La peste (7 page)

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Authors: Albert Camus

Tags: #Clásico, Novela

BOOK: La peste
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—Por otra parte —preguntaba Rieux—, ¿podrían servirnos? Este bacilo es extraño.

—¡Oh! —dijo Castel—, no soy de su opinión. Estos animales tienen siempre un aspecto original. Pero en el fondo todos son los mismos.

—Por lo menos usted lo supone. El caso es que no sabemos nada de estas cosas.

—Evidentemente, yo lo supongo. Pero el mundo está en lo mismo.

Durante todo el día el doctor siguió sintiendo aquella especie de vértigo que le acometía cada vez que pensaba en la peste. Acabó por reconocer que tenía miedo. Entró dos veces en los cafés que estaban más llenos de gente. Él también, como Cottard, sentía necesidad de calor humano. Esto a Rieux le parecía estúpido, pero le llevó a recordar que le había prometido una visita.

Por la tarde, el doctor encontró a Cottard ante la mesa del comedor. Cuando entró vio sobre la mesa una novela policial abierta. Pero la tarde estaba cayendo y, en verdad, debía de ser difícil leer en la oscuridad creciente. Cottard probablemente había estado un rato antes sentado en la penumbra, reflexionando. Rieux le preguntó cómo iba. Cottard refunfuñó que iba bien y que iría mejor si pudiera estar seguro de que nadie se ocupara de él. Rieux le hizo comprender que nadie podía estar siempre solo.

—jOh!, no digo eso. Me refiero a las gentes que se ocupan en traerle a uno contrariedades.

Rieux seguía callado.

—No es ese mi caso, crea usted, pero estaba leyendo esa novela. Ahí tiene usted a un desgraciado a quien detienen, de pronto, una mañana. Estaban ocupándose de él y él no lo sabía. Estaban hablando de él en los despachos, inscribiendo su nombre en fichas. ¿Cree usted que esto es justo? ¿Cree usted que hay derecho a hacerle eso a un hombre?

—Eso depende —dijo Rieux—. En cierto sentido, evidentemente no hay derecho. Pero todo es secundario. Lo que no hay que hacer es pasar demasiado tiempo encerrado. Es necesario que salga usted.

Cottard pareció irritarse, dijo que no hacía otra cosa y que, si hiciera falta, todo el barrio podía declararlo. Hasta fuera del barrio no le faltaban relaciones.

—¿Conoce usted al señor Rigaud, el arquitecto? Es uno de mis amigos.

La oscuridad se espesaba en el cuarto. La calle del arrabal se animaba y una exclamación sorda de satisfacción saludó el instante en que se encendieron las luces. Rieux fue al balcón y Cottard le siguió. Por todos los barrios de los alrededores, como en nuestra ciudad todas las tardes, una ligera brisa traía rumores, olores de carne asada, y. el bordoneo alegre de la libertad que henchía la calle, invadida por una juventud ruidosa. Por la noche los largos aullidos de los barcos invisibles, el murmullo que subía del mar y de la multitud que pasaba, esa hora que Rieux conocía tan bien, y que antes tanto adoraba, le parecía ahora deprimente a causa de todo lo que sabía.

—¿Podemos encender? —dijo a Cottard.

Una vez hecha la luz el hombrecillo lo miró guiñando los ojos.

—Dígame, doctor, si yo cayese enfermo ¿podría usted tenerme en su sección del hospital?

—¿Por qué no?

Cottard le preguntó entonces si alguna vez habían detenido a alguien en una clínica o en un hospital.

Rieux respondió que alguna vez había sucedido pero que todo dependía del estado del enfermo.

—Yo —dijo Cottard— tengo confianza en usted. Después le preguntó al doctor si quería llevarlo a la ciudad en su coche.

En el centro, las calles estaban ya menos populosas y las luces eran más escasas. Los niños jugaban delante de las puertas. Cottard le pidió que parase cuando llegaban frente a uno de esos grupos de niños. Estaban jugando a los bolos, pegando gritos. Pero uno de ellos, de pelo negro engomado, con la raya perfecta y la cara sucia, se puso a mirar a Rieux con sus ojos claros e intimidantes. El doctor miró para otro lado. Cottard ya en la acera le estrechó la mano. Hablaba con una voz ronca y dificultosa. Dos o tres veces miró detrás de sí.

—Las gentes hablan de epidemia, ¿será eso cierto, doctor?

—Las gentes siempre están hablando, es natural —dijo Rieux.

—Y además, si hay una docena de muertes eso ya es el fin del mundo. Pero no es esto lo que nos hace falta.

El motor roncaba ya. Rieux tenía la mano en el acelerador. Pero miró otra vez al niño que no había dejado de observarle con su aire grave y tranquilo. Y de pronto, sin transición, el niño se sonrió abiertamente.

—¿Qué es lo que nos haría falta? —preguntó el doctor sonriendo al niño.

Cottard se agarró de pronto a la portezuela y gritó con una voz llena de lágrimas y de furor:

—Un terremoto. ¡Pero uno de veras!

No hubo terremoto y el día siguiente pasó para Rieux entre idas y venidas a los cuatro extremos de la ciudad, en conferencias con las familias de los enfermos, en discusiones con los enfermos mismos. Rieux no había encontrado nunca su oficio tan pesado. Hasta entonces los enfermos le habían facilitado su cometido; se habían entregado a él. Ahora, por primera vez, el doctor los sentía reticentes, refugiados en el fondo de su enfermedad, con una especie de asombro desconfiado. Era una lucha a la que no estaba acostumbrado. Y ya cerca de las diez paró el coche delante de la casa del viejo asmático que era el último que visitaba. Rieux no tenía fuerzas para arrancarse del asiento. Se quedaba mirando la calle sombría y las estrellas que aparecían y desaparecían en el cielo negro. El viejo asmático estaba incorporado en la cama. Parecía respirar mejor y contaba los garbanzos que hacía pasar de una cazuela a otra. Había acogido al doctor con cara de satisfacción.

—Entonces, doctor, ¿es el cólera?

—¿De dónde ha sacado usted eso?

—Del periódico, y la radio también lo ha dicho.

—Pues no, no es el cólera.

—En todo caso ¿eh?, ¡caen muchos!

—No crea usted nada —dijo el doctor.

Había examinado al viejo y ahora se encontraba sentado en medio de aquel comedor miserable. Sí, tenía miedo. Sabía que en el barrio mismo, una docena de enfermos esperarían al día siguiente retorciéndose con los bubones. Sólo en dos o tres casos había observado alguna mejoría al sacarlos. Pero para la mayor parte el final era el hospital y él sabía lo que el hospital quería decir para los pobres. "No quiero que les sirva para sus experimentos", le había dicho la mujer de uno de sus enfermos. Pero no servía para experimentos, se moría y nada más. Las medidas tomadas eran insuficientes, eso estaba bien claro. En cuanto a las "salas especialmente equipadas", él sabía lo que eran dos pabellones de donde había desalojado apresuradamente a otros enfermos; habían puesto burlete en las ventanas, los habían rodeado con un cordón sanitario. Si la epidemia no se detenía por sí misma, era seguro que no sería vencida por las medidas que la administración había imaginado.

Sin embargo, por la noche, los comunicados oficiales seguían optimistas. Al día siguiente, la agencia Ransdoc anunciaba que las medidas de la prefectura habían sido acogidas con serenidad y que ya había una treintena de enfermos declarados.

Castel había telefoneado a Rieux:

—¿Cuántas camas tienen los pabellones?

—Ochenta.

—¿Hay más de treinta enfermos en la ciudad?

—Hay los que tienen miedo y los que no lo tienen. Pero los más numerosos son los que todavía no han tenido tiempo de tenerlo.

—¿Están vigilados los entierros?

—No, he telefoneado a Richard diciéndole que hacía falta medidas completas, no frases, y que había que levantar contra la epidemia una verdadera barrera o no hacer nada.

—Y ¿entonces?

—Me ha respondido que él no tenía autoridad. En mi opinión esto va a crecer.

En efecto, en tres días los dos pabellones estuvieron llenos. Richard creía saber que iban a desalojar una escuela e improvisar un hospital auxiliar. Rieux esperaba las vacunas y abría los bubones. Castel volvía a sus viejos libros y pasaba largas horas en la biblioteca.

—Las ratas han muerto de la peste o de algo parecido y han puesto en circulación miles y miles de pulgas que transmitirán la infección en proporción geométrica, si no se la detiene a tiempo.

Rieux seguía callado.

El tiempo pareció estacionarse. El sol sorbía los charcos de los últimos chaparrones. Había hermosos cielos azules desbordantes de luz dorada. Había zumbido de aviones entre el calor que comenzaba, todo en la estación invitaba a la serenidad. Sin embargo, en cuatro días, la fiebre dio cuatro saltos sorprendentes: dieciséis muertos, veinticuatro, veintiocho y treinta y dos. El cuarto día se anunció la apertura del hospital auxiliar en una escuela de párvulos. Nuestros ciudadanos, que hasta entonces habían seguido encubriendo con bromas su inquietud, parecían en la calle más abatidos y más silenciosos.

Rieux decidió telefonear al prefecto.

—Las medidas son insuficientes.

—Tengo aquí las cifras —dijo el prefecto—; en efecto, son inquietantes.

—Son más que inquietantes, son claras.

—Voy a pedir órdenes al Gobierno.

Rieux colgó el tubo ante Castel:

—¡Órdenes! Lo que haría falta es imaginación.

—¿Y los sueros?

—Llegarán esta semana.

La prefectura, por mediación de Richard, pidió a Rieux un informe para enviarlo a la capital de la colonia solicitando órdenes. Rieux hizo una descripción clínica con cifras. Aquel mismo día se contaron cuarenta muertos. El prefecto tomó sobre sí, como él decía, la responsabilidad de extremar desde el día siguiente las medidas prescriptas. La declaración obligatoria y el aislamiento fueron mantenidos. Las casas de los enfermos debían ser cerradas y desinfectadas, los familiares sometidos a una cuarentena de seguridad, los entierros organizados por la ciudad en las condiciones que veremos. Un día después llegaron los sueros por avión. Eran suficientes para los casos que había en tratamiento. Pero eran insuficientes si la epidemia se extendía. Al telegrama de Rieux respondieron que el stock se había agotado y que estaban empezando nuevas fabricaciones.

Durante ese tiempo, y de todos los arrabales próximos, la primavera llegaba a los mercados. Miles de rosas se marchitaban en las cestas de los vendedores, a lo largo de las aceras, y un olor almibarado flotaba por toda la ciudad. Aparentemente no había cambiado nada. Los tranvías estaban siempre llenos al comienzo y al final del día y sucios durante todo el resto. Tarrou observaba al viejecito y el viejecito escupía a los gatos. Grand se encerraba todas las noches en su casa con su misterioso trabajo. Cottard andaba dando vueltas y el señor Othon, el juez de instrucción, seguía conduciendo a sus bichos. El viejo asmático trasegaba sus garbanzos y a veces se veía al periodista Rambert con su aire tranquilo y expectante. Por las noches, la misma multitud llenaba las calles y crecían las colas a las puertas de los cines. Además, la epidemia parecía retroceder; durante unos días no se contó más que una decena de muertos. Después, de golpe, subió como una flecha. El día en que el número de muertos alcanzó otra vez a la treintena, Rieux se quedó mirando el parte oficial que el prefecto le alargaba, diciendo: "Tienen miedo." El parte contenía: "Declaren el estado de peste. Cierren la ciudad."

II

A partir de ese momento, se puede decir que la peste fue nuestro único asunto. Hasta entonces, a pesar de la sorpresa y la inquietud que habían causado aquellos acontecimientos singulares, cada uno de nuestros conciudadanos había continuado sus ocupaciones, como había podido, en su puesto habitual. Y, sin duda, esto debía continuar. Pero una vez cerradas las puertas, se dieron cuenta de que estaban, y el narrador también, cogidos en la misma red y que había que arreglárselas. Así fue que, por ejemplo, un sentimiento tan individual como es el de la separación de un ser querido se convirtió de pronto, desde las primeras semanas, mezclado a aquel miedo, en el sufrimiento principal de todo un pueblo durante aquel largo exilio.

Una de las consecuencias más notables de la clausura de las puertas fue, en efecto, la súbita separación en que quedaron algunos seres que no estaban preparados para ello. Madres e hijos, esposos, amantes que habían creído aceptar días antes una separación temporal, que se habían abrazado en la estación sin más que dos o tres recomendaciones, seguros de volverse a ver pocos días o pocas semanas más tarde, sumidos en la estúpida confianza humana, apenas distraídos por la partida de sus preocupaciones habituales, se vieron de pronto separados, sin recursos, impedidos de reunirse o de comunicarse. Pues la clausura se había efectuado horas antes de publicarse la orden de la prefectura y, naturalmente, era imposible tomar en consideración los casos particulares. Se puede decir que esta invasión brutal de la enfermedad tuvo como primer efecto el obligar a nuestros conciudadanos a obrar como si no tuvieran sentimientos individuales. Desde las primeras horas del día en que la orden entró en vigor, la prefectura fue asaltada por una multitud de demandantes que por teléfono o ante los funcionarios exponían situaciones, todas igualmente interesantes y, al mismo tiempo, igualmente imposibles de examinar. En realidad, fueron necesarios muchos días para que nos diésemos cuenta de que nos encontrábamos en una situación sin compromisos posibles y que las palabras "transigir", "favor", "excepción" ya no tenían sentido.

Hasta la pequeña satisfacción de escribir nos fue negada. Por una parte, la ciudad no estaba ligada al resto del país por los medios de comunicación habituales, y por otra, una nueva disposición prohibió toda correspondencia para evitar que las cartas pudieran ser vehículo de infección. Al principio, hubo privilegiados que pudieron entenderse en las puertas de la ciudad con algunos centinelas de los puestos de guardia, quienes consintieron en hacer pasar mensajes al exterior. Esto era todavía en los primeros días de la epidemia y los guardias encontraban natural ceder a los movimientos de compasión. Pero al poco tiempo, cuando los mismos guardias estuvieron bien persuadidos de la gravedad de la situación, se negaron a cargar con responsabilidades cuyo alcance no podían prever. Las comunicaciones telefónicas interurbanas, autorizadas al principio, ocasionaron tales trastornos en las cabinas públicas y en las líneas, que fueron totalmente suspendidas durante unos días y, después, severamente limitadas a lo que se llamaba casos de urgencia, tales como una muerte, un nacimiento o un matrimonio. Los telegramas llegaron a ser nuestro único recurso. Seres ligados por la inteligencia, por el corazón o por la carne fueron reducidos a buscar los signos de esta antigua comunión en las mayúsculas de un despacho de diez palabras. Y como las fórmulas que se pueden emplear en un telegrama se agotan pronto, largas vidas en común o dolorosas pasiones se resumieron rápidamente en un intercambio periódico de fórmulas establecidas tales como: "Sigo bien. Cuídate. Cariños."

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