nunca.

—¿Qué dijiste a eso? —preguntó Geroldo. Para entonces ya la conocía lo suficiente para saber que había tenido algo que decir.

—Pregunté cómo se sabía que era cierto si nadie lo había presenciado.

Geroldo soltó una carcajada.

—Apuesto a que a nuestro buen maestro no le gustó tu pregunta.

—No. Dijo que era irrelevante. Y también ilógica porque el momento de la resurrección de Cristo tampoco tuvo testigos y nadie duda de su veracidad.

Geroldo puso una mano en el hombro de la niña.

—Olvida todo el asunto, pequeña.

Hubo una pausa, como si ella estuviera preguntándose si podía decir algo más. Al fin alzó la vista hacia él con un gesto de intensa preocupación en su cara juvenil.

—¿Cómo «se puede» estar seguro de la veracidad de la resurrección si no hubo testigos?

La pregunta lo sobresaltó tanto que sacudió las riendas y el caballo avanzó. Geroldo puso una mano sobre el flanco rojizo del animal, tranquilizándolo.

Como la mayoría de los pares en la parte norte del imperio, señores de la tierra que habían llegado a la edad adulta bajo el reinado del viejo emperador Carlomagno y que se aferraban a las viejas costumbres, Geroldo era un cristiano en el sentido más superficial. Asistía a misa, daba limosnas y observaba las fiestas de guardar y demás obligaciones externas. Seguía las enseñanzas de la doctrina que no afectaban a sus derechos y deberes señoriales y hacía caso omiso del resto.

Pero sabía cómo era el mundo y reconocía el peligro cuando lo veía.

—¡No le habrás preguntado eso a Odón!

—¿Por qué no?

—¡Santo Cielo!

Esto podía acarrear problemas. A Geroldo no le gustaba Odón, un hombrecillo de ideas estrechas y mentalidad más estrecha aún. Pero ésta era exactamente la clase de arma que necesitaba Odón para poner en apuros a Fulgencio y obligarlo a expulsar a Juana de la escuela. O algo peor que eso, aunque no era agradable pensarlo.

—¿Qué dijo?

—No respondió. Estaba muy enfadado y… me castigó. —Se ruborizó.

Geroldo soltó el aliento en un suave silbido.

—¿Y qué esperabas? Tienes edad para saber que algunas preguntas no deben hacerse.

—¿Por qué? —Los grandes ojos verdigrises, tanto más profundos y sabios que los de los otros niños, estaban fijos en él. «Ojos paganos —pensó Geroldo—, ojos que nunca se humillarán ante el hombre o Dios». Lo turbaba imaginar qué se había necesitado para hacer aquellos ojos—. ¿Por qué? —volvía a preguntar ella con insistencia.

—Simplemente no se hace, eso es todo.

Le irritaba su curiosidad. A veces la inteligencia de la niña, que superaba su aspecto físico, era incómoda.

Algo (dolor o quizás irritación), pasó brevemente por sus ojos y volvió a quedar oculto.

—Debería volver a la casa. El tapiz del salón ya casi está completo y tu esposa quizá necesita ayuda para terminarlo.

Con la barbilla alta se volvió para irse.

A Geroldo le parecía divertido. ¡Tanta dignidad herida en alguien tan joven! La idea de que Richild, su esposa, necesitara la ayuda de Juana con el tapiz era absurda. Con frecuencia se había quejado de la torpeza de Juana con la aguja; el mismo Geroldo había presenciado los esfuerzos fallidos para obligar a sus dedos a obedecer y había visto los lamentables resultados de sus labores. Su irritación se había disipado. Le dijo:

—No te ofendas. Si quieres avanzar en el mundo debes tener más paciencia con tus superiores.

Ella lo miró de reojo, evaluando sus palabras, echó la cabeza atrás y lanzó una carcajada. El sonido era delicioso, sonoro y musical, muy contagioso. Geroldo estaba encantado. La niña podía ser obstinada e irritable, pero tenía un corazón cálido y un ingenio siempre atento. Le cogió la barbilla.

—No quise ser duro —le dijo—. Es sólo que a veces me sorprendes. Eres tan sabia en algunas cosas y tan tonta en otras. —Ella empezó a hablar, pero él le puso un dedo en los labios—: No sé la respuesta a tu pregunta. Pero sé que la pregunta en sí misma es peligrosa. Hay muchos que dirán que un pensamiento así es herejía. ¿Y sabes lo que eso significa, Juana?

Ella asintió gravemente.

—Es una ofensa contra Dios.

—Sí, es eso, y es más que eso. Podría significar el fin de tus esperanzas, Juana, de tu futuro. O… de tu vida misma. —Ahí estaba. Lo había dicho. Los ojos verdosos lo miraban sin parpadear. No podía retroceder. Tendría que decírselo todo—. Hace cuatro inviernos un grupo de viajeros fue lapidado hasta la muerte, no lejos de aquí, en el prado de la catedral. Dos hombres, una mujer y un niño, no mayor de lo que tú eres ahora.

Era un soldado que había visto mucho, un veterano de las campañas del emperador contra los obodritas, pero la piel se le erizaba al recordarlo. La muerte, aun una muerte horrible, no tenía sorpresas para él. Pero había retrocedido espantado ante aquellas muertes. Los hombres estaban desarmados, y los otros dos… Habían tardado mucho tiempo en morir y la mujer y el chico eran quienes más habían sufrido, ya que los hombres habían tratado de protegerlos con sus cuerpos.

—¿Lapidados? —Juana abría mucho los ojos—. Pero ¿por qué?

—Eran armenios, miembros de una secta conocida como paulinos. Iban camino de Aquisgrán y tuvieron la mala suerte de pasar por aquí inmediatamente después de que una granizada cayese sobre las viñas. En menos de una hora se perdió toda la cosecha. Cuando pasan cosas así, la gente busca una razón para sus problemas. Cuando miraron alrededor buscando algo allí estaban ellos: extranjeros y de ideas sospechosas. Los llamaron
Tempestarii
; es decir, gente que usa hechizos para provocar tormentas. Fulgencio trató de defenderlos, pero los interrogaron y encontraron heréticas sus ideas. Ideas, Juana —la miraba a los ojos al decirlo—, no muy diferentes de la pregunta que tú le hiciste hoy a Odón.

Ella quedó en silencio mirando a lo lejos. Geroldo no dijo nada, dándole tiempo.

—Esculapio me dijo algo así una vez —dijo al fin—. Algunas ideas son peligrosas.

—Era un sabio.

—Sí. —Su mirada se suavizó con el recuerdo—. Tendré más cuidado.

—Muy bien.

—Ahora —dijo ella—, dime. ¿Cómo es que sabemos que la historia de la resurrección es verdad?

Geroldo se rió, impotente.

—Niña —dijo acariciándole el cabello dorado muy corto—, eres incorregible. —Y viendo que ella seguía esperando una respuesta añadió—: Bien, te diré lo que pienso.

Los ojos de ella brillaron de interés. El volvió a reírse.

—Pero no ahora.
Pistis
necesita atención. Ven a verme después de vísperas y hablaremos.

La admiración de Juana se leía sin disfraces en su mirada. Geroldo le acarició la mejilla. Era poco más que una niña, pero no podía negar que lo conmovía. Bueno, su propio lecho conyugal era bastante frío, Dios era testigo, para que pudiera gozar sin mala conciencia de la calidez de aquel afecto inocente.

El caballo volvió a pasar su hocico por la cabeza de Juana, que dijo:

—Tengo una manzana. ¿Puedo dársela?

Geroldo asintió.


Pistis
se merece una recompensa. Hoy se ha portado bien; algún día será un cazador de primera, si no me equivoco.

Ella buscó en su bolsillo, sacó una pequeña manzanita roja y se la ofreció al animal; éste le pasó la lengua suavemente y se la metió entera en la boca. Cuando Juana retiró la mano, Geroldo vio en la palma un resplandor rojo. Ella comprendió que él lo había visto y trató de esconder la mano, pero él se la cogió y la levantó a la luz. Un profundo surco en carne viva rasgaba el interior tierno de la palma, atravesándola por entero.

—¿Odón? —preguntó Geroldo en voz baja.

—Sí. —Hizo una mueca cuando él tocaba el borde de la herida.

Era evidente que Odón había usado la vara más de una vez y con considerable fuerza; la herida era profunda y necesitaba atención inmediata para impedir la infección.

—Debemos ocuparnos de esto ahora mismo. Vuelve a casa; te veré allí.

Hacía un esfuerzo por mantener la voz firme. Le sorprendía la intensidad de su propia emoción. Era innegable que Odón estaba en su derecho al castigarla. En realidad, probablemente era lo mejor que podía haber hecho porque al desahogar de aquel modo su ira era menos probable que llevara el asunto más lejos. De todos modos, la visión de la herida despertaba en Geroldo una furia violenta e irracional. Le habría gustado estrangular a Odón.

—No es tan malo como parece. —Juana lo estaba mirando muy atenta con aquellos ojos de mirada sabia y honda.

Volvió a examinar la herida. Era profunda y estaba en la parte más sensible de la mano. Cualquier otro chico habría llorado y gritado de dolor. Ella no había dicho una palabra, ni siquiera cuando la interrogó.

Pero hacía pocas semanas, cuando habían tenido que cortarle el cabello para quitarle la goma arábiga, había gritado y luchado como un sarraceno. Cuando Geroldo le preguntó por qué se había resistido, no pudo ofrecer ninguna explicación clara salvo que el sonido de las tijeras la había asustado.

Una chica extraña, sin duda. Quizá por eso lo atraía tanto.

—¡Padre! —Duoda, la hija menor de Geroldo, apareció corriendo colina abajo hacia los árboles entre los que estaban Juana y él. Esperaron a que llegara, ruborizada y jadeando por la carrera— ¡Padre! —Duoda tendía los brazos y Geroldo la alzó y la hizo girar en el aire mientras ella chillaba de placer. Cuando él pensó que era suficiente, la dejó en el suelo. La niña se le colgó de un brazo—: ¡Oh, padre, ven a ver!
Lupa
dio a luz cinco cachorros. ¿Puedo quedarme con uno para mí sola, padre? ¿Puede dormir en mi cama?

Geroldo empezó a reír.

—Ya veremos. Pero antes… —la sostuvo con firmeza, pues ella ya se había vuelto para salir corriendo en dirección a la casa—, antes acompaña a Juana a casa; tiene lastimada una mano y necesita que la atiendan.

—¿La mano? Enséñamela —le pidió a Juana, que le tendió la mano abierta con una sonrisa triste—. ¡Ooooooh! —Los ojos de Duoda se pusieron redondos de horrorizada fascinación—. ¿Cómo te lo has hecho?

—Te lo contará por el camino —dijo Geroldo con impaciencia. No le gustaba aquella herida; cuanto antes la limpiaran, mejor—. Daos prisa y haced lo que os he dicho.

—Sí, padre. —Duoda le preguntó a Juana en tono compasivo—: ¿Te duele mucho?

—No tanto como para que no pueda llegar antes que tú a la puerta —replicó Juana, y salió corriendo.

Duoda chilló de placer y partió tras ella. Las dos niñas subieron juntas la ladera, riéndose. Geroldo las miraba sonriendo, pero su mirada era de preocupación.

Llegó el invierno y para Juana también la condición de mujer. Tenía trece años y debería haberlo esperado, pero aun así la cogió por sorpresa la mancha castaño oscuro de la túnica de lino y el dolor en el vientre. Supo enseguida de qué se trataba porque había oído a su madre y a las mujeres de la casa de Geroldo hablar de ello y las había visto lavar sus prendas todos los meses. Se lo dijo a una sirvienta que corrió a llevarle un montón de trapos blancos limpios y le guiñó un ojo al dárselos.

No le gustaba aquello. No sólo el dolor y las molestias, sino la mera idea de lo que estaba pasando. Se sentía traicionada por su propio cuerpo que parecía estar reacomodándose casi cotidianamente a contornos nuevos y desconocidos. Cuando los chicos en la escuela empezaron a darse cuenta, entre burlas, de sus pechos, se los empezó a liar con telas bien apretadas. Era doloroso, pero valía la pena. Ser mujer había sido para ella una fuente de desdicha y frustración desde que podía recordar y se proponía luchar tanto como fuera posible contra aquellas nuevas pruebas de su feminidad.

Wintarmanoth
trajo heladas que oprimieron la tierra como un puño de hierro. El frío bastaba para producir dolor de muelas. Los lobos y otros predadores del bosque merodeaban más cerca que nunca; pocos aldeanos se aventuraban a salir sin motivos urgentes.

Geroldo le decía a Juana que no fuera a la escuela, pero era imposible convencerla. Todas las mañanas, con excepción del sábado, Juana se echaba sobre los hombros la gruesa capa de lana y se la ataba con fuerza a la cintura para impedir que el viento se la llevara; y así recorría encogida los tres kilómetros que la separaban de la catedral. Cuando llegaron los fuertes vientos helados de
Hornung
, arrasando los caminos en sus ráfagas, Geroldo hacía ensillar un caballo todos los días y llevaba y traía de la escuela a Juana.

Aunque Juana veía diariamente a su hermano en la escuela, Juan nunca le hablaba. Seguía siendo muy lento en sus estudios, pero su habilidad en el uso de la espada y la lanza le había ganado el respeto de los otros chicos, en cuya compañía visiblemente destacaba. No tenía ninguna intención de sabotear su pertenencia al grupo reconociendo a una hermana que sólo podía avergonzarlo. De modo que le daba la espalda cada vez que se acercaba.

Las chicas de la ciudad también mantenían sus distancias. Miraban a Juana con prevención y la excluían de sus juegos y charlas. Era un monstruo de la naturaleza: inteligencia de hombre, cuerpo de mujer, no se acomodaba a ninguna compañía; era como si perteneciera a un tercer sexo, amorfo.

Todos la abandonaban. Menos Geroldo. Pero Geroldo le bastaba. La ponía contenta estar cerca de él, hablar y reírse y comentar asuntos que sólo ante él podía mencionar.

Un día de mucho frío, al volver de la escuela, Geroldo le dijo:

—Ven. Tengo algo que enseñarte.

La llevó por el ala lateral de la mansión hasta el pequeño gabinete donde guardaba sus papeles. De entre ellos sacó un objeto rectangular alargado que le tendió.

¡Un libro! En hermosas letras doradas sobre la madera de la tapa estaba escrito el título:
De rerum natura
.

De rerum natura
. ¡La gran obra de Lucrecio! Esculapio con frecuencia le había hablado de su importancia. Se decía que había una sola copia y que estaba bien guardada en la gran biblioteca de Lorsch. Pero allí estaba Geroldo ofreciéndosela con tanta naturalidad como si fuera un plato de comida.

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